Se veía venir. Nadie puede construir un estado sin que este le salga justito, justito como son aquellos individuos que lo componen.
Resulta imposible que un gobierno no se asemeje a sus gobernados y que un continente no sea absolutamente idéntico a sus países.
Así que, tras lustros de ir y venir desde las salas de Roma hasta las ceremoniales murallas de Maastrich, desde los pasillos de Estrasburgo hasta los despachos de Bruselas, Europa ha acabado siendo como aquellos que la crearon, como aquellos que la habitamos.
Resulta imposible que un gobierno no se asemeje a sus gobernados y que un continente no sea absolutamente idéntico a sus países.
Así que, tras lustros de ir y venir desde las salas de Roma hasta las ceremoniales murallas de Maastrich, desde los pasillos de Estrasburgo hasta los despachos de Bruselas, Europa ha acabado siendo como aquellos que la crearon, como aquellos que la habitamos.
No podía ser de otra manera. Europa no cree en sí misma.
Italia, a las puertas de las elecciones administrativas que pueden poner a Berlusconi en la picota -ya va siendo hora-, no cree en Europa y diseña una forma de librarse "europeisticamente" de un problema nacional en Lampredusa, dando una ciudadanía con fecha de caducidad para que Libios, tunecinos y algún otro que pueda colarse, atraviesen su territorio y salgan de él en busca de una tierra en la que, por lengua y tradición colonial, se sentirán mucho más cómodos.
El mismo gobierno del condottiero, amigo de las carnes núbiles, que quiso cerrar sus fronteras a la inmigración, las abre ahora de par en par y concede a quien lo quiera condición de europeo con tal de que no se asiente en Italia. Con tal de que el problema de su afluencia se lo coma otro que no pone los sufragios en las urnas transalpinas.
Y Francia reacciona a la europea, no a lo europeista, sino a la europea. Como hemos sido siempre y como el euro, Estrasburgo y el espacio Shengen no han conseguido que dejemos de ser.
Sarkozy, acuciado por el bofetón con la mano abierta que le han dado los electores de su país, no cree en Europa, tira de nacionalismo ultraderechista y decide cerrar la frontera con Italia. Decide que, en bien de su imagen electoral, el Espacio Shengen bien puede dejar de existir durante unas horas, durante unos días o durante el tiempo que haga falta.
Italia mira en su chistera para descubrir un truco que le permita deshacerse de un problema para dárselo a Europa, Francia se saca de la manga un truco -llamado motivos de orden público- para que el problema se quede dentro de las fronteras de Italia.
Y un pobre yankie que paseara perdido por las calles madrileñas, que se sentara en una terraza, dispuesto a ser sableado por un café y un croisant del día anterior, y echara un ojo al periódico, se preguntaría ¿qué más da? ¿no es todo Europa?
El pobre no habría entendido nada. Nunca hemos sido Europa. Y lo que es más triste: no es que nunca hayamos creído ser Europa, es que nunca hemos querido ser Europa.
Siempre hemos tenido la mosca tras la oreja. Aquello de Europa no era lo nuestro, no era algo que tuviéramos integrado en nuestro inconsciente colectivo. No era a lo que estábamos acostumbrados.
Nuestros libros de historia estaban tan llenos de épica y estética del enfrentamiento entre imperios europeos que nunca se nos antojo suficiente un tratado, una paz o un acuerdo como para sentirnos parte de un todo al que la geografía nos había arrojado por puro y mero capricho de la ruptura de la Pangea.
Si no sirvieron las paces de París, de Augsburgo o de Versalles, si no valieron los tratados de Aquisgrán, de Chaumont o de Fontaineblau, si no cuajaron la Santa alianza, la Triple Entente o la Triple Alianza y si no fueron útiles las Conferencias de París o de Yalta, no tendría porque ser diferente con el Tratado de Roma o el de Maastrich.
