Vamos a ver si nos entendemos. Porque esto ya empieza a parecerse a esas salas de los espejos de las antiguas ferias de pueblo en las que siempre se ve la misma imagen pero nunca de idéntica manera. Nuestra capacidad para la distorsión se está empezando a convertir en parte nuestra información genética. Siempre alteramos la imagen que vemos por conspicua que esta sea -lo siento, tenía que utilizar la palabra. Broma privada-.
Miremos hacia donde miremos, ya sea al lejano Oriente, en las brumas de la antigua Persia o al cercano norte, en las lluvias de la cerrada Euskadi, nuestras corneas parecen haber contraído la enfermedad de los espejos distorsionantes y nuestro parpadeo nos conduce a los mismos síntomas.
Arnaldo Otegui,es juzgado -otra vez-por enaltecimiento del terrorismo. Y nos congratulamos porque lo de Anoeta -el mitin de 2004, no el último partido de La Real, no se me mal interprete- fue un acto de enaltecimiento del terrorismo. Eso en Euskadi.
Y mientras, casi sin solución de continuidad, Sakineh Ashtiani es liberada. De repente corre como un reguero de pólvora por el mundo de la tinta y el papel y de los códigos binarios la noticia de que Teherán ha entrado en razón. Resulta difícil de creer, pero parece que los chicos de Mahmud Ahmadineyad han decidido saltar varios siglos en un solo impulso y han puesto en libertad a Sakineh, ¿se acuerdan? esa mujer iraní que estaba en espera de que sus vecinos encontraran guijarros lo suficientemente puntiagudos como para que el sistema legal iraní tenga la seguridad de que muere cuando se los arrojen a la cabeza. Eso en Irán.
Pareciera que una cosa y la otra no tienen nada que ver, pero no es así. De nuevo Occidente, el Occidente Atlántico, se mira el ombligo y lo hace con tanta insistencia e intensidad que la mirada se le desenfoca, se le pierde. Que se fuerza a bizquear de tal manera que las realidades se le cambian. Más de lo mismo.
Otegui ha sido juzgado por reunirse con sus colegas -nada recomendables, como él mismo- y Sakineh ha sido liberada. Objetivo logrado.
Decorados con la fotografía de Sakineh en su casa, su multiplican por infinito los artículos que hablan de la victoria de la presión internacional, de lo importante que es la respuesta ciudadana solidaria en estos casos, de lo que podríamos ayudar a otros miles de millones de mujeres que son asesinadas en el mundo por el mero hecho de ser mujeres.
Sazonadas con instantáneas mucho menos favorecedoras del Abertzale esposado o sentado en la sala del tribunal, crecen como la espuma noticias más concretas, comentarios más políticos y editoriales más incendiarias, sin dejar de lado las declaraciones m´´as sentidas y supuestamente cercanas de aquellos que ven en eso el reconocimiento a su justa labor de venganza.
En fin, todo el boato autocomplaciente que suele seguir a este tipo de logros de solidaridad internacional y a todos estos episodios de lucha por la democracia mal interpretados. Sigue pareciendo algo diametralmente opuesto, pero sigue siendo lo mismo.
Y, de repente, llega el bueno de Ahmadineyad -lo de bueno es puro sarcasmo, no se me ofendan- y nos baja del guindo de un solo golpe, de un plumazo. De una sola interpretación sesgada y retrógrada del Corán y la Sharia.
Y de pronto llegan las buenas gentes de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional -y en este caso no es sarcasmo- y nos echan a patadas de nuestro puesto de honor en la base del árbol del ahorcado con una interpretación pura y concisa de la ley, con una argumentación diáfana de la presunción de inocencia. Con una simple sentencia absolutoria.
Sigue pareciendo que Euskadi y Teherán están muy lejos una de otra, que una lapidación no tiene nada que ver con el enaltecimiento del terrorismo, que Sakineh Ashtiani y Arnaldo Otegui nada tienen en común. Pero sigue siendo falso. Nos tienen a nosotros.
Queremos demostrarnos a nosotros mismos tanto poder, tanta capacidad de influencia, tanto conocimiento de lo que es la bondad y tanta capacidad de exportar esa bondad -nuestra bondad, al mundo y las autonomías, si hace falta- que hasta vemos liberaciones donde no las hay y creemos ver condenas donde no puede haberlas.
