Pues ya la hemos liado. Resulta que un adolescente de 21 años, de origen rumano, mata a su novia de 19 después de que esta le diga que quiere romper con él y que el hijo que esperaba no es suyo. Resulta que alguien -alguien que, por cierto, se ha ganado a pulso que se le cuestionen sus comentarios éticos- escribe que el supuesto homicida era un chico normal y que su reacción entra dentro de lo que puede considerarse normal. Resulta que se arma la del pulpo, que arde Troya, que tiembla el misterio y se abren las aguas del Jordán.
Resulta que, de nuevo, como siempre, el inmenso árbol de nuestra hipocresía occidental atlántica no nos deja ver el bosque de nuestra eterna y continua realidad.
Sostres, el ínclito articulista apoplogético de la pedofilia soñada en aras de evitar los efluvios úricos, dice algo que nos suena raro, que se nos antoja chirriante, que nos disgusta y recurrimos a lo que recurrimos siempre. A la queja, al mítin, a la declaración. No argumentamos, no contraargumentamos. Simplemente nos indignamos.
Pero ¿qué ha dicho Sostres que resulte tan insoportable?, ¿qué ha afirmado que sea tan desmedido que merezca una denuncia sindical?
Ha dicho dos cosas
Que el chico que mató a su novia -no el asesino, puesto que aún no hay acusación, no el homicida puesto que aún no hay tampoco imputación. Hagamos el esfuerzo de llamar a las cosas por su nombre- era un chico normal. Que no era un monstruo.
Y eso le convierte de repente en un defensor del homcicidio como forma de actual, en un amigo de los asesinos -sobre todo de los asesinos de mujeres, claro, que son los asesinatos que importan, no lo olvidemos-.
Ninguno de nosotros conoce al joven, ni siquiera Sostres, pero tenemos que creer que el muchacho no es normal, no puede serlo. Tenemos la obligación de creer que no es normal. Porque nosotros sí somos normales, porque nosotros no podemos compartir nada con alguien que ha matado a su novia. Porque nosotros nunca seríamos capaces de hacer eso ¿o sí?
Y el emporio de aquellas que han hecho de la violencia e género la panacea de sus odios y de sus revincaciones, le acusan de una nueva apología -Sostres parece moverse continuamente en el fino filo de lo apologético-. En este caso de apología de la violencia machista.
Son las mismas ideólogas que, en identicas circunstancias, han dicho lo mismo que Sostres pero en el sentido inverso. Aunque claro, eso puede hacerse.
Son las mismas políticas del Aréa de Mujer que mantuvieron colgado en su espacio virtual un texto en el que podía leerse.
"Todo profesional de la psicología que se precie no se atreve a dar un porqué rápido al asesinato de César a manos de su progenitora, Mónica Juanatey, en julio de 2008, sin poder hablar anteriormente con la protagonista del suceso largo y tendido, aunque todo el gremio tiene una idea clarísima y perfectamente desarrollada para estos casos extremos: para cometer un asesinato (o cualquier otro crimen) no es necesario ser esquizofrénico, ni padecer un brote psicótico, ni siquiera ser una persona violenta. Simplemente se necesita una razón y una mente inestable, con problemas".
No es un error de Blogger, no es un deseo de preservar la identidad de los aludidos. Esa banda negra es un efecto de artificio, es un recurso de suspense, es una forma de dar énfasis a la siguiente frase: «Cualquier persona es capaz de hacer cualquier cosa».
Y eso es exactamente lo que ha dicho Sostres. Y eso es lo que han entendido las indignadas abanderadas de la política de género que han protestado, que se han indignado, que han forzado la retirada del artículo.
Ellas saben de lo que hablan porque han utilizado el mismo argumento y lo han reflejado en su página cuando no se trataba de explicar la muerte de una mujer a manos de su pareja. Cuando se trataba de explicar por qué una madre habia matado a su hijo y le había metido en una maleta para irse a vivir con su novio.
Cuando no se hablaba de un joven rumano y una adolescente embarazada. Cuando se trataba de Mónica Juanatey y de su asesinado -este sí, que ya hay acusación y confesión- hijo César. Eso es lo que ocultaba la banda negra.
Pero entonces era imprescindible dejar claro que esta mujer era una pobre mente desequilibrada, era normal salvo por la tensión y la razón que le había llevado a matar a su hijo. No era un monstruo.
Porque en la mente, completamente ajena al equilibrio de la realidad, de las féminas de las políticas de género, no puede haber una mujer que sea un monstruo. Todo tiene una explicación porque está en contra de la naturaleza misma de la mujer -de su ideal absurdo de la mujer, he de decir- ser un monstruo. El grueso roble de su visión apriorística y egocéntrica del mundo no les deja ver el frondoso bosque de la realidad.
Pero eso no rige cuando se habla de un joven rumano y de su pareja muerta. De hecho, rige todo lo contrario.