Nuestro agnosticismo europeo se convirtió en descreimiento absoluto cuando el café nos subió con el euro. Nuestro desasosiego europeo se transformó en un anatema completo cuando descubrimos que Europa exigía, no se limitaba a dar. Que para ser europeo había que aceptar tener a los otros europeos en cuenta y no solamente exigir que los otros europeos nos tuvieran en cuenta a nosotros.
Y así empezaron una serie de ritos, de síntomas, que han demostrado a todos que, en realidad, nunca fuimos Europa, nunca seremos Europa hasta que estemos dispuestos a ser europeos, por encima de todo, por derecho de todos.
Francia no participa en la estructura defensiva de Europa, Italia se salta sus leyes de inmigración, Inglaterra no utiliza su moneda ni comparte su espacio económico, España promulga leyes y mantiene delitos -la famosa ley de protección integral a la mujer y el no menos famoso delito de injurias al rey- que Estrasburgo avisa una y otra vez que no tienen cabida en la futura constitución europea, Alemania no participa de los despliegues de tropas europeas.
Y así, uno tras otro, todos los estados miembros tienen una excepción, una excusa, un motivo para no ser del todo europeos. Cualquier hecho diferencial es válido para excusarse de su obligación de actuar de forma unitaria, cualquier circunstancia histórica es utilizable para eludir un aspecto que viene mal a nuestro país, a nuestra nación, a nuestro estado. Hoy por hoy, no hay ni un solo país que sea miembro pleno para todo y para todos de Europa.
Europa no cree en sí misma y ahora que su vida y su hacienda, su futuro y su pecunio, la obligan a actuar como un todo coordinado y global, reacciona como siempre lo ha hecho, como siempre lo hemos hecho y seguimos haciéndolo: barriendo para casa, obviando el perjuicio general en aras del beneficio particular -en este caso nacional-, en definitiva, intentando defecar en el patio del vecino, sin que se note demasiado, para que las heces no ensucien nuestro cada vez más agostado jardín.
Que eso iba a ocurrir se veía venir. Nunca hemos hecho la guerra juntos y por eso, aunque se supone que tenemos una política exterior común, nos cuesta hacerla ahora.
Unos van, otros no. Unos van con unos, otros se posicionan con otros. Unos la apoyan pero no van, otros no la apoyan pero venden armas a una de las partes. En fin, el juego europeo de siempre de hablar de Europa, pero actuar como las tribus bárbaras divididas y enfrentadas de las que, al fin y al cabo, descendemos.
Que nadie cree realmente en Europa es algo que dejan a la vista sus euroturistas, esos que se llaman a si mismos eurodiputados.
Si pierdes unas elecciones internas, acabas en Estrasburgo, si caes en unas primarias, pues de vacaciones a Estrasburgo; si tu corriente ideológica es minoritaria pero necesaria, a pintar la mona a Estrasburgo; si te radicalizas, a Estrasburgo; si pierdes unas municipales o unas autonómicas, de cabeza a Estrasburgo. Siempre podrás aparecer en las listas del Parlamento Europeo de Estrasburgo.
Esa es la importancia que le damos al parlamento que debería mantenernos unidos, que debería ser la expresión legislativa de Europa. No nuestros partidos. Nosotros, que votamos para las elecciones Europeas en un porcentaje tan ínfimo que podrían jugarse los escaños a los chinos y no nos daríamos ni cuenta.
Hemos llenado el parlamento Europeo de actrices porno italianas, de ecologistas radicales alemanes, de extremistas de derecha españoles que no pueden figurar ni en una lista conservadora al Senado, de socialistas bilbaínas que corren como alma que lleva el diablo cada vez que se acaba una sesión sin importarles el coste, de políticos fracasados de toda nacionalidad y signo, que viajan en bussines, de ideólogos baldíos que se niegan a viajar en turista. Europa es un retiro molesto, pero es un retiro rentable.
Si no sabes hacer política en tu país quizá pueda pasar inadvertido en Bruselas que no sabes hacerla.
