El once de septiembre ya no es lo que era.
Sigue siendo día de fastos, banderas y discursos, sigue siendo la jornada que otros marcaron en el calendario con la sangre masiva del Occidente Atlántico, continúa siendo el día en que se conmemora el aniversario del día en que la guerra -nuestra secular e interminable guerra contra nosotros mismos- llegó a América.
Pero ya no es lo que era.
Hasta hace unas semanas, casi unos días, el once de septiembre era todas esas esas cosas pero sobre todo era el recuerdo constante y continuo de como la locura de unos y el orgullo de otros nos aboca al desastre, de como siglos de hacer las cosas mal allende de nuestro patio trasero nos vuelven como un boomerang con un golpe cortante en un solo segundo, de como lo que hacemos mal a miles de kilómetros de nuestras costas provoca una marea de sangre y lágrimas en nuestras playas.
Pero ya no. Hoy no. Este once de septiembre es otra cosa. Y ni George W. Bush, ni Osama Bin Laden, ni Mohamed Ata, ni ninguno de los que fueron actores y púgiles principales en ese round en concreto de esta guerra interminable tienen nada que ver con ese cambio, con esa mutación que ha sufrido el once de septiembre ante nuestros ojos.
Los que hemos cambiado el sentido y la razón al Once de Septiembre somos nosotros mismos, son nuestros miedos de siempre, nuestras soberbias de siempre. Nuestra incapacidad occidental atlántica -y humana en general- de aprender de nuestros propios errores.
Mientras los próceres mundiales se dedican a dar discursos construidos y redactados para mantener en todos vivo el recuerdo de ese día, ellos ya lo han olvidado.
Ante la misma situación, ante el mismo origen, ante el mismo riesgo, cometen el mismo error. Idéntico al que nos llevó a ver caer el World Trade Center, sl que nos obligó a ver estallar los trenes de Atocha y Santa Eugenia, al que nos condujo a contemplar arder el metro de Londres.
Cuando nos acecha un nuevo ramalazo de furia medieval sangrienta amparada en la falsa interpretación de una religión pierden la memoria de este día; justo cuando de nuevo el ariete de la locura vuelve a golpear contra las maltrechas murallas de nuestro Occidente Atlántico, ellos borran de sus mentes y sus decisiones el recuerdo de nuestro error y lo repiten.
Llega el llamado Estado Islámico, bautizado por algunos como El Califato -como si realmente supieran lo que significa ese concepto en el Islam-, y se instala de nuevo en la ira furiosa yihadista y no recurren a la cordura para enfrentarse a su locura, no recurren a la razón para enfrentarse a su irracionalidad furiosa, no tiran de los planes de futuro para enfrentarse a una regresión violenta a un pasado de barbarie.
No hacen nada de lo que se supone que nos había enseñado a hacer ese Once de Septiembre en que la guerra nos llegó.
Como hicieran con Bin Laden para oponerse al fantasma soviético, somo hicieran con Sadam Husein para oponerse al ogro de los Ayatolas iraníes, tiran del mismo recurso, de la misma solución, de lo mismo que llevó a la muerte a miles de personas en Nueva York, en Bagdad, en Madrid, en Kabul, en Londres, en la frontera iraní.
Combaten una locura con otra que creen menor. Arman hasta los dientes en el nombre de la paz a aquellos que ahora son los enemigos de sus enemigos pero que siempre serán enemigos nuestros porque nos hemos ganado su odio con creces.
Arman a los Peshmerga, como armaron a Sadam, como armaron a Bin Laden; bombardean Irak, Siria o lo que haga falta como lo hicieron con Kabul o Bagdad, intervienen militarmente en la situación como si las veces anteriores, desde Vietnam hasta El Golfo, desde Checoslovaquia hasta Tiananmen, hubiera servido de algo, hubiera sido una solución duradera.
Vuelven a sembrar el campo arrasado mil veces por la guerra y la muerte con la misma semilla de destrucción que dará de nuevo la misma cosecha sangrienta que recogimos ese once de septiembre.
Y nosotros, que no podemos evitar ser lo que somos porque nos negamos a querer evitar comportarnos como nos resulta cómodo comportarnos, lo apoyamos desde Berlín hasta Denver, desde Madrid hasta Atlanta, desde Londres hasta Nueva York.
En esto, como en todo, ahogamos el recuerdo de nuestros fracasos y nuestros errores, y repetimos las mismas acciones que nos conducen al desastre.
Como la amada que desprecia e ignora a su enamorado, pide perdón por ello por temor a su reacción y luego sigue haciendo lo mismo; como el jefe que se disculpa por actuar de forma despótica o incompetente cuando sus subordinados se rebelan pero sigue haciéndolo en cuanto se apagan los ecos de la rebelión, nosotros y nuestros gobiernos caemos en la misma trampa.
Los ataques al World Trade Center nos hicieron pensar, nos hicieron reflexionar, nos hicieron prometernos a nosotros mismos que nunca volvería a pasar.
Puede que incluso lo hiciéramos en serio y de corazón, pero somos occidentales y somos atlánticos.
Si somos incapaces de modificar nuestras actitudes por mucho daño que hagan a los que nos quieren, a los que tenemos cerca ¿cómo íbamos a hacerlo por el beneficio de todos en general?, si nos mostramos impermeables al cambio de actitud cuando esta afecta o hace daño a los que sentimos cerca, ¿cómo íbamos a planteárnoslo siquiera para algo tan lejano y ajeno como es "el futuro de la humanidad"?.
Nos da igual que en el plano personal sea triste y doloroso y que en el social sea absolutamente trágico y prácticamente irreversible. Cuando vuelven los miedos, vuelven las mismas formas de combatirlos y alejarlos. Por más veces que esas fórmulas hayan fracasado.
Así que no. El Once de Septiembre ya no es lo que era.
Antes era la conmemoración de un error global para intentar que su recuerdo nos impidiera repetirlo. Ahora es un monumento universal a la inconsciencia.
Porque repetir una y otra vez los mismos actos esperando que produzcan un resultado diferente es la definición exacta de la más pura y radical inconsciencia.
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