Que los políticos, por muy elevados que se hallen en la cadena alimenticia del poder, son incapaces de anteponer los intereses generales a los suyos propios es algo sabido, probado y contrastado.
Unas elecciones pesan más que una crisis económica, una lucha de poder es más importante que una necesidad social, un refuerzo del su propia continuidad se aborda con mayor interés que cualquier elemento de justicia.
Lo vemos todos los días en todos los países del Occidente Atlántico y en muchos de los que quieren parecesernos. Un clásico.
Nuestros políticos nacionales y españolistas tirán de ese rango de acción con respecto al terrorismo en cuanto se acercan unos comicios. Berlusconi está instalado en él permanentemente para aprovechar el tiron de su cargo en lo torrido y privado y eludir la justicia en todo aquello que él cree que puede hacer porque sí, aunque la ley diga lo contrario. El Primer Ministro portugués pone por delante de la necesidad manifiesta de su economía la suya propia de aparecer como un gobernante fuerte ante sus electores. Barack Obama antepone sus necesidades electorales de reelección a gran parte de lo que prometió en ese arreón de esperanza estadounidense que le llevó a la Avenida Pensilvanya.
Eso por no hablar de Gadaffi y sus bombas, Chávez y sus milicias pretorianas populares Gbagbo y su resistencia numantina de palacio presidencial, Al Hasad y sus masacres día sí y día también en las calles de Damasco y un largo etcetara de líderes que, en un momento u otro, se han parecido a nosotros. Que aún se parecen a nosotros.
Pero hay uno de entre los proceres electos europeos que está haciendo de esa forma de actuación un elemento que no solamente está colmando la paciencia de sus electores, importunando a su ciudanía, alterando a sus rivales o asustando a sus aliados. Hay uno que con esa anteposición de los intereses personales, de las necesidades de supervivencia política, a las necesidades reales de su país y su mundo está poniendo en peligro a todos. Está jugando con la vida y el futuro de Europa.
Su nombre es Nicolás Sarkozy.
No se caracteriza el compacto dirigente francés por su gusto por los derechos personales en el país que ideara las libertades ciudadanas pero, pese a sus beleidades continuas con el autoritarismo más totalitario, nunca había llegado tan lejos, nunca había puesto tan por delante lo suyo de lo de Francia.
Como el chico apenas tiene tiempo para digerir su derrota electoral tira de necesidades electorales y decide ejercer de lo que Francia nunca había ejercido. Decide iniciar una cruzada como no se conoce en tierras galas desde que el Santo Luis acudiera a Tierra Santa en defensa de la fe y luego regresara para abofetear, guantelete de hierro aún calzado, a un papa en el solio pontificio.
Ahí acabaron las cruzadas francesas y comenzó su laicismo. Ahora Sarkozy decide recuperarlas, no porque a Francia le venga bien, sino porque son necesarias para él, para sus requerimientos electorales, para su permanencia en el poder.
Patrocina una convención laicista -como si el laicismo necesitara convenciones. No preocuparse por algo, en este caso por la religión, no precisa recordatorio alguno- que se convierte, de la noche a la mañana, en lo más parecido al Tribunal de La Santa Inquisión que ni el más católico de los reyes franceses consintió que tuviera poder en Francia.
Como pierde votos y no puede enfrentarse a la izquierda en su terreno, porque su visión de centro derecha le obliga a recortar gasto social antes que a meter mano en los beneficios empresariales, decide cosecharlos en la otra orilla de la campana de Gauss que siempre es la política.
Como Le Penn -hija de Le Penn- y su Frente Nacional asciende decide que Francia le necesita a él mas que la estabilidad social y arremete contra lo mismo que arremete el ultranacionalismo galo: contra El Islam.
Y para ello tira de un nuevo laicismo. Un laicismo militante y radical, un laicismo que persigue, que castiga, que condena, que multa, que prohibe. Un laicismo que bien podría ser catolicismo ultramontano, que bien podría ser judaísmo ultraortodoxo, que bien pordría ser islam yihadista. Como Le Penn tira de religión, de odio y de enfrentamiento para ganar votos, él decide superarle.
No puede hablar de los valores católicos, de la tradición cristiana. Francia y su presidente son laicos por definición constitucional y por vocación histórica. Así que hace lo único que se le ocurre.
Convierte el laicismo en una religión. Eleva a los altares de la divinidad la ausencia de dios.
Plantea prohibir el rezo musulmán en la calle, ignorando el hecho de que los musulmanes franceses rezan en la calle porque los ayuntamientos se niegan sistemáticamente a conceder licencias de edificación de mezquitas, pasando por alto la cercana realidad de que, en unos pocos días, los católicos franceses rezarán en las calles y sacarán -sin tanta fruición como en España, por fortuna para Francia y su tráfico- su religión a pasear.
Plantea prohibir los menús especiales por causas religiosas en los comedores en los colegios públicos, como si no comer algo en concreto fuera una expresión pública de una religión que pudiera llevar al resto de los niños hacia el yihadismo.
Impedirá el rechazo a un médico por su sexo - que estadísticamente es el ginecólogo- o su religión en un hospital o centro de salud, ignorando el hecho de que la mayoría de las mujeres ultracatólicas hacen esa misma distinción por idénticos motivos religiosos, aunque sin explicitarlos, claro está. El pudor de la mujer francesa -el pudor católico de la mujer francesa- está permitido, el pudor musulmán no es laico, no es francés. No da votos a Sarkozy.
