Que hablar es algo que no funciona, que no resulta, es algo que se tiene claro desde el principio de los tiempos. La incapacidad de la negociación -esa conversación que intenta convencer al interlocutor de las razones propias- a la hora de dirimir un conflicto es algo tan antiguo como lo es el instinto humano de conseguir la victoria - parece que ahora se le llama tener razón, ¡como si la razón tuviera algo que ver con la victoria!-. Es algo tan inútil como la enrevesada diplomacia versallesca de Tallayrand. Algo tan viejo como lo es la Defenestración de Praga.
Que las negociaciones de paz entre Israel y Palestina iban a fracasar era tan algo tan sabido y esperado que no resulta sorprendente. Desesperanzador quizás, pero en la Civilización Atlántica ya hay pocas cosas sobre las que se pueda albergar esperanza. Así que, ni eso.
Pero las conversaciones de paz no han fracasado porque Obama y su Administración hayan plegado velas y mano firme en su exigencia contra los asentamientos israelíes en territorio palestino. No se han venido abajo porque, buscando en la política internacional los votos para su reelección que la situación interna le niegan, Obama haya apartado su presionante mano de la cabeza de los líderes israelíes. Bueno, es por eso, pero no sólo por eso.
No ha llegado al dique seco porque los israelíes se enroquen en el expansionismo -que lo hacen- y los palestinos se nieguen a controlar la actividad miliciana y terrorista -que también lo hacen-. Han fracasado simplemente por una sola palabra.
Por la misma palabra que hace que nada pueda ser solventado por la negociación; por la misma palabra que convierte todo diálogo en busca de soluciones en un cruce de monólogos más o menos educadamente interrumpidos que no conducen a ninguna parte -como diría el amigo Oscar Wilde-. Por la misma palabra que hace que todo ser humano sepa que nadie puede ser convencido cuando existe un conflicto que resolver: Poder.
Poder y la incapacidad humana de renunciar a ese poder.
"La diplomacia funciona cuando los dos negociadores están en posiciones de igualdad". Es una máxima sencilla. Pero el poder la dinamita, la hace imposible, la convierte en un humo, denso pero insustancial, que simplemente impide ver la realidad: la negociación es imposible. Quizás Tallayrand lo desconocía o quizás no le importaba. Al fin y al cabo, él trabajaba para Napoleón, que o tuvo todo el poder o no tuvo ninguno. Para él era sencillo.
Pero pocas veces el poder y su acaparación permite que esto ocurra.
Primero se le quita o se le niega a alguien algo, aunque se sabe que no se tiene derecho a quitárselo o a negárselo. ¿Por qué?, porque es necesario para el que lo arrebata o para el que lo niega o, simplemente, porque aquel que lo acapara no quiere arriesgarse a que el otro lo tenga.
No quiere que lo tenga porque no se fía -y no es nada personal o nacional, simplemente no se fía, en general-. Y aquí empieza el poder. Y aquí acaba la posibilidad de negociación.
No quiere que lo tenga porque no se fía -y no es nada personal o nacional, simplemente no se fía, en general-. Y aquí empieza el poder. Y aquí acaba la posibilidad de negociación.
Porque a partir de ese momento el otro se ve abocado a la exigencia, a la petición, incluso a la súplica. Se encuentra forzado a que quien tiene el poder -adquirido, robado, concedido u otorgado, da igual- le devuelva lo que es suyo, lo que le pertenece, lo que, quizás nunca debió darle, pero se lo dio por error o desconocimiento.
Porque aquel que recibe los argumentos, las exigencias o las suplicas ve reforzado su poder cada vez que las escucha o que las lee.
Se ve más capacitado para negarlas, para olvidar que no tiene derecho a imponer su criterio, su forma de verse a si mismo, de ver al otro y de ver el mundo. Porque el poder que le engrandece cada suplica le hace imposible discernir que el problema del otro es también el suyo. Que la solución del problema del otro es la solución de su problema.
Porque tener algo que otro te ha dado o que le has arrebatado te impide ver que tienes un problema. Tienes el poder, tienes la razón, no puedes tener un problema. No puedes pensar en solventarlo.
Se ve más capacitado para negarlas, para olvidar que no tiene derecho a imponer su criterio, su forma de verse a si mismo, de ver al otro y de ver el mundo. Porque el poder que le engrandece cada suplica le hace imposible discernir que el problema del otro es también el suyo. Que la solución del problema del otro es la solución de su problema.
