Hoy he visto a esos que llaman Nini, la Generación Nini, intentar luchar en las calles de Madrid, intentar comprometerse consigo mismos y he sentido lastima. He sentido lástima por ellos, pero sobre todo he sentido lástima por nosotros.
¿Por qué por nosotros?
Porque, mientras contemplaba como los manifestantes discutían entre ellos, me he acordado de dos marines de ficción llamados Louden Downey y Harold Dawson.
He sentido pena por nosotros porque, mientras los manifestantes se enfrentaban porque algunos de ellos consideraban excesivo cortar el tráfico y retrasar a los conductores -fijaté qué problema-, he recordado que esos dos marines eran absueltos de asesinato y condenados por conducta impropia de un marine -curioso delito para un cuerpo que tiene como costumbre no comportarse adecuadamente en ninguna parte-.
Porque mientras un conductor airado abandonaba su vehículo al grito de "si tocas mi coche te mato" -grandisima prioridad social, por cierto- me ha vuelto a la mente la pregunta sorprendida del más ingenuo y joven de ellos cuando se les comunica su expulsión del glorioso cuerpo -¡Semper Fi!: ¿Por qué Hal? ¡Hicimos los que nos mandaron! ¡No hemos hecho nada!, ¡no hemos hecho nada!
He sentido la más profunda de las conmiseraciónes por nosotros mismos, la generación que se creyó única, porque, mientras un pollícia daba un disimulado codazo a un manifestante, sin intención alguna de cargar, casi con el aburrimiento de aquellos que saben que eso no es ni una manifestación ni una protesta como díos manda, me ha venido el eco de la respuesta del cabo interino Dawson a la queja de su compañero.
Una de esas frases que están dentro de la ética y la estética del cine hollywoodiense para con sus nunca suficientemente ponderados soldados -¡uaaaa!-, pero que sirve perfectamente para ilustrar mis sentimientos ante el baldío y patético esfuerzo de los Nini por dejar de serlo: "Sí lo hemos hecho, Louden, sí lo hemos hecho. Nuestro deber era luchar por aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos. Nuestro deber era luchar por Willie". Y, en ese punto, Willie me ha sonado demasiado parecido a Nini.
Porque, aunque nos hartemos de gritar que la incapacidad de la Generación Níni para la lucha y la revindicación no tiene nada que ver con nosotros, la jurisdicción sobre esa situación estalla justo debajo de nuestras narices.
Su intento, nacido de su juventud y de su necesidad de hacer algo, está condenado al fracaso porque nosotros nos hemos asegurado de que así sea. Déjenme que lo repita, nosotros nos hemos asegurado de que así sea.
Les hemos dejado sin herramientas, sin armas y sin referentes para poder enfrentarse a nada, para comportarse como un colectivo social, para actuar como una fuerza modificadora de la realidad. Y eso lo hemos conseguido nosotros.
Hemos sacrificado a nuestros hijos sobrinos, primos pequeños y jóvenes, en general, en el holocausto de la ofrenda a nuestro más adorado dios y su no menos adorada santisima trinidad: nosotros mismos y nuestro egoismo, nuestro egocentrismo y nuestra necesidad. >Yo, me mí, conmigo.
Nuestro deber era darles las herramientas para su lucha, para su protesta, para su revolución -si es que querían hacerla-. Ni siquiera teniamos que crearlas. Las habiamos heredado de otros muchos y ortras muchas que ya habían hecho ese esfuerzo y dejado brotar esa sangre por nosotros. Pero no lo hemos hecho.
Se las hemos ocultado tras la filosofía del individuo como centro, del ego en estado puro. Les hemos enseñado a ser Ninis porque les hemos demostrado con nuestro ejemplo -sean nuestros hijos o no, los hallamos parido o no, los hallamos engendrado o no- que lo único que importa es lo que queremos, lo que deseamos; que lo que resulta relevante es lo que necesitamos de otros, no lo que estamos dispuestos a darles; que lo que tiene que ser el objetivo de nuestras operaciones militares como seres humanos es lo que nos viene bien, no lo que es justo.
