En estos tiempos, nuestros tiempos, en los que la libertad es un bien incuestionable pero continuamente malinterpretado, todo lo que se ha dicho y se ha hecho, se reduce a dos niñas, todo lo que se ha defendido y se ha atacado, se concentra en dos niñas, todo la falsamente denunciada y no evitada cristianofobia laica se ceba con dos niñas, toda la acallada y culpablemente maquillada intransigencia religiosa se refleja en dos niñas.
Hoy, toda la ciudadanía de nuestro país -su educación y su objeción- se resume en dos niñas. Dos niñas sevillanas les recuerdan a unos y otros que sus propias conciencias no son la medida de todas las cosas.
Dos estudiantes de ESO de Sevilla tienen que repetir curso. Son buenas estudiantes - o al menos no lo son malas-, pero no pueden comenzar a cursar el bachillerato; no han suspendido asignatura alguna, pero han de repertir el último curso de ESO.
Y nos volvemos a la prensa, a la Inspección de Educación, la a Junta de Andalucía, al Instituto, al claustro de profesores en busca de culpables y toda institución lo que se nos ocurre para explicar esa sinrazón, esa aparente incongruencia que supone que dos niñas, cuyo futuro depende en gran medida de su educación, se hayan quedado, sin merecerlo, ancladas en un presente, obligadas a repetirlo en un día de la marmota indeseado e indeseable.
Nos volvemos al Ministerio, a los educadores, al sistema y nos topamos con la conciencia de sus padres. Nos encontramos con la sinrazón de que esas dos niñas no pueden estudiar Bachillerato porque sus padres no han querido que lo estudien, déjenme que lo repita: no han querido que lo estudien.
Porque han sido sus padres y sus conciencias los que han decidido que no estudien una asignatura obligatoria. Han sido sus padres los que han intentado imponer a un sistema público, pagado por todos, su manera de ver el mundo y han antepuesto su ideario y su conciencia al de todos los demás y las necesidades de sus hijas.
Porque son ellos los que han decidido anteponer su conciencia a su responsabilidad. Porque son ellos los han confundido objeción de conciencia con la incoherencia más radical y absoluta.
La objeción de conciencia al estudio de la asignatura de Ciudadanía no está reconocida en este Estado, puede que en el reino de los cielos te haga ganar puntos y te descuente algunos de la lista de pecados que acumula el objetor en cuestión, pero los tribunales de este país no la reconocen.
Por eso el claustro docente del colegio se ha visto obligado a negar el título de ESO a dos niñas en Sevilla. Porque sus padres son unos irresponsables. Porque sus padres se permiten el lujo de tener conciencia y no responsabilizarse de ella.
En este país -y sobre todo en el sur de este país- hay infinidad de colegios que enseñan con el ideario religioso, a los que se les permite aclimatar la asignatura de educación para la ciudadanía a ese ideario, en los que se aborda por encima o desde otro punto de vista la homosexualidad y las relaciones fuera del matrimonio y los anticonceptivos -que, no lo neguemos, son el único caballo de batalla católico de esta ley-.
Si tu conciencia es lo suficientemente dura e intransigente como para que sea más importante para ti que dos hombres cohabiten carnalmente o que dos mujeres se conozcan bíblicamente que el futuro de tu hija, estás en tu derecho. Si que hombres, mujeres y viceversa yazcan sexualmente sin los sagrados vínculos del matrimonio es más importante en tu conciencia que poner en entredicho las posibilidades educativa de tus vástagos, es tu decisión.
Pero tu conciencia es tuya y por tanto debes responsabilizarte de ella.
Esa conciencia tan grandilocuentemente tremolada no les ha hecho sacar a sus hijas de ese colegio público e inscribirlas en uno concertado religioso; esa conciencia -objetada y objetable- no les ha llevado a resposabilizarse de esa objeción y matricurlarles en un colegio privado religioso, que les enseñe lo que ellos quieren que se les enseñe.
Esa conciencia aireada y falsamente utilizada no les ha hecho reflexionar sobre las formas de solucionar el problema que para ellos supone que el Estado esté obligado a respetar todas las ideologías religiosa, pero que no tenga que emplear dinero ni recursos en mantener ninguna de ellas y por tanto no se vea obligado a enseñar algo que solamente defienden ellos; Esa conciencia no les ha permitido darse cuenta de algo que supera a su ideología, que supera a su percepción. De algo que se llama realidad.
Una realidad que impone que una enseñanza es obligatoria porque es obligado estudiarla, una realidad que impone que un Estado no pueda permitir que sus ciudadanos no se eduquen en lo que supone ser ciudadano; una realidad que supone darse cuenta de que ninguno de los textos de Educación para la Ciudadanía -y me he leído unos cuantos- afirma que hay que ser homosexual o que sea obligatorio practicar el sexo fuera del matrimonio o utilizar medios anticonceptivos.
