Miedos atávicos de otras cinco letras que nos colocaron al borde de la extinción, allá por el año de gracia de nuestro señor de 1650, pánicos convenientemente redecorados por Hollywood y todas las factorías de historias que conocemos.
Son cinco letras, como Peste. Es Ébola.
Y que estamos colapsados de miedo contra esta amenaza invisible y silenciosa que se cobra su impuesto de muertes por miles en la olvidada África lo demuestra el último intento casi patético de juzgar por homicidio a un contagiado que huyó del hospital donde le atendían y generó un nuevo brote en Nigeria.
Nadie niega que sea legalmente posible o que incluso sea justo pero eso no parará el Ébola. Eso no eliminará el escalofrío que nos produce saber que, cuando creíamos que ya no era posible, nos enfrentamos a algo que si nos llega nos quitará todo lugar donde escondernos.
Y ese es verdaderamente nuestro miedo. Un organismo vivo y sin cerebro nos quita el único recurso de defensa que utiliza este Occidente Atlántico como escudo de defensa para todo: huir o esconderse.
Ese hombre se curó, en su proceso de curación expandió el virus, pero al parecer se curó. Y eso es lo que hace que se le deba juzgar, que se le deba acusar.
Es absurdo, puede que legal y justo, pero absurdo.
Absurdo porque la amenaza de nada hará que cualquiera de nosotros no haga lo mismo, que no nos antepongamos a nosotros mismos al beneficio de todos los demás. Absurdo porque ninguno de nosotros no hará eso por más mensajes que le intenten enviar con esa condena, por más advertencias que se hagan.
Absurdo porque la amenaza de nada hará que cualquiera de nosotros no haga lo mismo, que no nos antepongamos a nosotros mismos al beneficio de todos los demás. Absurdo porque ninguno de nosotros no hará eso por más mensajes que le intenten enviar con esa condena, por más advertencias que se hagan.
Porque el virus no respeta nuestras reglas. No entiende de Normas de Compromiso como los ejércitos, no acepta acuerdos o treguas a cambio de poder como los gobiernos, las facciones o cualquiera de los modos que eligen los humanos de matarse.
Es ciego, es mudo, es invisible.
Porque si ese hombre puede llegar a Nigeria quizás hubiera podido subirse a una patera y llegar a nuestras costas o un avión y desembarcar en nuestros aeropuertos.
Y entonces estaríamos como África. Expuestos a un enemigo mortal y silencioso contra el que no estamos preparados.
Porque, por desgraciada suerte para ellos, África está acostumbrada a moverse. Se mueve huyendo del hambre, de la guerra, de la miseria, de la locura fanática y ahora se mueve huyendo del Ébola. Pero nosotros no estamos preparados para eso.
No abandonaríamos todo lo nuestro para escapar del virus, no dejaríamos todo lo acumulado y lo ganado para buscar un sitio en el que esperar que el virus muera por si mismo, para restarle alimento y posibilidades de expandirse.
No abandonaríamos todo lo nuestro para escapar del virus, no dejaríamos todo lo acumulado y lo ganado para buscar un sitio en el que esperar que el virus muera por si mismo, para restarle alimento y posibilidades de expandirse.
Nosotros seriamos un conjunto infinito de personas que actuarían como Olu-Ibukun Koye, el funcionario que huyó del hospital.
Antepondríamos nuestra salvación personal a cualquier otra cosa, Nuestro egocentrismo egoísta nos llevaría a hacer lo que hizo él, a huir, a recorrer kilómetros esparciendo el virus por doquier para llegar a un médico que pudiera salvarnos. Y, si nos salvaba como en el caso de Koye, pensaríamos además que lo habíamos hecho bien. Nos refugiaríamos en el ¿qué otra cosa podía hacer?
Más nos vale dejarnos de juicios y condenas y dedicarnos a destinar los recursos que ahora usamos para otras cosas, para armar y desarmar facciones, para salvar y evitar la quiebra de bancos, para alimentar nuestras cuentas secretas o para cualquier otra cosa en parar el Ébola.
Porque si nos llega a nosotros no vamos a renunciar a nuestro egoísmo para salvar a otros. Hace tiempo que olvidamos cómo hacerlo.
Todos vamos a ser Koye.
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