Y por eso resulta absolutamente imposible que Europa llegue a lo único que puede llegar si quiere sobrevivir.
No queremos ser un estado europeo porque eso nos exigía ser lo que no somos, considerar como a nosotros mismos a mucha gente que nunca fue de los nuestros. Anteponer el bien común de demasiados a nuestros intereses egoístas. Nos obligaría a dejar de ser occidentales, a dejar de ser atlánticos. A dejar de ser nosotros.
Y muchos dirán que Europa funciona. Y no diré que no.
Pero no funciona como debería funcionar. No funciona como una unidad. Funciona como una sociedad. Una sociedad anónima, supongo.
Mientras Europa, la Europa que lo tenía, podía dar dinero a los que no lo tenían y mercados a los que carecían de ellos, la cosa ha funcionado.
Mientras los periféricos -curioso concepto, ¿de donde proviene?- recibíamos cantidades ingentes de fondos con los que comprar votos que no eran merecidos, con los que ganar afectos electorales incuestionables, todo funcionaba. Europa funcionaba.
Mientras la Europa organizada podía ampliar sus mercados, colocar sus productos y seguir haciendo dinero, todo funcionaba.
Pero ahora no. Ahora Grecia cae, Portugal cae, Irlanda cae, España caerá, los mercados se cierran, el consumo se retrae y no hay de donde sacar el dinero que estábamos acostumbrados a recibir de Europa.
Ahora ya no queremos ser socios, pero no podemos retirarnos de la sociedad que era Europa vendiendo nuestras acciones cuando empiezan a bajar.
La base económica en la que se asienta el futuro de Europa tiembla y no tenemos nada a lo que recurrir. No tenemos nada en común y nos apresuramos a recordar que nunca lo tuvimos.
Ahora que tocaba dejar de actuar como socios y quedarnos con aquellos que ya no pueden darnos nada, no lo hacemos. Escurrimos el bulto.
Hemos decidido que Europa es una sociedad, no un matrimonio -aunque sea civil y polígamo-, no una fraternidad -aunque sea mal avenida- es una sociedad. Y solamente puede ser eso.
En las sociedades solamente se permanece en la salud, no en la enfermedad, solamente se permanece en la riqueza, no en la pobreza, solamente se recogen dividendos, no se es garante solidario de sus deudas.
Así que clamamos porque Portugal se hunda, exigimos que los tunecinos de Lamprerusa no nos afecten, torcemos el morro cuando Irlanda pide ayuda y nos negamos a participar en una guerra justa que no nos reporta beneficios.
Rompemos el frente, quebramos las alianzas, disolvemos la sociedad y pretendemos que Francia se quede con sus gitanos, Italia con sus tunecinos, España con sus suramericanos, Alemania con sus turcos...
Prestamos oídos a todos aquellos que desde las banderas nacionales nos hablan de nuestros derechos y de lo molestos que son los demás. Nos tapamos los oídos para no escuchar que la solución exige solidaridad, lealtad, responsabilidad y reconocer que tenemos que renunciar a muchas cosas que damos por sentadas en favor de gente a la que no conocemos, que no habla nuestro idioma y que no juega a nuestro juego.
Nos limitamos a escuchar a aquellos que dicen que hay que disolver la sociedad y venderla por partes. A los profetas del sálvese quien pueda, a los adalides de la supervivencia y el orgullo nacional.
Europa empieza a dejar de existir y es muy fácil echar la culpa a los políticos, incapaces de renunciar a su poder, a sus gobiernos nacionales, en aras de un gobierno europeo que sería la única solución que podría llevarnos al futuro.
Pero, al igual que un continente es como son sus países y un país es como son sus regiones, un gobierno es y siempre será como son sus gobernados.
Europa no existe porque nosotros nunca renunciaremos a nosotros en favor de todos. No queremos hacerlo y, aunque quisiéramos, no está muy claro que supiéramos como hacerlo.