Porque tener algo que otro te ha dado o que le has arrebatado te impide ver que tienes un problema. Tienes el poder, tienes la razón, no puedes tener un problema. No puedes pensar en solventarlo.
Porque, en realidad, el que no tiene ese poder, el que exige, el que pide, el que está dispuesto a solucionar su problema y que cree que su problema también es del otro, no tiene nada con que negociar.
No tiene nada que a su interlocutor le importe lo suficiente como para estar dispuesto a renunciar al poder que le confiere el poseer algo que no es suyo -o al menos completamente suyo-, aunque sabe que no es suyo, que no le pertenece, o que su ausencia está dañando de forma irremisible y dolorosa a la otra parte.
No tiene nada que a su interlocutor le importe lo suficiente como para estar dispuesto a renunciar al poder que le confiere el poseer algo que no es suyo -o al menos completamente suyo-, aunque sabe que no es suyo, que no le pertenece, o que su ausencia está dañando de forma irremisible y dolorosa a la otra parte.
Y en ocasiones, por cansancio o por una falsa condescendencia, accede a algo. A devolver una mínima porción de ese algo que no le pertenece. A reconocer alguna de las exigencias o las súplicas del interlocutor vencido o incluso llega a percibir que los problemas que pretenden solucionarse en esa negociación son también suyos, también le afectan.
Pero sólo concede aquello que no es un problema conceder. Aquello que le viene bien. Sólo concede las cosas que no le obligan a cambiar su percepción de si mismo, de su interlocutor ni del mundo y la relación que ambos comparten.
No acepta la dinámica del cambio que le llevaría a darse cuenta de que está equivocado, de que él y su redundante negativa no sólo suponen un problema para su interlocutor -transformado desde el principio en antagonista-, sino que son el único motivo de la continua desazón que él mismo experimenta, de los continuos quebraderos de cabeza que sufre. Y por eso sólo concede, sólo devuelve, aquello que puede ser considerado como una dádiva, como un ejemplo de condescendencia y humanidad. Todo aquello que puede darse sin cambiar su visión ni su razón. Sin poner en peligro su victoria. Aunque en el fondo siga pensando que quien lo reclama no tiene derecho a ello.
Sólo devuelve aquello que no le quita la razón. Que no le impide mantener el poder.
Y además lo hace forzando condiciones que sabe que no satisfacen en nada al que pide, al que exige, al que suplica. Condiciones que deben ser cumplidas, que deben ser mantenidas y sobre todo que deben ser asumidas como propias y entendidas como razonables e innegociables. Porque eso le hace sentirse cómodo, sentirse a gusto. Sentir que controla la situación y que la situación es exactamente la que él, que tiene la razón, o sea el poder, es la que quiere que sea.
Si no lo hiciera así estaría dando al otro poder sobre su vida, sobre su historia, estaría realmente devolviéndole la capacidad de negociar en igualdad. Le estaría dando una herramienta de negociación real, porque le estaría dando una porción de ese algo que él quiere mantener y por lo que está dispuesto a sacrificar otras cosas. Le estaría devolviendo una cuota del poder sobre si mismo. Y eso es peligroso.
Si el suplicante -que todavía se cree negociador- no se conforma, exige más o lo pide de otro modo, simplemente se le retira la dádiva, se le anula la concesión.
El poderosos -que también aún se cree negociador- ya ha olvidado que en un principio no le pertenecía, su memoria ha borrado convenientemente de su mente el hecho de que no tenía el derecho inicial a arrebatársela o de que no habría debido haberla aceptado si no estaba en condiciones de dar lo mismo a cambio.
Así que, o el otro hace lo que quien tiene la razón, el poder, quiere que haga y solamente eso o no hay trato. Si le hace sentirse incómodo o culpable, si le recuerda que lo está haciendo mal, sencillamente se le quita de nuevo todo y se le impone silencio.
Eso no le da la razón, pero impide que nadie le recuerde que no la tiene.
Porque el silencio es la mejor manera de impedir que esos fantasmas que le acucian por la noche y le recuerdan que esa no es la situación que desea, que esa no es la realidad que desea, se hagan visibles.
