Aunque me resistía yo, por aquello
de reforzar mi condición de laicista convencido con lo archisabido de "no hay mejor desprecio que no hacer
aprecio", a hablar de aquesto , al final he
claudicado.
Aunque en realidad no merezca
portadas, no requiera de análisis continuos ni de conexiones televisas
especiales aquello que solamente afecta y por voluntad propia a un grupo de
personas -por numeroso que este sea-, al final me avengo a hablar de la marcha rauda
y derrotada del que entrara en San Pedro como arrebolado inquisidor y pretende
marcharse de su sitial bajo la cúpula como corderil víctima inocente y
sacrificada llevada al matadero. Y me avengo porque en realidad no
hablaré de religión, escribiré de política, porque en definitiva no daré
relevancia a lo sacro, sino a lo más mundano por abyecto y miserable. Porque en esto ni la fe, ni la
creencia ni nada por el estilo tienen nada que ver.
Solo hablaré de algo que es tan
viejo como Roma, que es más antiguo incluso que la jerarquía eclesial católica, que se resume en las
acciones hechas y desechas por grupos que van desde la guardia pretoriana de
los césares a los lobbies de presión estadounidenses.
Hablaré de lo que es y siempre ha
sido el Vaticano. Una continua y sostenida conjura medieval.
Porque, aunque desde Alemania se
defienda ahora al ínclito inquisidor blanco como alguien que ha hecho gala del
"respeto por el servicio" al apartarse, ese no ha sido el motivo de
su marcha; porque aunque, incluso los medios que le han mostrado durante su
pontificado como lo que era, ahora le disfracen de víctima propiciatoria en el
holocausto por querer limpiar la iglesia de vicios ancestrales y escándalos
bochornosos, esa no ha sido la causa de su abandono.
Ratzinger no se va porque crea que
es mejor para la Iglesia y no se va porque no tenga fuerzas para seguir,
Ratzinger se va porque le echan.
Se va porque desde Ratisbona hasta
las mismísimas entrañas de San Pedro entró en el Vaticano declarando una guerra,
intentando forzar a su iglesia a ser un reflejo de sus expectativas y sus
deseos y ahora ha perdido la batalla que le tocó combatir en esa guerra.
No es resultado del cansancio, ni
de la enfermedad, es resultado de la derrota.
No es una dimisión, una renuncia o un abandono, es el triunfo de una simple y muy tradicional conjura veneciana que le ha derrotado clavándole un puñal enjoyado en la espalda..
No es una dimisión, una renuncia o un abandono, es el triunfo de una simple y muy tradicional conjura veneciana que le ha derrotado clavándole un puñal enjoyado en la espalda..
Y, no nos equivoquemos, ser
derrotado no le convierte en víctima. Le transforma en cadáver, pero no en
víctima.
No es víctima por la sencilla razón
de que él forma parte de esa guerra desde mucho antes de estar sentado en el
sitial pontificio; de que contribuyó -como todos los cardenales han hecho desde
que Constantino les dio poder político- a la existencia de esa conjura,
moviéndose dentro de ella, a través de ella y alrededor de ella, para lograr un
solo objetivo que no era ni la pureza ni la fe, ni la creencia ni la
regeneración. Que solamente era el poder.
Porque el bueno de Joseph nunca
empezó esa guerra por el cambio o por el bien de la institución, la inició por
el poder y ahora, que se da cuenta de que no puede mantenerse en ese poder, es
precisamente cuando ya se da por derrotado.
Porque es la misma lucha entre sombras y maledicencias que él utilizo para acallar a los teólogos que clamaban contra el
anquilosamiento histórico y social de la jerarquía, imponiéndoles silencio
desde su puesto en la Congregación de la Doctrina y de la Fe; porque es la misma
asociación oscura de hojas hundidas entre los omóplatos de la que se sirvió
para imponerse a otros cuando era cardenal, para recolectar afinidades que al
final le llevaron a la fumata blanca.
Y nadie es víctima de aquello que
construye y ayuda a mantener.
Si, como defienden ahora algunos,
hubiera intentado guerrear contra los cuchillos y las saetas envenenadas que
pueblan los pasillos de San Pedro y de Castellgandolfo, para acabar con el
vicio corrupto de la pedofilia que aqueja de forma endémica a la institución,
tendríamos ahora un buen puñado de prelados y sacerdotes en las cárceles de todo el mundo
entregados por órdenes papales a la justicia secular, tendríamos un buen número
de religiosos expulsados del seno de la Iglesia.
Pero no hay tal cosa. No la hay porque
Ratzinger antepuso a esa necesidad sus apoyos, sus alianzas. Porque iniciar ese camino
era perder a los poderosos Legionarios de Cristo, cuyo líder permanece bajo el
ojo vigilante e investigador de las autoridades. Era anteponer lo necesario
para la buena marcha de su institución a lo necesario para su mantenimiento en
el poder.
Porque si realmente se hubiera
agotado en la defensa de la pureza de su fe o de la regeneración de su creencia
no habría transigido con los innumerables vacíos y vicios argumentativos de la
teoría de la expiación contante que defienden Kiko Argüello y sus
neocatecumenales, ignorando informes de teólogos vaticanos, avisos de titulares
de sedes obispales y concediéndoles carta de naturaleza, solo para tenerlos de su lado, aunque proponían y realizaban aquello que
sabía que iba incluso en contra de la doctrina más firme de la iglesia, que va desde la paternidad responsable hasta el lugar que ocupa el sacramento del
perdón.
O habría recordado a la prelatura
personal más poderosa que no se puede servir a su dios y a su dinero, que no se
puede funcionar como una mafia masónica, buscando el poder político a cualquier
precio, en lugar de hacer santo y elevar a los altares a su fundador para tenerlos contentos.
Así que no es el inmovilismo, ni la
increencia, ni la falta de fe lo que ha enviado al Joseph Ratzinger, recuperado
su nombre de nacimiento, al exilio entre laudes y vísperas monacales. Es él mismo. Él y su participación voluntaria en la conjura permanente que es
la jerarquía católica desde su creación.
La misma conjura que hizo morir a
un papa con un clavo introducido de un golpe de martillo en su cráneo mientras dormía, que hizo a otro
perecer tras ser abofeteado con un guante de guerra, que trasladó el papado de
una sede a otra a lo largo de la historia, que lo hizo hereditario con los
aciagos Borgia.
La misma conjura de la que se sirvió Joseph Ratzinger para medrar, la misma corte medieval y arribista que utilizó para encumbrarse.
La misma conjura de la que se sirvió Joseph Ratzinger para medrar, la misma corte medieval y arribista que utilizó para encumbrarse.
Si hubiera que poner rostro a quien
ha hecho al inquisidor romano morder el polvo de la clausura de por vida, no
sería el de un pagano, ni el de un descreído, ni siquiera sería el de un
cardenal, sería, sin duda, el de Ezio Auditore, el asesino veneciano del mítico
juego virtual Assasin Creed. El experto en matar entre las sombras, en
acuchillar por la espalda, en cambiarse de bando cuando la paga y el botín así
lo requieren.
Ratzinger ha muerto para Roma a
manos del mismo asesino que ha estado utilizando él para intentar matar a Roma
en su provecho.
Todos sabemos que, en realidad, hace
tiempo que Roma sí paga traidores.
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