sábado, marzo 12, 2011

El arte oriental de pensar en contra propia

Llevamos un buen rato vueltos hacia Oriente. Un buen rato en tiempos históricos, se entiende. Y en todo ese rato que hemos pasado con la mirada puesta en las lejanas tierras que dan la bienvenida al sol cada mañana, nos ha dado tiempo a fijarnos en sus comidas, en sus bebidas, en sus drogas, en sus colores, en su forma de arreglar el jardín, de colocar los muebles, en sus maneras de mantenerse en forma y de perderla, en su filosofía de supervivencia y en su, nada filosófica, necesidad de sobrevivir.
Hemos encontrado hueco en nuestras apretadas agendas para imitar sus dietas, incorporar sus ejercicios gimnásticos, redibujar sus símbolos, repetir sus mantras, lucir sus tejidos e incluso, para los más atrevidos, intentar aprender sus danzas e imitar sus ritos sexuales.
Pero, entre tantos símbolos y tatuajes, entre tantos acertijos y runas pictográficas, entre tanto incienso in tanto sushi, algo se nos ha pasado por alto.
Algo que ha tenido que venir a enseñarnos un anciano -uno de esos ancianos orientales que dan la impresión de haber sido siempre ancianos-, uno de esos de túnica azafrán y manos pepetuamente unidas por las palmas.
De hecho, el anciano que refleja a todos los ancianos que imaginamos y dibujamos en Oriente.
Y no lo ha hecho con un largo rezo o con una contundente sentencia. No lo ha hecho con una complicada danza ni con una cadenciosa gimnasia para la guerra ejecutada en una plaza de Pekín o de Shangai.
Lo ha hecho sin decir una palabra, como suelen hacerlo todo los orientales, como suelen hacerlo todo los ancianos, como suelen hacerlo todo los lamas.
El Darai Lama se marcha. Y esa es la lección que ha venido a enseñarnos, esa que el incienso y el pescado crudo no muestran; esa que los ombligos danzantes y las patadas voladoras no enseñan. Esa que los sofás orientados al sur y los rododendros plantados en círculos perfectos no descubren.
El Darai Lama se marcha no porque esté viejo, no porque esté cansado, no porque esté a la búsqueda de un sicomoro bajo el cual alcanzar el nirvana de Sidarta. Se marcha porque tiene que hacerlo. Porque sabe que es lo mejor. Lo mejor para los otros. No para él.
Ha tenido cincuenta años, desde que un comando estadounidense de élite se salvara de las garras del Ejército Rojo -el de China, no el de la extinta URSS-, y los ha aprovechado. Los ha aprovechado para pensar.
Y ha concluido que no se puede reclamar la libertad del Tibet si no se le concede la libertad al Tibet, que no hay diferencia entre una dictadura y otra. Ha hecho algo que nosotros somos incapaces de hacer. Ha pensado en su contra.
Y sin que nadie se lo pidiera, sin que nadie se lo exigiera, sin que nadie haya tenido siquiera que insinuárselo con una fábula o reptírselo con un mantra, ha decidido marchrase.
Porque un gobernante no elegido es perverso por naturaleza, por muy benévolo y pacifista que sea. Aunque sea él.
Porque es injusto que un pueblo no pueda elegir a sus gobernantes aunque se equivoque y el gobernante no elegido no tiene derecho a permanecer en el poder. Aunque sea él.
Porque, si China no tiene derecho a ostentar el control político sobre el Tibet, la teocracia de los lamas tampoco lo tiene. Aunque él sea su cabeza visible.
Porque, si las cosas del Estado y de la religión tienen que estar separadas, ninguna filosofía religiosa tiene derecho a definir las leyes y los hechos del gobierno de un país. Aunque sea la suya.
Porque no sirve de nada lograr que el Tibet se libere de un gobierno impuesto desde fuera para conseguir solamente que se vea sometido a un poder impuesto desde dentro. Aunque sea el suyo.
El Darai Lama se va y antes de hacerlo, siguiendo la aseada tradición de los techos del mundo, se da un baño.
Mientras nosotros nos damos baños de lotos rejuvenecedores, de almendras amargas tersadoras de la piel, de katas marciales adrenalínicos, de cadenciosos movimientos relajantes, de inciensos perfumados abstrayentes, de esencias olorosas evocadoras, el Darai Lama  se baña en algo que nosotros no conocemos, hemos olvidado o no sabemos en qué tienda especializada conseguir.
Se da un baño en la mas pura, cristalina y refulgente coherencia vital y personal. Eso no puede aprenderse con la danza del vientre, eso no puede alcanzarse con el sexo tántrico. Eso no puede cocinarse en ningún wok.
La comparación con cualquiera que queramos echarnos a la cara en este nuestro occidente atlántico, es tan odiosa que ni siquiera merece la pena ser hecha. Llevamos demasiado tiempo creyendo y queriendo creer que alguien nos concedió el derecho a no tener que pensar en contra nuestra.
