El circo sigue. Mientras Ana Rosa -la única Ana Rosa que parece que existe en este país nuestro- se debate entre la duda métodica de ganar audiencia o no con su condición de imputada en un juício, por saltarse unos cuantos preceptos legales y otros tantos éticos, al coaacionar a una implicada en el caso Mari Luz y los padres de Madeleine Mcann anuncian que van a volver a hacer fama y fortuna a costa de la ausencia y desgracia de su hija, los tribunales absuelven de asesinato y violación al menor implicado en la desparición de Marta del Castillo. Y el circo sigue.
Más allá de bienintencionadas canciones de apoyo de rumberos de polígono y duralex en la oreja, más allá de inoportunas -aunque igualmente bienintencionadas- predicciones nigrománticas sobre apariciones de cadáveres, el circo sigue.
Sigue para demostrar que todo lo ocurre, lo que está ocurriendo y probablemente lo que ocurrirá, alrededor de estos casos no es real, no está pasando, es algo más o menos, como la frase que el maestro de ceremonias de un espéctaculo circense pronuncia al final del show, mientras saluda al respetable chistera en mano: "No olviden que el circo nada es lo que parece".
Porque todos los que han escrito, los que han hablado, los que han opinado y los que han gritado sobre este caso, han forzado a la justicia, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y todas las instituciones que se supone que están encargadas de asuntos como este, a convertir sus despachos y sus salas de juicios en un circo de tres pistas.
A convertirse en atracciones de una feria trashumante destinada al asombro, la víscera y el constante recurso a lo ilógico.
Han forzado a la fiscalía a disfrazarse de funambulista malabar y presentar una acusación de asesinato y violación amparada en la presencia de ADN en una mesa en la que pudo o no pudo ser asesinada Marta del Castillo, sobre la que pudo o no pudo ser violada la desparecida joven.
Porque la presión social basada en la indignación ha forzado a la justicia a presentar una causa inestable, en la que los indicios no conducen a ninguna parte o por lo menos a ningún sitio concluyente.
Porque el afán de venganza social ha hecho que el juez se convierta en equilibrista abocado a actuar sin la red salvadora de las pruebas. Porque la irresponsabilidad mediática ha exigido al defensor del Menor que ejerciera de lanzador de cuchillos en contra de su propia naturaleza y permitiera un proceso que en cualquier otra circunstancia hubiera sido considerado como el más flagrante ejemplo de vulneración de los derechos del menor desde las sucesivas detenciones preventivas de El Vaquilla.
Porque ni gobierno, ni medios de comunicación, ni organizaciones sociales ni nadie ha tenido el valor de ejercer de maestro de ceremonias en este circo mediático y visceral y decir claramente que la justicia tiene unos criterios, tiene unos parámetros que no se pueden romper por la presión social, por las necesidades de audiencia, por el deseo de venganza o por la justa indignación de nadie.
Y eso ha hecho posible que la Policía se vea obligada de repente a convertirse en el prestirigitador que, como la mala suerte le impide obtener pruebas sólidas, tiene que ofrecer confesiones durante los traslados sacadas de la manga y que se desvanecen ante la vista de los ojos de cualquier tribunal.
Y todo porque, una vez más, hemos hecho lo único que sabemos hacer. Hemos sentido la necesidad de tener miedo, de sentir ira, de hacer las cosas antes de tiempo con tal de que sean rápidas en lugar de desear simplemente que estén bien hechas.
Porque hemos creído que titular que alguien es culpable, que decir en un sumario de un programa televisivo de sangre y víscera que alguien puede ser culpable, le convierte automáticamente en culpable; que desear que alguien sea culpable es bastante para que la justicia haga que sea culpable; que el hecho de que necesitemos un culpable es motivo suficiente para que los mecanismos diseñados para proteger a todos dejen de funcionar y se comporten como si ya fuera culpable.
Todo porque hemos creído que la solidaridad con el sufrimiento nos permite dejar de pensar en términos racionales, que tenemos patente de corso para que el miedo y la repugnancia por un acto criminal haga posible que recurramos al linchamiento público, a la abolición de todas las normas judiciales, en aras de castigar a un culpable que olvidamos que nadie ha decretado que sea culpable.
Todo porque ignoramos que por mucho daño que el asesinato de Marta del Castillo haga a sus familiares, por mucho miedo que de a sus vecinos, por mucha repugnancia que genere en todos, no se puede cambiar la presunción de inocencia por la de culpabilidad, no se pueden cambiar las pruebas por los indicios, no se puede alterar la triste realidad de que no existen los mimbres suficientes para tejer el cesto de una acusación sólida, aunque todos seamos más o menos conscientes en nuestro interior de que eso es una situación injusta.
Y así, nos quedamos boquiabiertos, desalentados, desinflados cuando los jueces, los fiscales y todos los que están obligados a ser ciegos a los medios, la alarma social y los deseos -justificados o no- de venganza se quitan sus disfraces cicenses y ejercen de lo que són, de lo que siempre han sido, de lo que nunca deberíamos haberles exigido que dejaran de ser.
No por el bien de los supuestos asesinos de marta del Castillo -ya uno menos-, sino por nuestra propia seguridad como individuos y como sociedad.
Y no hay ofensa, ofuscación o juicio paralelo que pueda obligar a un magistrado a considerar la presencia de ADN en una mesa como prueba inequívoca de que ha violado o matado a alguien. Sólo es una prueba inequívoca de que ambos estuvieron alrededor de esa mesa -y ni siquiera en momentos simultáneos en el tiempo-. Nos guste o no. Eso es lo que es.
Porque no hay presión social, ni dolor familiar, ni campaña mediática que pueda obligar a un fiscal de menores a considerar legal y aceptable que un menor sea juzgado y condenado en base a una declaración que la policía dice haber escuchado sin que fuera puesta por escrito, firmada o grabada en presencia del abogado del acusado. Y eso es lo que es. Nos guste o no.
Porque no hay manifestación de apoyo, canción de Andy y Lucas o predicción de la Bruja Piruja que pueda ser presentada como prueba por un fiscal para conseguir una condena de asesinato y dos de violación. Y así debe ser, aunque en ocasiones como esta nos disguste.
Porque cuando se disipa el humo de las fotografías a primera plana, cuando se apagan los fuegos de artificio de los flashes de las cámaras y las cabeceras de los progamas televisivos en rojo y negro, sólo queda una verdad que suena como el eco lejano de todo lo que se ha dicho y se ha gritado para alimentar el mayor espectáculo del mundo.
Una frase que no queremos oír, pero que da sentido a todo lo que pasa. La frase que se repitiera el villano en Born Again, el mítico comic de Frank Miller: "No hay cádaver, no hay cadáver. No hay cadáver"
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