Aunque con un día de retraso sobre el horario previsto, le ha llegado el turno a Hopper - como si al bueno de Edward le importara, a estas alturas del partido, un día más o menos a la hora de figurar en estas pobres líneas-.
Pero lo cierto es que el hombre de Nyack dio en el clavo. Su pintura y su arte le han hecho Nostradamus.
Usó el martillo de sus trazos y sus luces para retratar su tiempo, pero clavó los clavos de sus cuadros y sus pinturas en las mismas palmas abiertas de estos nuestros días.
Podría parecer que el título de este post es una apuesta anticipatoria de la próxima Superbowl estadoundense, o de las series finales de la NBA, pero no lo es.
Tampoco es, aunque para alguno lo parezca de forma evidente, la contraposición entre dos obras maestras de un autor, que vio la realidad a través de sus ojos y se empeñó en no negarla ni pasarla por el destructivo tamiz de su percepción y sus necesidades.
Nighthawks vs. Sunday People es simplemente una pobre metáfora, basada en dos obras geniales, de aquello que hemos elegido ser para no ser aquello que, en realidad, estamos llamados a ser.
Así que, en el enfrentamiento entre el personaje solo y de alma deshauciada que fuma en el quicio de la puerta y los amantes y amigos que agotan sus fuerzas nocturnas en un garito, forzando al barman a una última copa y un último esfuerzo, somos lo que elegimos ser. Somos Nighthawks.
No porque lo seamos, no porque estemos llamados a serlo, sino porque nos empeñarmos en serlo.
Independientemente de nuestra vida social, de nuestras aventuras nocturnas, de nuestras risas y nuestros bailes, de nuestras copas y nuestras cañas, somos aquellos que se han refugiado en el único punto de luz que han encontrado para evitar verse arrastrados, sumergidos y arrojados en la obsoluta negrura que les rodea y la completa oscuridad que les acecha.
Y así, permanecemos en la luz, de espaldas a las sombras, de espaldas a nuestra propia realidad y a la de lo que nos rodea.
Elegimos los efímeros brillos de las políticas de gestos en lugar los oscuros nubarrones electorales de las políticas de responsabilidad; damos la espalda a la inquietante nebulosa de las luchas, por nosotros y por otros, que nos imponen riesgos y asumimos de frente los brillantes estallidos de las porfías personales que nos elevan sobre los demás y los ritos sociales y laborales que nos mantienen aparente iluminados con una nómina y un sueldo a fin de mes.
Elegimos, como díría el postrero poeta musical Chris Debourg, "little romances", que brillan y mueren sin darnos tiempo a otra cosa que no sea disfrutar de su luz y protestar por su rápido óbito, en lugar de un "long way love" -por seguir con la dinámica poética estadounidense-, que nos exige esfuerzos y compromisos y que nos recuerda que siempre habrá momentos en los que el frío de la oscuridad y la negrura contraiga los aterídos y cansados músculos de nuestra espalda.
En definitiva. No salimos del garito porque hay luz, porque no estamos solos. O al menos lo parece. Ignoramos que el garito está vacio porque los unicos que estamos somos nosotros mismos y más allá de nosotros no hay nadie. No puede haberlo.
Ignoramos que la luz que nos aparta de las sombras nocturnas solamente está encendida porque nosotros la obligamos a permanecer brillando, no porque ofrezca nada, no porque acabe nada, no porque vaya a permanecer brillante y salvadora cuando nosotros la abandonemos.
En el local que nos recoge y nos ilumina no habrá luz si no estamos, no habrá luz cuando nos vayamos, no habrá luz a la que volver.
En el garito en el que los Nighthawks no hablan porque no tienen nada que decir o porque no quieren que se oiga nada de lo que dicen, no hay nada salvo ellos -aunque parezca otra cosa- y la luz se apagará cuando ellos se vayan.
Y lo sabemos. Por eso no nos marchamos, por eso nos forzamos a la última copa.
