sábado, septiembre 01, 2012

Versión postveraniega de Los Juegos del Hambre


Ahora que toca volver a las andadas de eso de ganarse la vida con la llegada del siempre pérfido y deprimente mes de septiembre -como si esto de vivir fuera un concurso contra nosotros mismos y los que nos rodean-, usaré estas endemoniadas líneas para proponer un juego, una competición, un reality show si se quiere, en el que todos podemos participar.
Hoy que 150.000 personas empiezan a jugar cada día a la ruleta rusa con la enfermedad porque no tienen claro si alguien les curará si están enfermos; hoy, que 53 millones de españoles comenzarán a jugar al tocomocho trilero con sus bolsillos intentando no ver desaparecer de pronto sus ingresos por arte de un encantamiento aciago de nombre aumento del Impuesto sobre el Valor Añadido; hoy es el día ideal para participar en un juego que nos permita superar la depresión postvacacional y esa mística astenia que nos produce recordar que somos lo que somos.
Hoy es el mejor día para jugar a unos nuevos Juegos del Hambre.
La primera regla es sencilla: finjamos, cada uno de nosotros que estamos solos en el mundo.
Eso no debe ser difícil. Lo hacemos de continuo, con otros fines y por otros medios, pero lo hacemos con tanta cotidianeidad que ya casi ni nos damos cuenta de que lo estamos haciendo.
Pues bien, una vez engrandecido convenientemente el foco de visión en nuestro ombligo, comencemos el juego.
Elijamos a alguien a quien no conozcamos y nos importe un bledo. Alguien con quien no simpaticemos ni sepamos ni un punto ni una coma de su vida. Alguien en la cola del paro, en un centro de salud, en un supermercado…
 Y así, como quien no quiere la cosa, como si el futuro del mundo dependiera de ello, como si fuéramos el único habitante de la tierra y nuestra sola acción cambiara el orbe, asumamos un riesgo por él.
Un riesgo pequeñito, que como este ha de ser un juego para todos los públicos en horario infantil, tampoco se trata de jugarse nuestra preciosa vida y nuestra aguada sangre en el intento.
Arriesguemos la pérdida de nuestra tarjeta sanitaria y una multa de 300 euros por prestársela a un desarrapado, de sufrir un rapapolvos judicial por comprar medicinas con receta para otros, de recibir una admonición administrativa por falsear un padrón y meter virtualmente en nuestra casa a alguien que ha perdido el empleo y ha tenido que volvera vivir con sus padres.
Hagámoslo sin importarnos lo que hace el de al lado, lo que no hace el de enfrente. Como si estuviéramos solos en el mundo.
Y además -que esto se trata de divertirse un poco con el juego- hagámoslo con un cierto descaro. Dejemos nuestra tarjeta de nombre José Luís a un tipo que tenga toda la pinta de llamarse Amadou o Ibrahim, compremos en la farmacia un medicamento para la artritis reumática mostrando la receta con una pulcra manicura y unos dedos perfectos de treinta y pocos años.
Que se vea que no es un fallo, que no es un error, que no es un fraude oscuro que pretende ser invisible. Que queremos hacerlo. Así es más divertido.
Y superada esta parte del juego, que por fuerza, como en todo reality show que se precie, tendrá que ser eliminatoria, pasemos a la segunda fase.
Cojamos entonces a alguien que sí nos interese, esos padres, hermanos, primos, familiares, amigos, amores o amantes que estaban descartados en la primera fase, y hagamos lo contrario.
Zarandeemos a nuestro amor diciéndole que no tiene derecho a escaquear sus impuestos, a nuestro querido amigo o nuestra amada hermana echándoles en cara pasar en negro sus facturas, a nuestro padre que endose los gastos de sus juergas como de representación, a nuestra madre aprovecharse de ayudas a las que accede ocultando sus ingresos, a nuestras amigas grupis que paguen bajo cuerda a sus criadas, que sigan libando de la teta de sus padres y madres, a nuestros colegas de cervezas que gasten sus ingresos en videojuegos y no en un alquiler. Arriesguemos nuestros afectos y nuestras amistades un poquito. Solamente un poquito.