Sakineh sigue en la cárcel. Y nos damos cuenta que las fotos, que las imágenes, que su sonrisa forzada en el quicio de la puerta de su casa es otro de esos montajes que tanto gustan
a la cupula teocrática iraní, de esos con los que termina dejándonos en fuera de juego y con cara de poker. Otegui sigue en la calle y nos damos cuenta de que las declaraciones, las congratulaciones y las sentidas palabras de las sacerdotisas del victimismo eterno, son otro de esos montajes con los que una pequeña parte de una sociedad que, en su mayoría, está harta de él, quiere meternos en su juego de ternos odios y enfrentamientos.
Nos damos cuenta de que la presión popular, la presión solidaria, la presión internacional o como queramos llamarla, dependiendo de sobre que eje de palanca se aplica la misma, no sólo tiene que tener razón en sus objetivos y motivaciones. Tiene que estar bien hecha.
Pero nosotros no podemos darnos cuenta de eso. Nuestras corneas están tan distorsionadas de mirar por el espejo convexo de nuestros gustos y por el cóncavo de nuestras necesidades que creemos que el mero hecho de que queramos algo lo hace justo, que el mero hecho de que aborrezcamos algo lo hace injusto.
Así que como vemos que alguien va a ser brutalmente ejecutada a pedradas -déjenme que lo repita, ejecutada- no vamos más allá.
Cargamos contra la lapidación, cargamos contra el maltrato, cargamos contra la opresión a la mujer y contra todo lo que se nos ocurre. E inventamos lo que haga falta.
Inventamos que ha sido condenada por adulterio, inventamos que ha sido condenada por mujer. Ignoramos que ha sido condenada por asesinato -en un sistema judicial harto dudoso, eso sí-, ignoramos que Irán no puede soltarla sin más. Podrá indultarla, podrá volver a juzgarla o podría conmutarle la pena. Pero no puede soltarla sin más porque nosotros lo queramos.
Quizás dejamos de ver lo que es evidente porque sabemos que la presión popular no puede impedir la ejecución de una sentencia de muerte por asesinato. Estados Unidos se ha encargado de demostrarlo durante cuatro décadas.
Y como vemos que quedará absuelto -déjenme que lo repita, absuelto- un individuo, que ha convivido y ha comulgado con la violencia, con el terror y con la imposición fascista, a través de la sangre y la muerte, de unas ideas en las que ni el mismo cría pero que parecían garantizarle al ascenso al poder, no vamos más allá.
Nos negamos a ver que el hecho de que alguien esté en un recinto en el que se reparten octavillas no significa que el las reparta; que el hecho de que unos cuantos centenares de personas griten su apoyo a ETA no supone que Otegui no hablara en su discurso de 45 minutos “de la conveniencia y la necesidad de un proceso de diálogo y negociación para la resolución del conflicto de manera pacífica y democrática”, o sea, lo contrario al enaltecimiento del terrorismo. Aunque no nos lo creamos, aunque ni siquiera él se lo creyera -al menos por entonces-. Nos negamos a ver que La Sala Segunda de lo Penal de la Audiencia Nacional no puede condenarle. Quizás pueda multarle, quizás pueda volver a ver el recurso fiscal. Pero no puede condenarle sin pruebas simplemente porque nosotros lo queramos.
Es posible que no queramos ver lo que es absolutamente transparente porque sabemos que la presión popular no puede impedir la paz en favor de la venganza, no puede impedir la justicia en favor de la vindicación. Argentina y la Transición Democrática nos lo demostraron hace tres décadas.
Así que la presión popular lo único que va a conseguir es que Sakineh sea ejecutada de otra manera -como mucho- o pase toda su vida en la cárcel y que Otegui sea juzgado por otras tantas acusaciones similares y no pase tanto tiempo en los juzgados que no le queden días en su agenda para seguir apoyando a ETA fuera de nuestras fronteras, donde no es delito.
Pírricas victorias para la presión popular. Una presión popular que debería ser como la caridad de antaño. Debería empezar por uno mismo.
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