Ahora que toca volver a las andadas de
eso de ganarse la vida con la llegada del siempre pérfido y deprimente mes de
septiembre -como si esto de vivir fuera un concurso contra nosotros mismos y
los que nos rodean-, usaré estas endemoniadas líneas para proponer un juego,
una competición, un reality show si se quiere, en el que todos podemos
participar.
Hoy que 150.000 personas empiezan a
jugar cada día a la ruleta rusa con la enfermedad porque no tienen claro si
alguien les curará si están enfermos; hoy, que 53 millones de españoles
comenzarán a jugar al tocomocho trilero con sus bolsillos intentando no ver
desaparecer de pronto sus ingresos por arte de un encantamiento aciago de
nombre aumento del Impuesto sobre el Valor Añadido; hoy es el día ideal para
participar en un juego que nos permita superar la depresión postvacacional y esa
mística astenia que nos produce recordar que somos lo que somos.
Hoy es el mejor día para jugar a unos nuevos Juegos del Hambre.
La primera regla es sencilla:
finjamos, cada uno de nosotros que estamos solos en el mundo.
Eso no debe ser difícil. Lo hacemos de
continuo, con otros fines y por otros medios, pero lo hacemos con tanta cotidianeidad
que ya casi ni nos damos cuenta de que lo estamos haciendo.
Pues bien, una vez engrandecido
convenientemente el foco de visión en nuestro ombligo, comencemos el juego.
Elijamos a alguien a quien no
conozcamos y nos importe un bledo. Alguien con quien no simpaticemos ni sepamos
ni un punto ni una coma de su vida. Alguien en la cola del paro, en un centro
de salud, en un supermercado…
Y así, como quien no quiere la cosa, como si
el futuro del mundo dependiera de ello, como si fuéramos el único habitante de
la tierra y nuestra sola acción cambiara el orbe, asumamos un riesgo por él.
Un riesgo pequeñito, que como este ha
de ser un juego para todos los públicos en horario infantil, tampoco se trata
de jugarse nuestra preciosa vida y nuestra aguada sangre en el intento.
Arriesguemos la pérdida de nuestra
tarjeta sanitaria y una multa de 300 euros por prestársela a un desarrapado, de
sufrir un rapapolvos judicial por comprar medicinas con receta para otros, de
recibir una admonición administrativa por falsear un padrón y meter
virtualmente en nuestra casa a alguien que ha perdido el empleo y ha tenido que volvera vivir con sus padres.
Hagámoslo sin importarnos lo que hace
el de al lado, lo que no hace el de enfrente. Como si estuviéramos solos en el
mundo.
Y además -que esto se trata de divertirse
un poco con el juego- hagámoslo con un cierto descaro. Dejemos nuestra tarjeta
de nombre José Luís a un tipo que tenga toda la pinta de llamarse Amadou o
Ibrahim, compremos en la farmacia un medicamento para la artritis reumática
mostrando la receta con una pulcra manicura y unos dedos perfectos de treinta
y pocos años.
Que se vea que no es un fallo, que no
es un error, que no es un fraude oscuro que pretende ser invisible. Que
queremos hacerlo. Así es más divertido.
Y superada esta parte del juego, que por
fuerza, como en todo reality show que se precie, tendrá que ser eliminatoria,
pasemos a la segunda fase.
Cojamos entonces a alguien que sí nos
interese, esos padres, hermanos, primos, familiares, amigos, amores o amantes
que estaban descartados en la primera fase, y hagamos lo contrario.
Zarandeemos a nuestro amor diciéndole
que no tiene derecho a escaquear sus impuestos, a nuestro querido amigo o
nuestra amada hermana echándoles en cara pasar en negro sus facturas, a nuestro
padre que endose los gastos de sus juergas como de representación, a
nuestra madre aprovecharse de ayudas a las que accede
ocultando sus ingresos, a nuestras amigas grupis que paguen bajo cuerda a sus
criadas, que sigan libando de la teta de sus padres y madres, a nuestros colegas
de cervezas que gasten sus ingresos en videojuegos y no en un alquiler. Arriesguemos
nuestros afectos y nuestras amistades un poquito. Solamente un poquito.
