miércoles, diciembre 22, 2010

Escondidos tras los ojos de nuestro Avatar -The War after Wikileaks-

Alguien que sabe de muchas cosas, porque tiene el maldito defecto de pararse a pensar en casi todo, escribió en su espacio reservado del vacío que vincula que nos habíamos precipitado sin querer en la guerra del siglo XXI.
No le faltaba razón -como casi siempre-, pero me veo obligado a matizarle -también como casi siempre-. No nos hemos precipitado en la guerra del siglo XXI. El siglo XXI se ha arrojado, sin pensarlo y sin saberlo, en los brazos de la guerra de siempre.
Cambian los campos de batalla, cambian las armas, cambian posiblemente los contendientes, las alianzas y las estrategias. Pero la guerra es la misma de antaño. La misma que combatieron Wellington y Napoleón, Pompeyo y César, Rommel y Montgomery. Pese a lo que parezca, es la misma guerra porque el objetivo es el mismo, el premio es idéntico y  los mecanismos son absolutamente iguales.
Puede que la guerra del siglo XXI se dirima en las redes virtuales, se combata en los servidores seguros y se arme con bots cibernéticos, programas espía, troyanos y saltaclaves que ejecutan ciegamente y sin posibilidad de sedición ni deserción las órdenes de sus generales. Pero el objetivo es el mismo: la victoria, no la paz. El premio es idéntico: la riqueza, no el reparto. 
Y los mecanismos son absolutamente iguales: el control y el dinero, no el convencimiento y la justicia.
Pero he de darle la razón a aquellos que afirman que es una nueva guerra, no sólo en la forma sino en el fondo. En esta se utiliza una herramienta radicalmente diferente. No es Internet -guerrear en las lineas de flotación económica del enemigo no es nada nuevo, intentar controlar el flujo de información no es nada sorprendente, recurrir a la propaganda no es, ni mucho menos, una idea original-.
El arma que ha cambiado la guerra en este siglo es el Avatar.
El avatar perimite actuar en múltiples frentes no sólo con estrategias distintas, no sólo con armas diferentes, sino con objetivos radicalmente opuestos, con principios absolutamente divergentes entre sí. El avatar ha hecho absolutamente innecesaria la mentira, la ocultación, las operaciones encubiertas. El avatar nos lanza a la guerra total.
Así, el gobierno de los Estados Unidos puede votar hoy -y probablemente aprobar- una ley que obliga a los proveedores de conexión a no discriminar los contenidos de sus competidores en su ancho de banda.
Y puede hacerlo en defensa de la libre competencia, de la transparencia, del beneficio de los usuarios. Puede hacerlo sin pudor porque para ello utiliza un avatar diferente al que ha dibujado para bloquear el acceso de Wikileaks a Amazon y a AOL, al que ha movido para sacar a Assange de Paypal, al que ha activado para que su Fuerza Aérea -¡¿qué tendrá que ver la fuerza aérea con todo esto?!- persiga y derribe sistemáticamente los servidores espejo privados que albergan los contenidos de la ya tristemente famosa página de filtraciones diplomáticas.
El mecanismo es sencillo. Creo tantos avatares como necesite, me sitúo tras de ellos y los utilizo en las diferentes operaciones como si fueran combatientes distintos, ejércitos diferentes. Nadie puede criticarlo, nadie puede oponerse. Internet lo permite e Internet debe ser libre ¿no?
Eso permite al gobierno de Obama utilizar un avatar para criticar -física y virtualmente- el férreo control de la disidencia y de sus contenidos que China ejerce sobre Internet, la nueva legislación que Hugo Chávez -¡quién diría que Chávez sabría siquiera lo que es Internet- impone en la red venezolana en beneficio de su poder y de su ego. Le permite hacer todo eso sin caer en contradicción  ideológica alguna con la persecucion, el acoso y el derribo de Wikileaks. Son avatares diferentes. Asunto concluido.
Eso permite al místico  dictador bolivariano -hace tiempo que ya es un dictador, aunque use un avatar diferente- airear a los cuatro vientos los papeles del Cablegate que dejan la imagen diplomática de Estados Unidos a la altura del betún. Y hablar de la represión capitalista y toda la lista de jeringoncias que se le ocurren en sus eternos discursos y sus infumables espacios televisivos, mientras diseña una ley de control de Internet para que la libertad de Internet no le cause a él los mismos problemas con la oposición. Avatares diferentes, estrategias diferentes, principios diferentes. No hay problema.
Eso permite a los mulahs y allatolahs iraníes subirse cada viernes a los púlpitos para clamar contra el diablo occidental, cercenar el acceso de su población a la información y los contenidos del vacío que vincula y utilizar conexiones de banda ancha y velocidad satelital -¡que hermosa palabra sudamericana, satelital!- para difundir cortinas de humo y montajes de vídeo en formato avi de alta resolución sobre sus falsos juicios, sus medievales condenas y sus salvajes lapidaciones. De nuevo, el avatar cambia de rostro y el contendiente cambia de bando a voluntad.
La guerra del Avatar posibilita, en este nuevo siglo que lo seguirá siendo hasta dentro de mucho tiempo, cambiar de estrategia y de principios a voluntad.
Hace posible que Israel exija a servidores suizos y belgas que no alberguen páginas islamistas o que cierren enlaces de revisionistas alemanes y austriacos que niegan la innegable realidad del exterminio nazi. Y lo hace mientras se queja de que las comunidades musulmanas de Francia y Holanda pidan idéntico trato con las páginas del sionismo europeo, que les califican como perros o raza de vagos y que manipulan El Corán -como si no lo manipularan ya demasiado algunos de los que dicen creer en él- y grita ¡Antisemitismo! cuando esos gobiernos les escuchan.