Porque, en el silencio, sus frustraciones, sus carencias y todo aquello que le recuerda que es, precisamente, esa acaparación de razón y de poder lo que le impide disfrutar plenamente de si mismo, de su vida y de su presente, siempre puede seguir siendo culpa del otro. Del que le pide aquello que no está dispuesto a darle, aunque sabe que sería mucho mejor para los dos que, al menos, intentará dárselo, intentara devolvérselo.
Porque en el silencio es fácil olvidar que nadie tiene derecho a tomar todo sin dar nada y que la culpabilidad no la producen los reproches, las exigencias ni las súplicas de nadie, sino la propia culpa.
Puede darse la sorprendente circunstancia de aquel que cree acaparar la razón del poder o el poder de la razón, en una de esas noches en blanco o en uno de esos días en negro, se de cuenta. Y puede que hasta intente arreglarlo, que intente solucionar lo que el poder le ha impedido negociar. Puede que le tienda la mano a aquel al que se la negó y puede que el otro hasta la acepte.
Pero lo más probable es que en ese momento se den cuenta de que lo que se quitó no puede devolverse, lo que se acaparó no puede compartirse; de que lo que se negó ya no puede concederse y lo que se rechazó ya no puede intentarse.
De que su poder le está impidiendo vivir como quiere hacerlo. De que su poder, ese poder que incluso, a lo mejor, nunca quiso tener, no sólo está impidiendo vivir a su interlocutor, sino que le está matando a él.
Y entonces, por primera vez en igualdad de condiciones, podrán negociar al fin si construyen algo nuevo y radicalmente distinto para poder vivir o si, simplemente, estrechan sus manos para acallar sus conciencias culpables y poder seguir muriendo, ahora en paz, pero seguir muriendo.
Es posible que los expertos en geopolítica puedan decir que este análisis es demasiado filosófico y no tiene en cuenta los elementos históricos y geográficos que mantienen la zona en tensión. Y es muy posible que estén en lo cierto pero, ¿quién ha dicho que esté hablando de fronteras y territorios?
Estoy hablando del mundo.
Es más que probable que los gurús de la economía internacional desestimen esta explicación porque no tiene en cuenta la presión que, sobre la economía israelí, tiene el constante aumento demográfico, ni la repercusión que, sobre el tejido económico de Palestina, tiene el llamado "mercado de los túneles". Y es más que probable que no se equivoquen pero, ¿quién ha dicho que esté escribiendo sobre el levantamiento parcial del bloqueo de Gaza y la construcción de nuevos asentamientos judíos en Jerusalén Este?
Estoy escribiendo sobre la vida.
No sería sorprendente que los sabios de la diplomacia internacional afirmarán que esta teoría no es relevante porque no tiene en cuenta las relaciones entre estados soberanos, las resoluciones de la ONU ni la influencia que el terrorismo internacional tiene en las relaciones entre países en la actualidad. Y no me sorprendería que tuvieran toda la razón del mundo.
Pero, ¿quién ha dicho que está hablando de Israel y Palestina?
Estoy hablando de nosotros.
No acepta la dinámica del cambio que le llevaría a darse cuenta de que está equivocado, de que él y su redundante negativa no sólo suponen un problema para su interlocutor -transformado desde el principio en antagonista-, sino que son el único motivo de la continua desazón que él mismo experimenta, de los continuos quebraderos de cabeza que sufre. Y por eso sólo concede, sólo devuelve, aquello que puede ser considerado como una dádiva, como un ejemplo de condescendencia y humanidad. Todo aquello que puede darse sin cambiar su visión ni su razón. Sin poner en peligro su victoria. Aunque en el fondo siga pensando que quien lo reclama no tiene derecho a ello.
Sólo devuelve aquello que no le quita la razón. Que no le impide mantener el poder.
Y además lo hace forzando condiciones que sabe que no satisfacen en nada al que pide, al que exige, al que suplica. Condiciones que deben ser cumplidas, que deben ser mantenidas y sobre todo que deben ser asumidas como propias y entendidas como razonables e innegociables. Porque eso le hace sentirse cómodo, sentirse a gusto. Sentir que controla la situación y que la situación es exactamente la que él, que tiene la razón, o sea el poder, es la que quiere que sea.