Hemos transformado en algo romo las armas para su lucha porque les hemos arrancado el filo al hacerles ver que lo que importan son sus derechos, sin que tengan que sangrar o sufrir cumpliendo sus deberes. Porque les hemos instalado, con nuestra forma de actuar, en la falsa creencia de que lo único que importa es lo que el Estado tiene que darnos y no lo que nosotros que devolverle al Estado por lo que nos da.
Somos los demiurgos de la Generación Nini porque nos hemos comportado como la María de la mítica canción de Mercedes Sosa. Hemos sido "de esa gente que ríe cuando debe llorar. Que no vive, que apenas aguanta". Y nuestros pigmaliones no saben lo qué hacer, no saben cómo luchar, no saben cómo vivir porque nosotros les hemos hecho ver que la supervivencia está por encima de la vida, que la neceasidad está por encima de la justicia. Que yo estoy por encima de todas las cosas.
Gabriel Albiac dijo de nosotros, de los que en los ochenta protagonizaban la movida, de los que somos antecedentes genéticos de los Nini, que somos los últimos habitantes de un mundo sin sentido. Fuimos y somos La Generación Sin Sentido.
Y nosotros no lo creímos.
Nosostros quisimos creerlo y actuamos como si no hubiera mañana por el simple hecho de que no lo hay para nosotros, como si no hubiera futuro por el plausible motivo de que nosotros no formaremos parte de él, como si no hubiera un próximo sol por la realidad eterna e incuestionable de que, tarde o temprano, amanecerá un día en el que el sol no nos llegue a nosotros como individuos.
Era nuestro deber enseñarles a luchar y les dimos playstations. Era nuestro deber prepararles para algo que sabiamos -o hubieramos sabido si nos hubieramos parado a pensarlo- que iba a llegar pero, como nosotros no ibamos a verlo, no nos importó. No nos pareció -y aún no nos parece- relevante.
Faltamos a nuestro deber, como hicieran el soldado Downey y el cabo interino Dawson, cuando decidimos hacer lo mismo que ellos hacen. Lo mismo que han aprendido a hacer de nosotros.
Puede que seamos más discretos y prefiramos un spa o un fin de semana entre monumentos y no el baño de un garito de moda o el almacén olvidado de un complejo universitario, pero buscamos la satisfacción de lo nuestro y no la de aquel o aquella al que le exigimos que nos complazca. Rechazamos el esfuerzo del amor para sustituirlo por la diletancia del placer.
Puede que seamos más inhibidos y utilicemos nuestras mesillas de noche, nuestros cuartos de baño o nuestros coches, pero hemos sustituido el camino de la responsabilidad y el sufrimiento necesario por el Prozac y el Lexatin, al igual que ellos lo han hecho en plazas públicas, aparcamientos y descampados por el botellón y el ron cola de hipermercado.
Puede que parezcamos otra cosa. Pero ellos saben que no lo somos. No saben que lo saben, pero lo saben y hacen lo mismo que nosotros.
Son dignos hijos de sus padres, de sus tíos, de los vecinos y amigos de sus padres y de sus tíos, de las amantes, nuevas parejas, ex esposas y segundas mujeres de sus padres y de sus tíos -y viceversa, claro está-.
Quisimos creer que eramos la última generación sobre la Tierra y la realidad de que no lo somos nos estalla ante los ojos. Y la piedra de que somos responsables por lo que hecemos y por lo que no hacemos de la Generación Nini golpea directamente sobre nuestros rostros maquillados, afeitados con cuidado desaliño, embadurnados de CH for him y for her y empados de cremas antiarrugas de día y lociones antibolsas de noche.
Y, pese a todo, pese a una generación entera de escapismo criminal, aún teníamos una oportunidad. Aún tuvimos el 9 de Septiembre.