Los distintos avatares hebreos -como los estadounidenses, los chinos, los iraníes, los españoles o los venezolanos- pueden cerrar a voluntad cualquier página en los territorios palestinos porque llama a la Guerra Santa pero tremolan la libertad de contenidos en la red para mantener abiertas páginas y blogs de ex combatientes que explican como se debe humillar a los árabes o que mantienen que hay que disparar a las mujeres embarazadas para conseguir dos objetivos de un sólo disparo y, además, venden on line camisetas con ese constructivo lema.
El uso del avatar como unidad de combate en la guerra del Siglo XXI permite que China presente una protesta formal ante la Organización Mundial del Comercio porque los servidores estadounidenses no aceptan sus parámetros de seguridad y sus procesos de identificación en las compras por Internet, enarbolando la libertad de La red.
Y mientras obliga a los buscadores a cercenar cadenas enteras de búsqueda en sus motores y cierra sitios web a mayor velocidad -que ya tiene mérito, por cierto- de lo que la disidencia es capaz de crearlos.
Y en España no nos quedamos atrás. Somos más burdos -aunque es difícil ser mas burdo que Chávez en algo-, más rudimentarios, pero también nos hemos puesto al día con los avatares.
Nuestro comando de avatares hace posible que mientras González Sinde clama por una ley de descargas en el Congreso de los Diputados, en aras de los derechos de los autores -inalienables, según parece-, de la justicia de la Red y de la transparencia de la economía virtual, otros avatares de la misma unidad táctica se paseen por la red española y se pasen por el arco del triunfo esa libertad de la red.
Se dediquen a ir  descolgando informes comprometedores del Instituto Reina Sofía, negando el acceso general a las páginas del Instituto Nacional de Estadística  para evitar que alguien pueda descubrir que determinadas políticas y estandartes tienen, por decirlo de alguna manera, una tendencia desmesurada y enfermiza a no mostrar la auténtica dimensión de los hechos. Sinde y las damas de Igualdad son avatares diferentes. No tiene importancia.
Pero, perdonadme, soy un tradicional, lo reconozco.
En asuntos de guerra no puedo evitar seguir en los esquemas antiguos. Esos esquemas en los que la guerra era cosa de los ejércitos, de los gobiernos, de los países. El siglo XX -el viejo siglo XX- nos demostró que no, que no es eso. Que los actores de la guerra tienden a ser también, sino son exclusivamente, las corporaciones, los bancos y todos aquellos que no combaten, que no arriesgan nada, pero se benefician de todo.
Los avatares también han cambiado eso. Ahora la guerra es algo individual.
¿Por que no me sorprende que hasta la guerra se haya convertido en algo individual, en algo que no tiene nada que ver con los demás, en algo que sólo nos afecta a nosotros, a nuestros intereses y nuestros avatares, por supuesto?
Y ese avatar individual es lo que nos permite cambiar de bando continuamente, sin pudor, sin remordimientos. Los estados y las empresas todavía tienen algo que explicar, pero nosotros ¿Quién tiene derecho a pedirnos a nosotros explicaciones de nuestros actos?
Eso permite que el hacker que envía un avatar a luchar contra el poderoso guerrero cibernético estadounidense o contra el de los bancos suizos para defender el maltrecho honor de Wikileaks tenga un enlace al final de la página en el que solicita donaciones para mantener su guerra que se cobran a través del enemigo, o sea de Paypal.
Eso es lo que hace posible que el cibercombatiente, que tremola la bandera de la libertad contra el avatar de González Sinde y sus descargas o contra el mastodóntico control que las autoridades de Pekin, tenga su dirección desviada a través de once servidores proxi que, curiosamente, están radicados en Shangai y se aprovechan del hecho de que China niega el acceso a la red a las autoridades occidentales.
Y además tenga el saldo de los beneficios de la publicidad de su página en una cuenta cifrada y secreta en una de las perversas entidades financieras helvéticas que se han participado con luz y taquígrafos en la crucifixión pública de Assange y su Wikileaks.
La impunidad del avatar hace posible que el que exige la absoluta libertad en Internet y acusa a los gobiernos de venderse a los intereses de las corporaciones digitales en el comercio electrónico, tenga su página de cracks y de descargas cuajada de publicidad de las principales compañías porno de la red -las más fuertes del espacio virtual- y se queje amargamente cuando alguien envía contra su página un bot que le impide recoger tranquilamente a través de AdSense el fruto de sus clicks publicitarios.
Pues va a ser que mi amigo -aunque probablemente matizará todo lo que he escrito, sino está radicalmente en contra, que para eso, y no para otras cosas, están los amigos que lo son- va a tener razón. La guerra ha cambiado.
Si los avatares han cambiado el ocio y el negocio, han cambiado la comunicación y la ilusión de que esta existe y han cambiado hasta el amor y su ausencia, ¿cómo no habrían de cambiar la guerra?
Seguimos buscando dinero y control, seguimos ansiando riqueza y poder, pero ahora lo hacemos combatiendo todos contra todos. Sin escudos, sin Estados, sin alianzas estables, sin ejes firmados, sin ententes cordiales. Sin firmas ni corporaciones.
Y vamos a esa guerra armados con el arma universal de nuestros infinitos avatares, escondidos tras una imagen manga, un logo molón, una ilustración gótica o una foto aparente. Sin principios, sin reglas de compromiso. Sin Convención de Ginebra.
La Guerra del Siglo XXI es la primera Guerra Universal del Avatar. La primera en la que, pese a que combatimos todos , nadie puede ganar.

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