Neguemos apretones de manos, efusivos
besos, comidas familiares, abrazos amistosos, brindis de botellines y hasta
polvos fugaces a aquellos y aquellas que juegan a ser víctimas y son verdugos
irresponsables de esta sociedad a la que están matando.
Hagámoslo por la tremenda. Cara a
cara, sin mensajes de Facebook, sin falsos avatares. Poniéndonos frente a ellos
y comentando sin ambages lo que son y lo que están haciendo.
Como si de que dejaran de hacer lo que
hacen o empezaran a hacer lo que no hacen dependiera el futuro del mundo. Como
si estuviéramos solos en él y ese cambio en ellos lo cambiara todo.
Tan solo por un día, tampoco para
siempre. Que esto de mantener relaciones afectivas, encontrar amistades, y
buscar coitos efímeros libres del polvo y la paja del amor está ahora muy
difícil como para arriesgarlos sine die
por un juego.
Y por fin, si llagamos a la fase
final, giremos esas anteojeras que nos mantienen solos en el mundo y elijamos a
alguien que nos caiga mal, rematadamente mal.
Alguien a quien envidiemos,
despreciemos, rechacemos o menospreciemos y que aun así tenga razón y que aún
con todo eso sufra una injusticia. Y luchemos por él.
Levantémonos para decir en una reunión
que es injusto que cargue con un trabajo que no le corresponde, entremos al
despacho del jefe a decirle que no es justo que le despida a él o a ella,
digámosle a nuestros colegas, nuestros vecinos o nuestras amigas, que así no se
hacen las cosas, que no tienen derecho a sus burlas, sus insultos o sus
injusticias.
Arriesguemos unos segundos, solamente
un ínfimo lapso de tiempo, nuestros curros, nuestro estatus, nuestras
relaciones sociales o nuestra estabilidad por alguien que creemos que a título
personal no lo merece pero que sabemos que a título social tiene los mismos
derechos que nosotros.
Y luego, cuando ya hayamos culminado
nuestra participación este reality postveraniego de prime time nacional, quitémonos
esas anteojeras que nos fijan la mirada hacia adelante y en nuestro ombligo y
entonces veamos lo que hacen los demás, lo que han hecho y lo que están
dispuestos a hacer. Entonces, cuando ya no sea una excusa lo que ellos hacen o
no hacen para lo que nosotros, en nuestro sagrado para otras cosas
individualismo, hemos hecho.
Y entonces ya podremos participar en
manifestaciones sin riesgo contra el Gobierno o los bancos, ya podremos tirar
piedras a quien haga falta tirarlas u ocupar los Congresos y Senados que haga
falta ocupar.
¿Por qué imponer estas estas normas draconianas, antinaturales y claramente ilógicas en esta versión propia, hispana y occidental atlántica de Los Juegos del Hambre?
Muy sencillo porque así quizás, sólo quizás, saboreemos por un momento en nuestros atrofiados paladares que solamente están acostumbrados al sabor de lo nuestro, el dulce regusto que deja en nuestra boca jugar, por una vez, no unos contra otros, sino unos a favor de otros.
Y quizás sólo quizás, hasta nos guste.
Sólo me queda ponerle un nombre a este
nuevo producto lúdico que me ha venido a la mente para ayudarnos a reincorporarnos
al arduo ritmo laboral cotidiano.
Un nombre, sencillo y llamativo como
exigen las normas del marketing, a la asunción de estos pequeños riesgos por
nuestra cuenta antes de esperar que otros muchos asuman riesgos mayores para
poder sumarnos a ellos cuando ya no sea un riesgo personal.
No sé. No se me ocurre nada original.
¿Cómo llamar a algo que supone que
cambiamos por dentro, que hacemos lo que tenemos que hacer aunque nos venga
mal, aunque puede hacernos perder algo, aunque pongamos en riesgo cosas
nuestras por beneficios que solamente son para los otros?
¿Cómo llamar a estos peculiares nuevos
Juegos del Hambre?
¿Qué tal revolución?
Pero una de verdad. Una de cada uno.
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