Él tiene que ser un monstruo. Nadie puede definirlo como a un joven normal al que, como dirían los de su generación, "se le fue mazo la pinza". Nadie puede tratar de integrarlo dentro de la categoría en la que ha sido colocada con toda velocidad Mónica Juanatey. Porque, si no es un mosntruo, habrá que buscar los orígenes de sus actos. No podremos conformarnos con decir que es un hombre y lleva eso de matar mujeres en sus genes.
Porque no encajar un engaño y una mentira no es una razón menor ni mayor para matar que querer vivir con tu novio sin preocuparte de tu hijo, porque descubrir el embarazo bastardo -no encuentro un término más políticamente correcto, lo siento- de tu pareja no es un desencadenantre menos fuerte que el saber que la pareja añorada no quiere hacerse cargo de vátagos de otros hombres.
Porque no se puede reconocer que Juanatey es tan normal y tan hoimicida como lo es el adolescente rumano. Porque el grueso baobad de su intransigencia les impide ver la frondosa floresta de la más pura y demoledora realidad.
Pero eso es lo que indigna a las adalides del género como prisma del mundo. Es lo que más ruído ha hecho pero no es lo más importante. Nunca lo es. Nunca puede serlo.
Lo que nos indigna a nosotros, lo que nos hace pegar nuestras pupilas al álamo centenario de nuestra hipocresía, es la otra afirmación del normalmente nada afortunado Sostres, que esta vez ha dado en el clavo. Sin que sirva de precedente, me temo.
El articulista afirma que la reacción ha sido normal. Esa es la segunda cosa que ha dicho. Y eso no puede ser. No es de recibo. Una reacción violenta no puede ser normal.
Pero, incluso mientras los decimos, la sonrisa socarrona de nuestra conciencia empieza a mofarse de nosotros.
Normal es lo que entra dentro de la norma. Y la norma mas habitual en las reacciones humanas es la violencia, es la agresividad.
Un conductor, un vendedor o un jefe nos contraría e insultamos -al jefe en bajito, eso sí-. Violencia. Una pareja nos lleva la contraria y bufamos, gritamos, discutimos, manoteamos en el aire. Violencia. Un amante nos engaña y le arrojamos un jarrón y la ropa por la ventana. Violencia. Un hijo nos desafía y colleja al canto. Violencia.
La violencia es la norma en nestras reacciones. Al menos como especie.
Pero no es lo mismo. Parece que no es lo mismo. Eso no es matar.
Un dictador nos aprieta demasiado las tuercas y matamos. Matamos en Túnez, en Libia, en Yemen. Matamos hace tiempo en La Bastilla, en el Cuartel de Monteleón, en Gettisburg, en Jerusalén...
Alguien nos roba las posibilidades de supervivencia y matamos, alguién nos lleva la contraria ideológica y matamos, alguien nos disputa nuestra fuente de alimento y matamos, alguien nos situa entre la espada y la pared y matamos, alguien amenaza la integridad de los nuestros y matamos. Si alguien incumple las leyes básicas matamos. Legalmente y sin dolor, pero matamos. Siempre matamos. No hacemos otra cosa que matar.
La historia de la humanidad es una suma continuada de homicidios y asesinatos. Heroícos o cobardes, multitudinarios o individuales, justos o injustos, necesarios o baladíes, programados o incontrolables, trágicos o inevitables, sangrientos o quirúrgicos. Pero asesinatos y homicidios.
Cada era de la humanidad ha empezado y ha terminado con la sangre de unos anegando las manos de otros. Cada edad del hombre viene marcada por su mejora incuestionable en el ineludible y nunca eludido arte de matar. Matamos desde que tenemos uso de razón como especie e incluso antes de que lo tuvieramos.
Para el ser humano como especie matar es lo más normal del mundo.Así que, mal que le pese a nuestra hipocresía, mal que le rechine a nuestra incapacidad para afrontar el esfuerzo de cambio necesario para que eso deje de formar parte de nuestra naturaleza, matar es una reacción normal en los seres humanos.
Es posible que, para nosotros, los motivos de este adolescente para acceder a su impulso homicida no sean comprensibles. Pero nada garantiza que los que nos arrojen a nosotros a la agresividad suficiente como para llegar a matar lo sean para los demás
Estamos empatados.
Pero es mas fácil crucificar al mensajero y fingir que eso es una mentira, que no es cierto, que es apología de no se sabe el qué. Pero es mejor indignarse porque no se puede argumentar plausiblemente para demostrar la falsedad de ese principio que la psiquiatría, la sociología y la psicología reconocen sin pudor desde hace varias décadas.
No podemos asumir la verdad, la indefectible verdad. Ese joven que ha matado a su pareja es como nosotros. Es uno de los nuestros.
Y nosotros no estamos dispuestos a hacer lo necesario para que deje de serlo. Porque es más responsabilidad nuestra que de un muchacho rumano de 21 años y de un columnista de El Mundo.
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