Europa es como nosotros la hemos hecho.
Europa es como un relato mitológico, algo de lo que se habla pero en lo que se cree, es como un dios, algo en lo que se cree pero por lo que no se lucha. Somos como un reino perdido, algo que todo el mundo busca pero que nadie quiere arriesgarse a encontrar.
Quisimos ser El Dorado, pero sólo somos la Atlántida.
Y así será hasta que alguien o algo nos obligue a que deje de serlo.
Italia, a las puertas de las elecciones administrativas que pueden poner a Berlusconi en la picota -ya va siendo hora-, no cree en Europa y diseña una forma de librarse "europeisticamente" de un problema nacional en Lampredusa, dando una ciudadanía con fecha de caducidad para que Libios, tunecinos y algún otro que pueda colarse, atraviesen su territorio y salgan de él en busca de una tierra en la que, por lengua y tradición colonial, se sentirán mucho más cómodos.
El mismo gobierno del condottiero, amigo de las carnes núbiles, que quiso cerrar sus fronteras a la inmigración, las abre ahora de par en par y concede a quien lo quiera condición de europeo con tal de que no se asiente en Italia. Con tal de que el problema de su afluencia se lo coma otro que no pone los sufragios en las urnas transalpinas.
Y Francia reacciona a la europea, no a lo europeista, sino a la europea. Como hemos sido siempre y como el euro, Estrasburgo y el espacio Shengen no han conseguido que dejemos de ser.
Sarkozy, acuciado por el bofetón con la mano abierta que le han dado los electores de su país, no cree en Europa, tira de nacionalismo ultraderechista y decide cerrar la frontera con Italia. Decide que, en bien de su imagen electoral, el Espacio Shengen bien puede dejar de existir durante unas horas, durante unos días o durante el tiempo que haga falta.
Italia mira en su chistera para descubrir un truco que le permita deshacerse de un problema para dárselo a Europa, Francia se saca de la manga un truco -llamado motivos de orden público- para que el problema se quede dentro de las fronteras de Italia.
Y un pobre yankie que paseara perdido por las calles madrileñas, que se sentara en una terraza, dispuesto a ser sableado por un café y un croisant del día anterior, y echara un ojo al periódico, se preguntaría ¿qué más da? ¿no es todo Europa?
El pobre no habría entendido nada. Nunca hemos sido Europa. Y lo que es más triste: no es que nunca hayamos creído ser Europa, es que nunca hemos querido ser Europa.
Siempre hemos tenido la mosca tras la oreja. Aquello de Europa no era lo nuestro, no era algo que tuviéramos integrado en nuestro inconsciente colectivo. No era a lo que estábamos acostumbrados.
Nuestros libros de historia estaban tan llenos de épica y estética del enfrentamiento entre imperios europeos que nunca se nos antojo suficiente un tratado, una paz o un acuerdo como para sentirnos parte de un todo al que la geografía nos había arrojado por puro y mero capricho de la ruptura de la Pangea.
Si no sirvieron las paces de París, de Augsburgo o de Versalles, si no valieron los tratados de Aquisgrán, de Chaumont o de Fontaineblau, si no cuajaron la Santa alianza, la Triple Entente o la Triple Alianza y si no fueron útiles las Conferencias de París o de Yalta, no tendría porque ser diferente con el Tratado de Roma o el de Maastrich.
Nuestro agnosticismo europeo se convirtió en descreimiento absoluto cuando el café nos subió con el euro. Nuestro desasosiego europeo se transformó en un anatema completo cuando descubrimos que Europa exigía, no se limitaba a dar. Que para ser europeo había que aceptar tener a los otros europeos en cuenta y no solamente exigir que los otros europeos nos tuvieran en cuenta a nosotros.
Y así empezaron una serie de ritos, de síntomas, que han demostrado a todos que, en realidad, nunca fuimos Europa, nunca seremos Europa hasta que estemos dispuestos a ser europeos, por encima de todo, por derecho de todos.
