Parecía imposible que rizaramos más el rizo de ese individualismo absurdo que nos está apagando como seres y calcinando como sociedades. Pero no hay límite. Ni siquiera con nuestros hijos de por medio. Ni siquiera con ellos.
Para nosostos, los orgullosos miembros de la Civilización Atlántica, no hay frontera que, con un mínimo tiempo de concentración, nuestra estupidez no pueda franquear; no hay muro que, con el adecuado impulso maniqueo, nuestra arrogante ignorancia no pueda atravesar; no hay falacia que, convenientemente adocenadas, nuestras neuronas y sanpsis no puedan procesar para convertir en creencia incuestionable.
Resulta que aparece un brote epidémico en un colegio de Granada -pero uno de verdad, de una enfermedad de verdad. No de una pandemia de esas que ni nos matan ni nos mueren, pero nos asustan sobremanera-.
El brote en cuestión es de sarampión y se impone la vacunación. Es un clásico.
Una inmunización general y masiva con una vacuna que se usó y puede volver a usarse -no con una de esas experimentales que los paranoicos de la conspiración eterna y oculta convierten en veneno de la noche a la mañana-. Una vacuna que todos nosotros, los que estamos más allá de la cuarentena, llevamos en el cuerpo como otras muchas.
Como llevamos la de la viruela tuneada en el brazo -¿realizará Corporación Dermoestética operaciones espécificas para la cicatriz de la vacuna de la viruela? ¿cobrará un plus por borrar esa delatora marca de la edad de la anatomia en bikini de esas nobles cuarentonas que se sienten alagadas cuando las confunden con treintañeras estupendas y ofendidas si no es así? Es una duda que me asalta-.
Como llevamos la de la viruela tuneada en el brazo -¿realizará Corporación Dermoestética operaciones espécificas para la cicatriz de la vacuna de la viruela? ¿cobrará un plus por borrar esa delatora marca de la edad de la anatomia en bikini de esas nobles cuarentonas que se sienten alagadas cuando las confunden con treintañeras estupendas y ofendidas si no es así? Es una duda que me asalta-.
Pero, a lo que vamos, que me despisto. Resulta que los servicios de salud de la Junta de Andalucía van a ponerse a vacunar a los muchachos -como dicen por esas tierras- y los padres, alrededor de cuarenta al principio y unos quince ahora, cogen y se niegan. Por la tremenda. Sin anestesia ni nada.
Y resulta que los progrnitores -que, a estas alturas, hasta dudo de lo acertado de llamar padres y madres a estos seres- se niegan, no por unas creencias religiosas -que sería igual de absurdo, pero cuestionable-; no lo hacen por el miedo paranoico que puedan haber desatado las teorías conspiratorias que, sobre la vacuna de la famosa y efímera Gripe A, pulularon y aún pululan por Internet -que sería pura ignorancia pero comprensible-; no se niegan por cuestiones médicas o de riesgo -que sería el único motivo defendible-.
Se niegan porque creen en la medicina natural. Ya está y parece que eso les exonera de toda responsabilidad. Tienen una creencia. La panacea universal de nuestro tiempo.
Pasteur, Moraten, la Gamaglobulina y Swartz se pueden ir al carajo, yo creo en la medicina natural. Los cinco millones de casos que se registraban antes de la vacunación cada año en Europa pueden irse a donde se fue el Padre Padilla, yo creo en la medicina natural, el millón y medio de niños que mueren al año en el mundo por no disponer de vacunas contra esa enfermedad pueden desaparecer de la faz de la Tierra, yo creo en la medicina natural.
Y contra una creencia nadie puede decir nada.
Da igual que no la razonen, da igual que no hayan estudiado ni medicina, ni homeopatía -si es que eso se estudia en alguna parte, que no lo sé-, ni farmacia, ni inmunología. Da igual que varias docenas de personas que saben todo eso y muchas más cosas sepan que la vacuna funcionará, les aseguren que no tiene riesgos. Da igual que la vida de sus hijos no sea suya y no estén en posición de arriesgarla en vano. Ellos tienen su creencia.
