miércoles, marzo 16, 2011

El miedo a Fukushima nos roba a Los Afares

Nada es más fuerte que el miedo. Eso es algo que todos sabemos, una verdad que todos llevamos en nuestro interior, aunque sea en lo más profundo de nosotros, en esos lugares a los que no queremos accecer salvo en contandas ocasiones. Nada es más fuerte que el miedo. Y, hoy por hoy, no hay nada que no de más miedo que Japón y su repentina destrucción.
Y es ese miedo lo que nos impele a gritar, a salir a la calle, a arrojarnos a la palestra pública para hablar de Fukushima, para reabrir el debate de las nucleares, para ponerle un nombre al culpable de nuestro pánico. Para hacerlo controlable.
Porque Fukushima, sus dos reactores ardiendo, sus varas energéticas al borde de la fusión, sus explosiones y sus 50 operarios trabajando trágicamente a destajo vital para evitar el desastre, aunque no lo parezca, es lo que nos hace nuestro miedo controlable. 
Nos permite ignorar que consumimos 15 terawatts de energía y que dentro de 20 años consumiremos el doble, nos transforma en irrelevante que gastemos diariamente 9.500 millones de euros en petróleo, que el 86 por ciento del consumo energético del mundo provenga de combustibles fósiles, que las energías renovables no vayan a llegar a tiempo para evitar el colapso. 
Fukushima nos hace olvidar todo eso y que no queremos renunciar al alumbrado nocturno de las ciudades, a los electrodomésticos, a los automóviles, al metro, a la luz doméstica, a la calefacción, a la industria,  al móvil o al ordenador. 
El percance que amenaza con transformase en accidente, que va camino de convertirse en tragedia, nos permite refugiarnos de nuestro miedo, ocultarnos de él. Hacer lo que hacemos siempre, negar la evidencia para no asumir la realidad.
No voy a s ser yo quien defienda un tipo de generación energética u otra. No voy a ser yo quien se posicione sobre algo que no son capaces de posicionarse ni los científicos expertos en la materia.
Pero lo cierto es que el hecho de que la central nuclear de Fukushima esté a punto de explotar nos ha venido bien. A los ciento veinte millones de japoneses que pueden morir o ser afectados por ello no. Pero a nosotros nos ha venido estupendamente.
Así, los ecologistas pueden lanzarse a la calle a reclamar el fin de la energía nuclear, apelando al miedo a un accidente en cada país, en cada central, en cada reactor de las 442 plantas nucleares distribuidas por el mundo. 
Pueden desempolvar Chernobil, La Isla de Las Tres Millas, Jane Fonda y El Síndrome de China y todo lo que quieran para poner facciones y nombre a nuestro miedo, para encauzarlo hacia sus revindicaciones seculares. 
Para poner a nuestro terror el rostro de un átomo, la voz de una explosión, la forma de un hongo nuclear.
Y gracias a Fukushima los políticos de este occidente nuestro, atlántico y civilizado, pueden recurrir a lo que más les gusta, al valor seguro a la hora de recolectar sufragios, apoyos sociales, de ganar elecciones. El más puro pánico. 
Pueden contribuir con sus repentinas urgencias, sus convocatorias de crisis, sus anuncios de cierres, revisiones y vigilancias constantes a ayudarnos con nuestro miedo, con nuestro terror, a ocultar el verdadero origen, la aútentica materia primigenia de la que está modelado, la auténtica base sobre la que se sustenta. 
Pueden hacerlo mesurable, controlable, superable. Y de paso pueden presentarse como los que han conseguido derrotarle, erradicarle de la faz de La Tierra. Y eso da votos, muchos votos, cantidades ingentes de votos.
Fukushima, su central, su reactor y su estallido, nos permite ser lo que siempre sido, lo que nos hemos acostumbrado a ser, lo único que queremos ser. Seres que le tienen miedo a la oscuridad porque no quieren recordar qué es lo que había en esa oscuridad que fue lo que les originó su primer estallido de espanto. Seres que necesitan un enemigo derrotable porque, sencillamente, no quieren reconocer que no son invencibles.
Porque el enemigo no es Fukushima, no es su ardierte reactor ni su radiactivo combustible. No es el ocultismo del gobierno japonés, ni los son nuestras necesidades energéticas. No lo es la energía nuclear ni el Síndrome de China. Aunque gritemos contra ellas, aunque queramos eliminarlas.
Porque el auténtico enemigo, la auténtica mano que se mueve en esa oscuridad a la que tememos es el hecho de que todo eso está provocado por un terremoto que no puede evitarse, por una ola que no puede detenerse. Y contra eso no tenemos defensa.
Nuestra ira contra las nucleares vuelve nuestros ojos hacia Fukushima para evitar tener que caer en la cuenta de que uno de los paises más industrializados de la Tierra ha sido casi borrado de la faz de la misma por un seismo incontrolable e impredecible; para evitar tener que reflexionar sobre el hecho de que ni la microgenética, ni la electrónica, ni la nanotecnología, ni el grafeno, ni la robótica, ni ninguna de las ciencias en las que Japón es exponente puntero y casi único en el mundo, han servido de nada para evitar que una muralla de agua de 30 metros de altura le sepulte parcialmente. 