Y aunque en nuestro gusto por lo oriental, en esa moda de los power point con paisajes, soles y cuentos de autoafirmación descontextualizados -¡que daño le ha hecho el Power Point a la filosofía oriental!-, nos sintamos en la tentanción de darle la razón, de admirarle, no estamos en condiciones de hacerlo. No entendemos lo que ha hecho. No sabemos lo que significa.
Creemos que el noble acto del Dalai Lama le compara con los tiranos odiosos que masacran a su pueblo en el desierto, con los cleptocrátas que se niegan a marcharse hasta que no han robado hasta el último doblón del herario público. Pero nos equivocamos.
Los más combativos de esta sociedad -que ha hecho del combate algo reprochable-, hasta incluso creen que la marcha del Dalai Lama le compara con esos presidentes del gobierno que no renuncian, aunque su política es un fracaso; con esos presidentes autonomicos que no se marchan, aunque les delaten los trajes, las regulaciones de empleo, las escuchas telefónicas o las trampas en los teatros. Con todos esos que se aferran al poder, aunque sus prácticas amatorias con menores, sus ingresos millonarios en cuentas cifradas o sus cacicadas nepóticas y notorias harían más que aconsejable la dignidad de hacer lo contrario. Pero tambien yerran el blanco.
Incluso, los más iconoclastas de entre los nuestros, buscan con ese acto la comparación con aquellos que tiran de libro sagrado y canto puntiagudo para mantener un poder que no merecen y que su dios no les concedió; o con aquellos que gritan sobre la separación de Iglesia y Estado, reescribiendo a su maestro, pero no hacen nada por eliminar el poder terrernal que ostentan en una pequeña porción de tierra, en el corazón de la Europa laica y cristianofóbica -según se dice ahora-. Pero tampoco aciertan.
Todos esos y esas tienen la comparación perdida antes de plantearla. Juegan en otra liga. En una competición que solamente es vagamente humana.
La renuncia del Dalai no le compara con todos ellos porque eso sería lo fácil, lo que nos mantendría al margen. La marcha del Dalai le compara directamente con todos y cada uno de nosotros. Porque somos nosotros los que nos mostramos incapaces de pensar en contra nuestra.
Compara  al que fuera rector de los techos de la Tierra con el jefe que se sabe incapaz, pero no renuncia al cargo; con el compañero que se sabe inútil, pero sigue cargando su trabajo sobre otros; con la pareja que sabe que está destrozando a quien dice amar, pero se niega a apartarse; con la familia que intenta imponer sus criterios, aunque sabe que uno de los suyos no los comparte; con el amigo que sabe que ha de decirle a su camarada que está equivocado, pero solamente le da palmaditas en la espalda y le dice a todo que sí; con el vástago que sabe que es una carga onerosa para sus progenitores, pero no hace nada para responsabilizarse de su supervivencia; con el amante o la amante que busca su propia satisfacción utilizando a su partenaire ocasional como un consolador o una muñeca hinchable.
Con su baño de coherencia, el anciano oriental se enfrenta con el trabajador que sabe que debe protestar, pero no lo hace para no perder un día de sueldo; con el fijo que ignora a los eventuales, con el eventual que ignora a los temporales, con el temporal que ignora a los parados, con el parado que ignora a los pobres, con el pobre que ignora a los miserables, con el miserable que solamente quiere ser fijo. 
Con su no reclamarada renuncia, el anciano del azafrán y el sicomoro se opone al que sabe y calla porque le viene bien, al que habla pero no escribe para que no quede constancia, al que escribe y no lucha para que no brote su sangre, al que lucha y se rinde porque ya ha conseguido lo que quería para él sin tener en cuenta a los demás.
Y eso nos hace perder en la comparación a todos y cada uno de nosotros, miembros del emporio occidental incapaz de pensar en términos universales más allá de lindividuo.
Pero no debemos preocuparnos. El mismo día en el que Darai Lama renuncia a su cargo, un minsitro japonés es descubierto en un caso de sobornos y, por primera vez en la historia, no sólo no se arroja sobre su katana en el centro de su jardín zen, sino que ni siquiera dimite. Aún podemos ganar.
 Poco puedo hacer en estas líneas para honrar a alguien que demuestra que todavía es posible pensar en los demás antes que en ti mismo. Pero, a partir de ahora, escribiré su nombre en mayúsculas.
Para mi el darai lama siempre será el Darai Lama. No porque lo que ha sido, sino porque, por otros, ha sido capaz de decidir dejar de serlo.

No hay comentarios:

Lo pensado y lo escrito

Real Time Analytics