Si ya era abverso en muchas circunstancias para el raciocinio -el poco que nos queda- tener que competir con individuos invisibles y sin sustancia que no quieren que se mezclen las sangres ni los órganos, porque luego no saben si el riñón trasplantado es virtuoso o pecador a la hora de repartir bonos de vacaciones eternas en el paraiso; si ya era duro luchar contra entes incorporeos que decretan una u otra comida impura, por necesaria que sea, o uno u otro animal de granja intocable y sagrado por mucho que haga falta para dar de comer a sus creyentes, ahora nos enfrentamos a las nuevas creencias.
Esos nuevos ídolos invisibles de la vida natural, la constante conspiración, la sustancia interior, la inteligencia emocional y otro sinfín de mandamientos de autoayuda, que se unen a nuestro, ya más que amplio, panteón de incongruencias escudadas en el recurso a la creencia, de incoherencias escondidas tras la creencia, de egoismos sacralacizados con nuestra utilización de la creencia como el comodín de la llamada, siempre que queremos hacer o nos empeñamos en mantener algo que otros nos demuestran que es absurdo.
Y los hay que dirán: "tienen derecho a creer lo que quieran", o "este es un país libre" o incluso "yo no estoy de acuerdo con ellos, pero si es lo que creen". Ese es el riesgo de las creencias. Que todas parecen respetables. Pero no.
No tienen derecho a creer -uy, ¡Que mal suena! He dicho que no tienen derecho a creer- tienen la obligación de saber -uy, una obligación. Eso suena aún peor-.
Tienen la obligación de saber porque no es para ellos, es para sus hijos y sus hijos no han elegido la medicina natural ni ninguna otra. Es más, ni siquiera les han elegido a ellos ni han elegido nacer.
Así que sus hijos no pueden colocarse dentro del ámbito de la creencia, de lo personal, de lo que puedo arriesgar porque quiero hacerlo y es mio. Sus hijos entran dentro del rango de la responsabilidad y, cuando se es responsable de algo, la obligación es saber, no creer.
Yo sé que el sarampión duele y puede llegar a matar si no se trata adecuadamente, así que lo trato si mi hijo lo contrae. Y al carajo mi creencia en la medicina natural; yo sé que la vacuna funciona, así que evito a mi hijo el dolor y el riesgo y se la pongo. Y mi creencia en la medicina natural acompaña de nuevo al Padre Padilla allá donde quiera que se fuera; yo sé que la gamaglobulina y la vacuna de Moraten son efectivas, así que las aplico y al cuerno mi creencia en la medicina natural.
Y luego, con mi hijo sano y en perfectas condiciones físicas, le explico los parabienes de la medicina natural, compro todas las hierbas y compuestos que se me ocurren, los pruebo en mí -no en ellos- y, para cumplir mi fe ciega en la medicina natural, paso mis vacaciones veraniegas en una cloaca de Mogadiscio armado con un pac de Actimel cassei inmunitas. Si vuelvo sano, inmunizado y vivo, mi creencia habrá demostrado ser un saber aplicable a aquellos que no creen en ella.
Si eres capaz de hacer decir a un dios -sea de esencia invisible o de tallo herbaceo- sólo lo que quieres que diga no mereces tener dios. Pero si eres capaz de hacerle decir algo que ponga en riesgo a tus propios hijos, quizás no merezcas tener hijos.
Y no lo creo. Lo sé.
Y resulta que los progrnitores -que, a estas alturas, hasta dudo de lo acertado de llamar padres y madres a estos seres- se niegan, no por unas creencias religiosas -que sería igual de absurdo, pero cuestionable-; no lo hacen por el miedo paranoico que puedan haber desatado las teorías conspiratorias que, sobre la vacuna de la famosa y efímera Gripe A, pulularon y aún pululan por Internet -que sería pura ignorancia pero comprensible-; no se niegan por cuestiones médicas o de riesgo -que sería el único motivo defendible-.
Se niegan porque creen en la medicina natural. Ya está y parece que eso les exonera de toda responsabilidad. Tienen una creencia. La panacea universal de nuestro tiempo.
