Con las calles encendidas -y plagadas de totalitarios antisistema, según algunos-, los parlamentos alterados, los trabajos de muchos pendientes de un ere, los twitteros echando humo y los gobiernos nacionales y autonómicos abocados a la obcecación en su propio fracaso, poco tiempo queda para echar un vistazo intramuros, allá donde ni siquiera en condiciones normales nos gusta posar nuestras miradas: las prisiones.
Algunos pensarán que, con la que está cayendo, con la que nos hemos echado encima con nuestros votos y nuestras ausencias electorales, tampoco importan demasiado, tampoco estamos como para preocuparnos de los que están recluidos por sus actividades delictivas o directamente criminales -asumiendo la hipótesis de que la mayoría de los que están ahí se lo merecen, claro-.
Pero para aquellos que experimenten esa tentación la historia inventó a Kroptkin que antes de dedicarse a eso del anarquismo se encargó de intentar reformar las prisiones del zar y en su informe olvidado afirmó que "la grandeza de un gobernante se fundamenta también en que la pena por un crimen sea un castigo justo y no una venganza eterna".
O si lo preferimos, nosotros más audiovisuales en nuestra occidentalidad atlántica, Hollywood, Rosemberg y Redford inventaron a Brubaker, el mítico carcelero que desgranó la perla de "la democracia de un sistema se mide por el trato que da a aquellos que han perdido el derecho a exigir nada".
Ya intuíamos que los actuales inquilinos de Moncloa tenían poca tendencia a la grandeza -que no es lo mismo que grandilocuencia, no confundamos- y sus decisiones con respecto a las instituciones penitenciarias de este país nos demuestran que tampoco están muy por la labor de aumentar nuestro nivel democrático.
Buscando de donde sacar para quien no lo merece, buscando recolectar para un sistema financiero que les mantiene a ellos castigándonos a nosotros han fijado su vista en Instituciones Penitenciarias y su tijera recortadora ha llegado a las celdas.
Ya no es que hayan paralizado ampliaciones o construcciones para evitar el hacinamiento carcelario, que lo han hecho, ya no es que hayan recortado en programas de reinserción o educación, pasándose por el arco del triunfo la función constitucional de las prisiones en España, es que sencillamente han decidido que los presos enfermos no tienen derecho al mejor tratamiento sanitario posible y han decidido poner cupos al tratamiento de la Hepatitis C.
Puede parecer baladí pero no lo es porque uno de cada cuatro presos en nuestro padece esa enfermedad.
Pero el Ministerio del Interior -que nada sabe ni tiene que saber de fármacos, tratamientos y sanidad- decide que no hay dinero para comprar ese nuevo tratamiento, que Instituciones Penitenciarias tiene otras prioridades de gasto y que los presos no tienen por qué tener acceso a ese nuevo tratamiento.
Si fuera general ya sería terrible porque sencillamente el ser preso, el ser delicuescente o incluso el ser criminal te resta unos derechos -fundamentalmente el de voto- pero no te quita el derecho a la atención sanitaria, no puede quitártelo. No en un sistema que se precie de ser mejor que aquellos que delinquen contra él.
Pero lo que lo hace completamente antidemocrático es el hecho de que se asuman "cupos". Cupos que, como todos los "cupos" que se guarda este gobierno son arbitrarios, no están definidos, se mantienen en el secreto y la discrecionalidad de aquellos que deciden sobre ellos.
Así que, de un plumazo, la vida y la salud de una cuarta parte de los reclusos españoles depende de la decisión de los alcaides, depende de ser un "preso modelo" o un "preso de confianza" o como se quiera que lo hayan llamado a lo largo de la historia y la ficción.
De repente, la salud se incluye dentro del castigo por un delito, dentro de la condena por un crimen. Amparándose en la falta de dinero, en la necesidad de recursos para salvar precisamente a otros delincuentes -aunque estos de cuello almidonado y camisa a rayas- y escudándose en nuestro poco gusto por fijar la mirada en esos lugares oscuros necesarios de nuestra sociedad que son los centros carcelarios, nuestros gobernantes usan sus recortes de la forma ideológica más artera posible, dejando al descubierto cuál es su real visión que lo que debe ser una prisión y una sociedad.
Convierten las cárceles en los curiosos olvidaderos de Dentro del Laberinto donde no hay puertas de salida a menos que el señor del castillo decida que las haya y donde el deterioro de la salud y hasta la muerte por abandono forman parte del castigo por el delito.
No es muy grandioso y desde luego no es muy democrático. Pero ni Kroptkin ni Brubaker se sorprenderían de saberlo si llevarán un par de meses viviendo dentro de nuestras fronteras, leyendo nuestros periódicos y contemplando el ataque sistemático contra el sistema público de salud ordenado por Moncloa.
Solo hay que ver lo que están haciendo con la atención sanitaria de aquellos que no estamos aún recluidos en una penitenciaría.
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