Si no lo hiciera así estaría dando al otro poder sobre su vida, sobre su historia, estaría realmente devolviéndole la capacidad de negociar en igualdad. Le estaría dando una herramienta de negociación real, porque le estaría dando una porción de ese algo que él quiere mantener y por lo que está dispuesto a sacrificar otras cosas. Le estaría devolviendo una cuota del poder sobre si mismo. Y eso es peligroso.
Si el suplicante -que todavía se cree negociador- no se conforma, exige más o lo pide de otro modo, simplemente se le retira la dádiva, se le anula la concesión.
El poderosos -que también aún se cree negociador- ya ha olvidado que en un principio no le pertenecía, su memoria ha borrado convenientemente de su mente el hecho de que no tenía el derecho inicial a arrebatársela o de que no habría debido haberla aceptado si no estaba en condiciones de dar lo mismo a cambio.
Así que, o el otro hace lo que quien tiene la razón, el poder, quiere que haga y solamente eso o no hay trato. Si le hace sentirse incómodo o culpable, si le recuerda que lo está haciendo mal, sencillamente se le quita de nuevo todo y se le impone silencio.
Eso no le da la razón, pero impide que nadie le recuerde que no la tiene.
Porque el silencio es la mejor manera de impedir que esos fantasmas que le acucian por la noche y le recuerdan que esa no es la situación que desea, que esa no es la realidad que desea, se hagan visibles.
Porque, en el silencio, sus frustraciones, sus carencias y todo aquello que le recuerda que es, precisamente, esa acaparación de razón y de poder lo que le impide disfrutar plenamente de si mismo, de su vida y de su presente, siempre puede seguir siendo culpa del otro. Del que le pide aquello que no está dispuesto a darle, aunque sabe que sería mucho mejor para los dos que, al menos, intentará dárselo, intentara devolvérselo.
Porque en el silencio es fácil olvidar que nadie tiene derecho a tomar todo sin dar nada y que la culpabilidad no la producen los reproches, las exigencias ni las súplicas de nadie, sino la propia culpa.
Puede darse la sorprendente circunstancia de aquel que cree acaparar la razón del poder o el poder de la razón, en una de esas noches en blanco o en uno de esos días en negro, se de cuenta. Y puede que hasta intente arreglarlo, que intente solucionar lo que el poder le ha impedido negociar. Puede que le tienda la mano a aquel al que se la negó y puede que el otro hasta la acepte.
Pero lo más probable es que en ese momento se den cuenta de que lo que se quitó no puede devolverse, lo que se acaparó no puede compartirse; de que lo que se negó ya no puede concederse y lo que se rechazó ya no puede intentarse.
De que su poder le está impidiendo vivir como quiere hacerlo. De que su poder, ese poder que incluso, a lo mejor, nunca quiso tener, no sólo está impidiendo vivir a su interlocutor, sino que le está matando a él.
Y entonces, por primera vez en igualdad de condiciones, podrán negociar al fin si construyen algo nuevo y radicalmente distinto para poder vivir o si, simplemente, estrechan sus manos para acallar sus conciencias culpables y poder seguir muriendo, ahora en paz, pero seguir muriendo.
Es posible que los expertos en geopolítica puedan decir que este análisis es demasiado filosófico y no tiene en cuenta los elementos históricos y geográficos que mantienen la zona en tensión. Y es muy posible que estén en lo cierto pero, ¿quién ha dicho que esté hablando de fronteras y territorios?
Estoy hablando del mundo.
Es más que probable que los gurús de la economía internacional desestimen esta explicación porque no tiene en cuenta la presión que, sobre la economía israelí, tiene el constante aumento demográfico, ni la repercusión que, sobre el tejido económico de Palestina, tiene el llamado "mercado de los túneles". Y es más que probable que no se equivoquen pero, ¿quién ha dicho que esté escribiendo sobre el levantamiento parcial del bloqueo de Gaza y la construcción de nuevos asentamientos judíos en Jerusalén Este?
Estoy escribiendo sobre la vida.
No sería sorprendente que los sabios de la diplomacia internacional afirmarán que esta teoría no es relevante porque no tiene en cuenta las relaciones entre estados soberanos, las resoluciones de la ONU ni la influencia que el terrorismo internacional tiene en las relaciones entre países en la actualidad. Y no me sorprendería que tuvieran toda la razón del mundo.
Pero, ¿quién ha dicho que está hablando de Israel y Palestina?
Estoy hablando de nosotros.
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