Pasteur, Moraten, la Gamaglobulina y Swartz se pueden ir al carajo, yo creo en la medicina natural. Los cinco millones de casos que se registraban antes de la vacunación cada año en Europa pueden irse a donde se fue el Padre Padilla, yo creo en la medicina natural, el millón y medio de niños que mueren al año en el mundo por no disponer de vacunas contra esa enfermedad pueden desaparecer de la faz de la Tierra, yo creo en la medicina natural.
Y contra una creencia nadie puede decir nada.
Da igual que no la razonen, da igual que no hayan estudiado ni medicina, ni homeopatía -si es que eso se estudia en alguna parte, que no lo sé-, ni farmacia, ni inmunología. Da igual que varias docenas de personas que saben todo eso y muchas más cosas sepan que la vacuna funcionará, les aseguren que no tiene riesgos. Da igual que la vida de sus hijos no sea suya y no estén en posición de arriesgarla en vano. Ellos tienen su creencia.
Si ya era abverso en muchas circunstancias para el raciocinio -el poco que nos queda- tener que competir con individuos invisibles y sin sustancia que no quieren que se mezclen las sangres ni los órganos, porque luego no saben si el riñón trasplantado es virtuoso o pecador a la hora de repartir bonos de vacaciones eternas en el paraiso; si ya era duro luchar contra entes incorporeos que decretan una u otra comida impura, por necesaria que sea, o uno u otro animal de granja intocable y sagrado por mucho que haga falta para dar de comer a sus creyentes, ahora nos enfrentamos a las nuevas creencias.
Esos nuevos ídolos invisibles de la vida natural, la constante conspiración, la sustancia interior, la inteligencia emocional y otro sinfín de mandamientos de autoayuda, que se unen a nuestro, ya más que amplio, panteón de incongruencias escudadas en el recurso a la creencia, de incoherencias escondidas tras la creencia, de egoismos sacralacizados con nuestra utilización de la creencia como el comodín de la llamada, siempre que queremos hacer o nos empeñamos en mantener algo que otros nos demuestran que es absurdo.
Y los hay que dirán: "tienen derecho a creer lo que quieran", o "este es un país libre" o incluso "yo no estoy de acuerdo con ellos, pero si es lo que creen". Ese es el riesgo de las creencias. Que todas parecen respetables. Pero no.
No tienen derecho a creer -uy, ¡Que mal suena! He dicho que no tienen derecho a creer- tienen la obligación de saber -uy, una obligación. Eso suena aún peor-.
Tienen la obligación de saber porque no es para ellos, es para sus hijos y sus hijos no han elegido la medicina natural ni ninguna otra. Es más, ni siquiera les han elegido a ellos ni han elegido nacer.
Así que sus hijos no pueden colocarse dentro del ámbito de la creencia, de lo personal, de lo que puedo arriesgar porque quiero hacerlo y es mio. Sus hijos entran dentro del rango de la responsabilidad y, cuando se es responsable de algo, la obligación es saber, no creer.
Yo sé que el sarampión duele y puede llegar a matar si no se trata adecuadamente, así que lo trato si mi hijo lo contrae. Y al carajo mi creencia en la medicina natural; yo sé que la vacuna funciona, así que evito a mi hijo el dolor y el riesgo y se la pongo. Y mi creencia en la medicina natural acompaña de nuevo al Padre Padilla allá donde quiera que se fuera; yo sé que la gamaglobulina y la vacuna de Moraten son efectivas, así que las aplico y al cuerno mi creencia en la medicina natural.
Y luego, con mi hijo sano y en perfectas condiciones físicas, le explico los parabienes de la medicina natural, compro todas las hierbas y compuestos que se me ocurren, los pruebo en mí -no en ellos- y, para cumplir mi fe ciega en la medicina natural, paso mis vacaciones veraniegas en una cloaca de Mogadiscio armado con un pac de Actimel cassei inmunitas. Si vuelvo sano, inmunizado y vivo, mi creencia habrá demostrado ser un saber aplicable a aquellos que no creen en ella.
Si eres capaz de hacer decir a un dios -sea de esencia invisible o de tallo herbaceo- sólo lo que quieres que diga no mereces tener dios. Pero si eres capaz de hacerle decir algo que ponga en riesgo a tus propios hijos, quizás no merezcas tener hijos.
Y no lo creo. Lo sé.
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