Nuestro deber era luchar por ellos. Nuestro deber era luchar por aquellos a los que nosotros mismos habiamos colocado en condiciones que les impidían luchar por si mismos. Nuestro deber era responsabilizarnos de nuestra creación, de nuestro sorprendido descubrimiento de que no éramos el centro y el final del universo humano conocido.
Y ¿qué hicimos?
Nada. Absolutamente nada. Lo que hemos hecho siempre. Lo único que sabemos hacer. Rien de Rien. Nos vestimos de Edith Piaf.
Echamos cuentas y vimos que a nosotros la jubilación nos llegaba por los pelos y no fuimos a la huelga. Contamos con los dedos y nos dimos cuenta de que los 100 pavos que nos quitaban de la nómina nos impedían ir de puente y no fuímos a la huelga. Miramos a un lado y a otro y encontramos sindicatos informes y divididos y no fuimos a la huelga. Solicitamos nuestra vida laboral y comprobamos que nosotros no estábamos parados, ignorando que ellos, los Niní, no tenían oportunidad alguna de iniciar su vida laboral, y no fuimos a la huelga. Tiramos de calculadora para comprobar que nuestro sueldo nos daba para pagar la hipoteca y sobrevivir -siempre sobrevivir- y no quisimos reparar en el hecho de que ellos ni siquiera tendrían la oportunidad de endeudarse. Y no fuimos a la huelga.
Cuando era necesaria una huelga salvaje y continuada, sin pausa ni medida, con detenidos, con despedidos, con riesgo personal, nosotros consultamos nuestros manuales de excusas y nos quedamos en casa, limándonos las uñas o tratándonos la papada con encima Q10, echándole la culpa al transporte, a los piquetes o a una repentina enfermedad.
Cuando era necesario recordar Germinal y Los Miserables de Victor Hugo nosotros releimos a Flaubert y su Madame Bovary
Eludimos el riesgo eterno que supone luchar para que otros ganen, aunque nosotros no lo veamos, aunque nosotros no lo disfrutemos, aunque nosotros tengamos que renunciar a todas nuestras certezas para lograrles a ellos una mínima esperanza.
Eludimos la responsabilidad de arrojarles al dolor, al sufriente conocimiento de que la preparación no garantiza el éxito, ni siquiera garantiza la supervivencia, porque intentamos protegerlos de una realidad en la que el poder y la injusticia son factores relevantes, en la que lo más probable es que ocurra lo que siempre ha ocurrido, lo que siempre -salvo en gloriosas y efímeras excepciones- hemos permitido que ocurra.
Hoy, cuando escucho a los Ninis gritar sin convicción, manifestarse sin fiereza, considerar que el coche de un "trajeao" es más importante que su revindicación, siento pena por todos los que les hemos creado.
Hoy, somos todos ya los marines Dawson y Dawney, que han faltado a su deber por mor de una orden, un ascenso o una necesidad. Hoy somos todos, sin excepción alguna de soltería, no paternidad o renuncia a la maternidad, los creadores y los sepultureros de los Nini.
Hoy, por usar una metáfora de esas que gustan en estas endemoniadas líneas, hemos perdido el cielo por no negar lo que exigía el dios inexistente y hemos perdido el infierno por negar lo que necesitaba el hombre. Somos carne de purgatorio. Nadie nos reconoce como hijos suyos.
¿Y ellos? Ellos siguen siendo Ninis, pero son otro tipo de Ninis. Unos Ninis, por decirlo al modo hispánico, mucho más monárquicos.
Porque ya no son ninis porque ni estudien ni trabajen. Son ninis porque miran al horizonte en busca de su futuro y descubren que, como diría el ya mítico jefe de La Casa real, el viejo Sabino, ni está, ni se le espera.
Eso es lo les que hemos legado. Tendrían que estar orgullosos de nosotros.
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