Francia no participa en la estructura defensiva de Europa, Italia se salta sus leyes de inmigración, Inglaterra no utiliza su moneda ni comparte su espacio económico, España promulga leyes y mantiene delitos -la famosa ley de protección integral a la mujer y el no menos famoso delito de injurias al rey- que Estrasburgo avisa una y otra vez que no tienen cabida en la futura constitución europea, Alemania no participa de los despliegues de tropas europeas.
Y así, uno tras otro, todos los estados miembros tienen una excepción, una excusa, un motivo para no ser del todo europeos. Cualquier hecho diferencial es válido para excusarse de su obligación de actuar de forma unitaria, cualquier circunstancia histórica es utilizable para eludir un aspecto que viene mal a nuestro país, a nuestra nación, a nuestro estado. Hoy por hoy, no hay ni un solo país que sea miembro pleno para todo y para todos de Europa.
Europa no cree en sí misma y ahora que su vida y su hacienda, su futuro y su pecunio, la obligan a actuar como un todo coordinado y global, reacciona como siempre lo ha hecho, como siempre lo hemos hecho y seguimos haciéndolo: barriendo para casa, obviando el perjuicio general en aras del beneficio particular -en este caso nacional-, en definitiva, intentando defecar en el patio del vecino, sin que se note demasiado, para que las heces no ensucien nuestro cada vez más agostado jardín.
Que eso iba a ocurrir se veía venir. Nunca hemos hecho la guerra juntos y por eso, aunque se supone que tenemos una política exterior común, nos cuesta hacerla ahora.
Unos van, otros no. Unos van con unos, otros se posicionan con otros. Unos la apoyan pero no van, otros no la apoyan pero venden armas a una de las partes. En fin, el juego europeo de siempre de hablar de Europa, pero actuar como las tribus bárbaras divididas y enfrentadas de las que, al fin y al cabo, descendemos.
Que nadie cree realmente en Europa es algo que dejan a la vista sus euroturistas, esos que se llaman a si mismos eurodiputados.
Si pierdes unas elecciones internas, acabas en Estrasburgo, si caes en unas primarias, pues de vacaciones a Estrasburgo; si tu corriente ideológica es minoritaria pero necesaria, a pintar la mona a Estrasburgo; si te radicalizas, a Estrasburgo; si pierdes unas municipales o unas autonómicas, de cabeza a Estrasburgo. Siempre podrás aparecer en las listas del Parlamento Europeo de Estrasburgo.
Esa es la importancia que le damos al parlamento que debería mantenernos unidos, que debería ser la expresión legislativa de Europa. No nuestros partidos. Nosotros, que votamos para las elecciones Europeas en un porcentaje tan ínfimo que podrían jugarse los escaños a los chinos y no nos daríamos ni cuenta.
Hemos llenado el parlamento Europeo de actrices porno italianas, de ecologistas radicales alemanes, de extremistas de derecha españoles que no pueden figurar ni en una lista conservadora al Senado, de socialistas bilbaínas que corren como alma que lleva el diablo cada vez que se acaba una sesión sin importarles el coste, de políticos fracasados de toda nacionalidad y signo, que viajan en bussines, de ideólogos baldíos que se niegan a viajar en turista. Europa es un retiro molesto, pero es un retiro rentable.
Si no sabes hacer política en tu país quizá pueda pasar inadvertido en Bruselas que no sabes hacerla.
Y por eso resulta absolutamente imposible que Europa llegue a lo único que puede llegar si quiere sobrevivir.
No queremos ser un estado europeo porque eso nos exigía ser lo que no somos, considerar como a nosotros mismos a mucha gente que nunca fue de los nuestros. Anteponer el bien común de demasiados a nuestros intereses egoístas. Nos obligaría a dejar de ser occidentales, a dejar de ser atlánticos. A dejar de ser nosotros.