Neguemos apretones de manos, efusivos besos, comidas familiares, abrazos amistosos, brindis de botellines y hasta polvos fugaces a aquellos y aquellas que juegan a ser víctimas y son verdugos irresponsables de esta sociedad a la que están matando.
Hagámoslo por la tremenda. Cara a cara, sin mensajes de Facebook, sin falsos avatares. Poniéndonos frente a ellos y comentando sin ambages lo que son y lo que están haciendo.
Como si de que dejaran de hacer lo que hacen o empezaran a hacer lo que no hacen dependiera el futuro del mundo. Como si estuviéramos solos en él y ese cambio en ellos lo cambiara todo.
Tan solo por un día, tampoco para siempre. Que esto de mantener relaciones afectivas, encontrar amistades, y buscar coitos efímeros libres del polvo y la paja del amor está ahora muy difícil como para arriesgarlos sine die por un juego.
Y por fin, si llagamos a la fase final, giremos esas anteojeras que nos mantienen solos en el mundo y elijamos a alguien que nos caiga mal, rematadamente mal.
Alguien a quien envidiemos, despreciemos, rechacemos o menospreciemos y que aun así tenga razón y que aún con todo eso sufra una injusticia. Y luchemos por él.
Levantémonos para decir en una reunión que es injusto que cargue con un trabajo que no le corresponde, entremos al despacho del jefe a decirle que no es justo que le despida a él o a ella, digámosle a nuestros colegas, nuestros vecinos o nuestras amigas, que así no se hacen las cosas, que no tienen derecho a sus burlas, sus insultos o sus injusticias.
Arriesguemos unos segundos, solamente un ínfimo lapso de tiempo, nuestros curros, nuestro estatus, nuestras relaciones sociales o nuestra estabilidad por alguien que creemos que a título personal no lo merece pero que sabemos que a título social tiene los mismos derechos que nosotros.
Y luego, cuando ya hayamos culminado nuestra participación este reality postveraniego de prime time nacional, quitémonos esas anteojeras que nos fijan la mirada hacia adelante y en nuestro ombligo y entonces veamos lo que hacen los demás, lo que han hecho y lo que están dispuestos a hacer. Entonces, cuando ya no sea una excusa lo que ellos hacen o no hacen para lo que nosotros, en nuestro sagrado para otras cosas individualismo, hemos hecho.
Y entonces ya podremos participar en manifestaciones sin riesgo contra el Gobierno o los bancos, ya podremos tirar piedras a quien haga falta tirarlas u ocupar los Congresos y Senados que haga falta ocupar.
¿Por qué imponer estas estas normas draconianas, antinaturales y claramente ilógicas en esta versión propia, hispana y occidental atlántica de Los Juegos del Hambre?
 Muy sencillo porque así quizás, sólo quizás, saboreemos por un momento  en nuestros atrofiados paladares que solamente están acostumbrados al sabor de lo nuestro, el dulce regusto que deja en nuestra boca jugar, por una vez, no unos contra otros, sino unos a favor de otros. 
Y quizás sólo quizás, hasta nos guste.
Sólo me queda ponerle un nombre a este nuevo producto lúdico que me ha venido a la mente para ayudarnos a reincorporarnos al arduo ritmo laboral cotidiano.
Un nombre, sencillo y llamativo como exigen las normas del marketing, a la asunción de estos pequeños riesgos por nuestra cuenta antes de esperar que otros muchos asuman riesgos mayores para poder sumarnos a ellos cuando ya no sea un riesgo personal.
No sé. No se me ocurre nada original.
¿Cómo llamar a algo que supone que cambiamos por dentro, que hacemos lo que tenemos que hacer aunque nos venga mal, aunque puede hacernos perder algo, aunque pongamos en riesgo cosas nuestras por beneficios que solamente son para los otros?
¿Cómo llamar a estos peculiares nuevos Juegos del Hambre?
¿Qué tal revolución?
Pero una de verdad. Una de cada uno.

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