Porque sabemos que, si nos vamos, si dejamos de escuchar a nuestras risas, nuestras hormonas, nuestras gonadas y nuestras carcajadas porque nos trasmiten esa alegría que sirve de virtual sustituto a la felicidad, empezaremos a tener que escuchar a esos corazones y esas almas que están tristes. Que se quedaron en la oscuridad que rodea al garito de los Nighhawks cuando atravesamos el umbral.
Tendremos que reencontrarnos con ellas y hacer algo. Por eso no salimos, por eso permanecemos de espaldas a la calle. Por eso ni siquiera nos preocupa el hecho de que no haya una puerta de salida.
Hemos elegido ser halcones nocturnos y ya no podemos dejar de serlo porque no hay puerta por la que salir hacia la oscuridad, hacia la soledad, hacia el compromiso, hacia la lucha, hacia el amor.
Ya no podemos -porque nunca quisimos- ser el tipo solitario que consume un puro -¡Dios quiera que De la Vega no le vea!- con la mirada perdida en su soledad; con la acitutd derrotada del que no habla, no porque, como los Nighthawks, no tiene nada que decir y no quiere que nadie sepa nada de lo que podría decir, sino porque no encuentra nadie a quien decírselo. Ya no podemos ser Sunday People.
Porque ese individuo puede levantarse y comenzar a andar. Puede asumir que pasarán kilómetros -o millas, para seguir en lo yankie- y que no encontrará a nadie, y que no encontrará nada.
Pero puede seguir andando y a lo mejor -o incluso a lo peor- encuentra algo o alguien. Porque el hombrecillo no tiene luz pero puede ver el horizonte y arriesgarse a atravesar la oscuridad -que no va a moverse de ahí- para emerger en un punto más luminoso y soleado de su vida y su historia.
Porque el personaje en cuestión que Hopper, el gran Hopper, pintó sentado en el porche de su tristeza y su decepción, de su resignación y su inacción, no tiene amigos ni amores. Pero puede levantarse e ir a buscarlos. Al contrario que los Nighthawks, no tiene que sustituirlos por aliados políticos, por parejas de baile, por camaradas de copas ni por compañeros de sexo. Sus puertas no se han borrado. No está encerrado de espaldas a las sombras. Está libre y las mira de frente. Aunque duela. Aunque joda.
Así que el amigo Hopper clavó los clavos de la Gran Depresión del pasado en el mismo centro de nuestros estigmas elusivos del presente como personas, como humanos y como sociedad. Lo que no sabía el pintor estadounidense es que la estádística -algo que era casi magia en sus tiempos- está contra él.
Por cada sunday people que se levanta, para adentrarse en la bruma de un futuro que no le va a llegar por esperar, hay noventa y nueve que lo hacen para intentar entrar a cualquier precio en el garito de los Nighthawks.
Por cada halcón nocturno que coge su taburete de bar y lo arroja contra la luna del local para poder salir, hay otros cientos de miles que, no sólo se apresuran a reponer el cristal para que nadie pueda venir de fuera a decirles que está oscuro, sino que ademas, cuando levantan la mirada de sus copas, sus bailes o sus polvos, ven en el espejo del bar la imagen de ese solitario de Sunday y creen que es la suya. Y creen que tienen esperanzas. Y creen que, aunque no hagan nada, salvo olvidar que tienen que hacer algo, lo oscuro pasará.
Pero eso no es culpa de Hopper. Al fin y al cabo, la única frase de él, no escrita con pinceles, que se recuerda es una que resume lo que pasa y lo que antes pasó en Ámerica -la Ámerica de los americanos, claro-.
"Ámerica es un país que nació muerto y al que su propio orgullo le impidió siempre reconocerlo e intentar volver a nacer".
Hoy, todos somos Ámerica. Por fín, todos somos Ámerica. Todos queremos ser Ámerica.
Después de ir a una sala de arte de una compañía de seguros -parace un contrasentido, pero las desgravaciones fiscales obran milagros- y ver una exposición titulada Made in America, hoy comprendo a Hopper.
Hoy vuelvo a llorar por nosotros.
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