Como su enfrentamiento con los sindicatos le ha cerrado los votos de la izquierda, le ha negado el acceso a los sufragios de los trabajadores, Sarkozy mira a otra parte.
Como LePenn habla de plegarse a las exigencias de los extranjeros y tremola la tricolor -si La Convención, la auténtica, levantara la cabeza, ¡Cuanto trabajo iba a volver a tener Madamme de Guillotine!- decide que los empresarios no deberán ceder a las exigencias de sus empleados en materia religiosa, ignorando el hecho de que existen permisos para bodas y bautizos, que son ritos católicos, olvidando convenientemente que, se llamen como se llamen, los periodos vacacionales ocultan fiestas católicas y cristianas, que a su vez enmascarán festejos religiosos aún más antiguos.
Sarkozy se transforma en el inquisidor del laicismo, en el nuevo sumo pontífice de la religión de la no religión y obligará a los trabajadores que quieran que se respeten sus exigencias en cuanto a ayunos a advertirlo en la entrevista de contratación. Como se tiene que prevenir de los antecedentes penales, como tiene que informarse de una minusvalía reconocida legalmente. Como era obligatorio alertar a la buena sociedad aria de la condición de judío en la Alemania de Hitler y Goebbles.
Y esta nueva religión militante no deja nada a la improvisación. Hasta el detalle más ínfimo es bueno para lograr sumar los pocos votos que pueda arrancarle a le Penn para mantener sus posaderas en el sillón de El Eliseo.
También se regulará la forma de matar ganado por el rito musulmán, se decidirá si las cuidadoras de guardería pueden llevar velo, si las madres tienen derecho a llevarlo cuando vayan a buscar a sus hijos al colegio o acompañen a los profesores en una excursión, si los conductores pueden llevar en lugar visible en los vehículos rosarios musulmanes o versículos del Corán.
Sarkozy transforma el Código Civil francés en el Levítico.
Como hiciera con la propuesta de retirar la nacionalidad a los franceses de origen extranjero que cometieran un delito, Sarkozy corteja a los ultraderechistas para conseguir un puñado de sufragios.
En ese caso ponía en peligro todos los principios que habían servido para constituir la República Francesa, en aquella ocasión ponía en riesgo la misma estructura social de su país a cambio de sus deseos y necesidades electorales.
En este caso nos pone en peligo a todos.
En un mundo milenaristamente radicalizado en lo religioso, en un orbe en el que el inquisidor Ratzinger denuncia una cristianofobia en el mundo árabe que el mismo contribuyó a crear con su -aparentemente ya no recordado por Roma- incendiario discurso de Ratisbona y su alegato en favor de Manuel Paleologo; en un mundo en el que los amantes de la muerte y de la sangre siempre encuentran un mulah o un ayatola capaz de afirmar que su dios desea la muerte del kafir, aunque no lo haya dicho en ningún sitio, Sarkozy decide poner a Europa de nuevo en el disparadero del odio, en el punto de mira de la cruzada, en el objetivo de la falsa yihad.
Porque el musulmán ve que se le persigue a él y no al católico, y no al judío. Porque la musulmana ve que se cuestiona su hijab y no el velo de las novias cristianas, ni la mantilla de las madrinas católicas. Porque el islámico ve que se cuestiona su Corán y no la Biblia y no el Talmud. Porque los musulmanes ven que Sarkozy recibe al ínclito inquisidor austriaco con honores y niega a sus clérigos el pan y la sal.
Sarkozy, en un mundo en el que las religiones vuelven a estar en el limite externo de las cruzadas medievales, en el que el impulso religioso está, como ha hecho a lo largo de los siglos, desvertebrando y radicalizando las sociedades, decide utilizar el laicismo.
Pero no lo hace como opción neutral, no como punto de cordura que evita la importancia de lo divino en una religión y con ello toda su perniciosa influencia en las concepciones éticas del mundo y las relaciones entre los hombes.
Utiliza el laicismo como un tercer credo, como un arma arrojadiza, como una herramienta maquiavélica de enfrentamiento con aquellos con los que la ultraderecha de su país considera sus enemigos. Como una religión cuyo primer mandamiento evangélico es "cosecharás de cualquier forma los votos necesarios para mantenerte en la presidencia de Francia" .
Y luego, cuando hasta su propio partido le critica por ello, se encoge de hombros, se agarra displicente al talle de Carla Bruni y contesta "cualquier problema resuelto es menos votos para la ultraderecha" mientras se gira alejándose del más mínimo sentido común, de la más infima lógica. Alejándose de Francia.
Porque ,en su obsesión por mantenerse en la Presidencia de La República, Sarkozy es incapaz de ver que, si soluciona los problemas como lo haría Le Penn para robarle sus votos, entonces no hará ninguna falta frenar a la ultraderecha, ya no será necesario porque sus objetivos ya estarán cumplidos.
El Frente Nacional ya habrá ganado y Francia, el laicismo y todos los demás ya habremos perdido.
Aúnque él siga aposentado en El Elisio.
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