Esa conciencia, inflada, intransigente e -lo siento, tengo que decirlo- inculta, no les permite ver que lo que se enseña es que, en este país, es legal el matrimonio entre homosexuales -y eso es un hecho-; lo que se enseña es que, en España, esta permitido el sexo fuera del matrimonio y son reconocidas las relaciones de pareja que no tienen un vínculo religioso de por medio -y eso también es un hecho-; lo que se expone es la posibilidad de la utilización de métodos anticonceptivos si se quiere evitar el embarazo -y eso es, por supuesto, otro hecho-.
Esa conciencia no les permite ver que, si a ellos todas esas cosas no les gustan, es su responsabilidad educar a sus hijos en esas creencias. Creencias que irán contra los hechos reales de lo que ahora sucede en este país y que les impelerán a un deseo de cambio de las mismas.
Esa conciencia, al parecer, no les ha llevado a la consecuencia más lógica, a eso que solía llevar la conciencia cuando funcionaba como tenía que funcionar. A responsabilizarse de sus actos. A realizar acciones efectivas y reales para comprometerse con eso que su conciencia les dicta.
No les ha llevado a exigir a la misma estructura ideológica que apoya y llama a la objeción de conciencia -La jerarquía eclesial, para entendermos- que sufrague los gastos que les pudiera producir en matrículas o gastos escolares el seguir sus directrices. Porque los que tienen la obligación de sufragar las necesidades de la ideología católica son los católicos, no el Estado. El Estado debe respetarla, no sufragarla.
Como suele ocurrir en esta era atlántica de la conciencia desmedida e incoherente y no necesariamente esforzada, los padres de esas dos niñas sevillanas que no pueden empezar el bachillerato por una cuestión de conciencia -no la suya, la de sus padres, que no les han preguntado al respecto- han confundido lo que ellos quieren con la realidad de lo que es, lo que ellos no hacen con lo que los demás deberían hacer.
Dos niñas de Sevilla no pueden estudiar bachillerato porque el Estado ha legislado sobre una asignatura obligatoria. Y ese es su trabajo
Dos niñas de Sevilla no pueden estudiar bachillerato porque un gobierno ha incluido en el plan de estudios una asignatura para que los estudiantes sepan en que principios se basa actualmente el Estado Español. Y ese -bien o mal hecho- es su trabajo.
Dos niñas de Sevilla no pueden estudiar bachillerato porque La Inspección de Educación no permite que se otorgue el Graduado Escolar sin haber aprobado todas las materias. Y ese es su trabajo.
Dos niñas de Sevilla no pueden estudiar bachillerato porque La Junta de Andalucía ha escuchado los argumentos de esa inspección y los recursos de los padres y ha decidido en favor de los primeros. Y ese es su trabajo.
Dos niñas de Sevilla no pueden estudiar bachillerato porque El claustro docente no les ha aprobado una asignatura que no han cursado y de la que nada saben. Y ese es su trabajo.
Pero esas dos estudiantes no están en la situación actual porque toda esa gente haya hecho su trabajo sino porque cuatro personas -dadas las circunstancias, supongo que dos hombres y dos mujeres- no han hecho su trabajo.
Ni como ciudadanos, ni como padres ni como católicos.
Porque ahora reclaman ,en virtud de una Constitución que no han dejado a sus hijas aprender y que sus retoños desconocen porque, para ellos, es más importante que sus vástagos no escuchen la palabra anticonceptivo o el sintagma matrimonio homosexual que que sepan sus derechos, entre los que se encuentra, por cierto, el no casarse con alguien homosexual y no utilizar anticonceptivos.
Porque creen que es su derecho que el Estado pague y sufrague una educación en una ideología determinada o no hable de una realidad concreta o mesurable porque a ellos les incomoda.
Crasos errores como ciudadanos.
Porque no han asumido el hecho de que su conciencia ideológica les obliga a asumir las cargas que conlleva defenderla y la necesidad ineludible de exigir a aquellos que dicen hablar en defensa de esa ideología a colaborar y contribuir en mantenerle y no exigirle a otros que lo hagan -aunque sea con dinero, eso tan mundano-.
Imperdonable error como católicos.
Y sobre todo porque han arriesgado el futuro de sus hijas, en algo que sólo se me ocurre calificar como el Síndrome de Abraham, colocándolas, a ellas y a su expediente educativo, en el altar del holocausto en aras de demostrar la fe en su dios.
En espera, es de suponer, de que un ángel, enviado por su deidad, detuviera su brazo antes de que el sacrificio fuera inevitable y el daño estuviera hecho. Pero los ángeles no suelen detener el brazo de aquellos que creen que pueden sacrificar todo, incluido el futuro de sus hijos, en aras de su conciencia y que eso, como les convierte en buenos creyentes, automáticamente les transforma en buenos padres.
Irredimible error como progenitores.
Ahora el daño está hecho, el cuchillo del sacrificio religioso ya ha caído sobre la garganta del expediente educativo de sus hijos. Sólo les queda hincarse de hinojos y rezar.
Rezar para que su dios no haya decidido que la incoherencia y la irresponsabilidad son dos nuevos pecados mortales.
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