Si el tsunami hubiera sepultado completamente Fukushima, sin estallidos, sin peligro de radiación, sin Síndrome de China, tendríamos que pensar en ello y llorar,. Como no lo ha hecho podemos pensar en Fukushima y gritar. Podemos seguir siendo lo que siempre hemos sido. Podemos seguir siendo nosotros mismos.
La central nuclear japonesa y sus problemas nos permiten olvidar lo que el tsunami nos recuerda. Hemos basado nuestra cultura y nuestra civilización en el control y no controlamos nada. Nos posicionamos como dueños del planeta y no somos capaces siquiera de vivir en él. Hemos cambiado todo lo que hemos considerado necesario cambiar para aclimatar la faz terrestre a nuestras necesidades y aún así no tenemos la más mínima posiblidad de sobrevivir en ella como especie, ni como civilización. Y contra eso no se puede luchar.
Necesitamos creer que podemos hacer algo, que nuestra actividad puede cambiar y controlar el planeta. Y por eso la culpa del calentamiento global es nuestra, por eso el agujero de ozono es culpa nuestra, por eso el efecto invernadero es culpa nuestra. 
Porque si lo hemos hecho mal podremos evitar lo inevitable haciéndolo bien. Porque si es así podremos derrotar a nuestros enemigos, seguiremos siendo invencibles.Tendremos unos rivales a los que podremos derrotar, la energía nuclear, el Co2, los aerosoles, en lugar de exterminador del que ni siquiera podemos huir, El Planeta.
Porque la tierra se resquebrajó destruyendo y separando la Pangea sin ninguna necesidad de actividad humana, porque la órbita terrestre alejó el planeta tanto del sol que originó tres glaciaciones en las que la vida era prácticamente imposible sin necesidad de intervención humana, porque el calentamiento excesivo originó la extinción de especies y líneas de evolución entera sin necesidad de acción humana alguna. 
Si los enemigos son el terremoto, el tsunami, lás réplicas y la furia de la naturaleza en general no tenemos defensa. Porque identico terremoto desatará idéntica devastación, haya centrales nucleares o no. Porque las limpias y no radiactivas presas hidroeléctricas se resquebrajarán e inundaran los valles de tsunamis de agua dulce que asolaran poblaciones enteras, eso sí sin radiación. Será lo mismo pero visto de otra manera.
Porque este planeta no es estable y nunca lo será; porque sus ritmos y sus movimientos no nos tienen en cuenta, porque ni siquiera somos inquilinos en él, que pagan un alquiler y tienen ciertos derechos, aunque puedan ser expulsados. Y ese es nuetro auténtico miedo. Ese es el pánico que subconscientemente oculta nuestra repentina furia contra Fukushima y las nucleares.
Hemos construido toda nuestra fortaleza como especie, como civilización y como individuos en la necesidad de estabilidad, en la seguridad de esa estabilidad. Por eso nos hicimos sedentarios, por eso nos hicimos agricultores, por eso nos hicimos monógamos, por eso nos amurallamos, por eso matamos y morimos. 
Y de repente, la base sobre la que se asienta nuestros pies nos recuerda que ella es diferente, que ella no precisa estabilidad, ni seguirdad, que ella seguirá viva por más convulsa que se muestre. Nos devuelve a la más profunda de las oscuridades de la que parten nuestros miedos. 
Nos convierte en alienigenas en nuestro propio planeta. Nos arroja al conocimiento de nuestro irresoluble error. Nos recuerda que no somos Afares.
La tribu Afar vive en el Cuerno de Afríca, a tres kilómetros de la zona con mayor actividad sísmica y volcánica de la tierra, a mil setecientos metros de la mismísima puerta de entrada al infierno.
Sus residencias se asientan sobre un suelo que tiembla cada veinte horas, sus ganados pastan rastrojos junto a la mayor falla superficial de la tierra que se abre a un ritmo de tres centímetros por mes y por la que corre un rio de lava ardiente que se desborda de forma aleatoria, Sus hornos se alzan junto a dos volcanes que están en perpetua erupción. 
No tienen agua, no tienen energía, sólo tienen su ganado y su vida. Pero viven. 
Y los terremotos no destrozan su esquema de las cosas, las erupciones no destruyen su sociedad, el hecho de que el dentro de cincuenta años el Cuerno de África vaya a ser una isla separada del continente africano no les afecta en absoluto a la hora de plantearse su supervivencia.
Los hijos de la tribu Afar se han adaptado al entorno en que viven. No han adaptado ese entorno a sus esquemas de vida. Y nosotros ya no podemos hacer eso, aunque realmente llegaramos a creer que queremos hacerlo.
Por eso nos ha venido bien poder tirar de Fukushima. Porque podemos luchar para intentar derrotar al enemigo nuclear y gritar nuestro miedo a morir  por culpa de las radiaciones . Podemos hacerlo en lugar de llorar por el pánico que nos provoca recordar el hecho de que ya estamos muertos porque nuestro planeta va a matarnos. Tarde o temprano. 
Puede que ese conocimiento no cambie nada, pero esa es la realidad. No Fukushima.

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