Y muchos dirán que Europa funciona. Y no diré que no.
Pero no funciona como debería funcionar. No funciona como una unidad. Funciona como una sociedad. Una sociedad anónima, supongo.
Mientras Europa, la Europa que lo tenía, podía dar dinero a los que no lo tenían y mercados a los que carecían de ellos, la cosa ha funcionado.
Mientras los periféricos -curioso concepto, ¿de donde proviene?- recibíamos cantidades ingentes de fondos con los que comprar votos que no eran merecidos, con los que ganar afectos electorales incuestionables, todo funcionaba. Europa funcionaba.
Mientras la Europa organizada podía ampliar sus mercados, colocar sus productos y seguir haciendo dinero, todo funcionaba.
Pero ahora no. Ahora Grecia cae, Portugal cae, Irlanda cae, España caerá, los mercados se cierran, el consumo se retrae y no hay de donde sacar el dinero que estábamos acostumbrados a recibir de Europa.
Ahora ya no queremos ser socios, pero no podemos retirarnos de la sociedad que era Europa vendiendo nuestras acciones cuando empiezan a bajar.
La base económica en la que se asienta el futuro de Europa tiembla y no tenemos nada a lo que recurrir. No tenemos nada en común y nos apresuramos a recordar que nunca lo tuvimos.
Ahora que tocaba dejar de actuar como socios y quedarnos con aquellos que ya no pueden darnos nada, no lo hacemos. Escurrimos el bulto.
Hemos decidido que Europa es una sociedad, no un matrimonio -aunque sea civil y polígamo-, no una fraternidad -aunque sea mal avenida- es una sociedad. Y solamente puede ser eso.
En las sociedades solamente se permanece en la salud, no en la enfermedad, solamente se permanece en la riqueza, no en la pobreza, solamente se recogen dividendos, no se es garante solidario de sus deudas.
Así que clamamos porque Portugal se hunda, exigimos que los tunecinos de Lamprerusa no nos afecten, torcemos el morro cuando Irlanda pide ayuda y nos negamos a participar en una guerra justa que no nos reporta beneficios.
Rompemos el frente, quebramos las alianzas, disolvemos la sociedad y pretendemos que Francia se quede con sus gitanos, Italia con sus tunecinos, España con sus suramericanos, Alemania con sus turcos...
Prestamos oídos a todos aquellos que desde las banderas nacionales nos hablan de nuestros derechos y de lo molestos que son los demás. Nos tapamos los oídos para no escuchar que la solución exige solidaridad, lealtad, responsabilidad y reconocer que tenemos que renunciar a muchas cosas que damos por sentadas en favor de gente a la que no conocemos, que no habla nuestro idioma y que no juega a nuestro juego.
Nos limitamos a escuchar a aquellos que dicen que hay que disolver la sociedad y venderla por partes. A los profetas del sálvese quien pueda, a los adalides de la supervivencia y el orgullo nacional.
Europa empieza a dejar de existir y es muy fácil echar la culpa a los políticos, incapaces de renunciar a su poder, a sus gobiernos nacionales, en aras de un gobierno europeo que sería la única solución que podría llevarnos al futuro.
Pero, al igual que un continente es como son sus países y un país es como son sus regiones, un gobierno es y siempre será como son sus gobernados.
Europa no existe porque nosotros nunca renunciaremos a nosotros en favor de todos. No queremos hacerlo y, aunque quisiéramos, no está muy claro que supiéramos como hacerlo.
Europa es como nosotros la hemos hecho.
Europa es como un relato mitológico, algo de lo que se habla pero en lo que se cree, es como un dios, algo en lo que se cree pero por lo que no se lucha. Somos como un reino perdido, algo que todo el mundo busca pero que nadie quiere arriesgarse a encontrar.
Quisimos ser El Dorado, pero sólo somos la Atlántida.
Y así será hasta que alguien o algo nos obligue a que deje de serlo.
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