Dice Ana Botella que renuncia a ser alcaldesa de Madrid.
Lo ha dicho hace una semana y no ha habido terremoto político alguno, no ha habido movimiento genovés de ningún tipo ni impulso en Ferraz de ninguna magnitud.
Y hay analistas políticos que se sorprenden, militantes del Partido Popular que se incomodan y políticos más o menos mediocres del PSOE que se frotan las manos. Pero todos o casi todos se sorprenden de que no haya pasado nada cuando, en realidad, es completamente normal.
No pasa nada porque Ana Botella haya renunciado a la alcaldía de Madrid porque Ana Botella nunca puso el más mínimo empeño en ser alcaldesa de Madrid.
No era alcaldesa porque nadie la eligió, porque accedió al cargo a través de una serie de movimientos internos en su partido que evitaron unas elecciones municipales anticipadas, que impidieron a los madrileños elegir a su alcalde o alcaldesa cuando el que tenían decidió que su ascenso político era más importante que la administración municipal con la que se había comprometido con sus ciudadanos.
No era alcaldesa porque gastó más tiempo en tapar sus carencias y en mostrar sus vergüenzas que en administrar su ciudad, en colocar a los suyos para llenar las trincheras de su batalla genovesa contra la "lideresa" que en intentar demostrar que la dedocracia del Partido Popular había acertado en su caso.
No era alcaldesa porque se interesó más por la promoción internacional de su egregio esposo y sus actividades que por dejar en buen lugar a una ciudad que gobernaba, porque puso ahínco hasta el ridículo en promocionarse ella misma en inglés y en directo que evitar el oprobio de una candidatura olímpica condenada al fracaso desde su origen pero que podía haber sido derrotada con una cierta dignidad si ella no hubiera intervenido.
No era alcaldesa porque apostó por la imagen de quitar los mendigos de las calles en lugar de por la solución de atacar la miseria con sus recursos, tuvieran estos el tamaño que tuvieran; porque optó por el canto de cisne de hablar contra sus rivales políticas, Cifuentes y Aguirre, cuando le venía bien y no cuestionar a su partido cuando su revisión a la baja dela democracia municipal le venía mal a todos los madrileños.
Ana Botella nunca ha sido alcaldesa así que nada se mueve cuando decide reconocer oficialmente que no va a seguir fingiendo que lo es.
Porque Botella sabe que ni todos los cafés con leche relajantes en la Plaza Mayor harán que enfrentada a un proceso de elección democrática pueda triunfar; porque sabe que su falta de carisma político la ha llevado a tener que agarrarse a la perfecta raya del pantalón de su encumbrado esposo; porque ha descubierto que para ser Michelle Obama o Hillary Clinton hay que pelear por su cuenta, pensar por su cuenta y actuar por su cuenta.
Y los madrileños saben que ese mito histórico de que tras cada gran hombre hay una gran mujer solo sirve cuando el hombre es realmente grande y la mujer lo es con o sin ese hombre.
A alguien a quien quiero más allá y más acá de muchas cosas se le escapó hace unos días un comentario por lo bajo: "Sin Ana Botella -y su escondida sonrisa sarcástica era irrepetible-, los arboles ya no van a caerse".
No nos engañemos. Tiene razón.
Como Ana Botella nunca ha sido alcaldesa, los árboles se seguirán cayendo.
Porque Ana Botella no es el problema es la manifestación del problema. No es la enfermedad, es el síntoma. No es el ébola, es la hemorragia febril que lo delata.
Sin Ana Botella los árboles se seguirán cayendo porque en este país, en esta sociedad y en este Occidente Atlántico son pocos o ninguno los que gobiernan para el bien común, tengan las siglas que tengan, y muchos los que nunca exigimos que así sea.
Y eso no va a cambiar porque Ana Botella no se presente a las elecciones municipales.
Eso depende de nosotros. Una vez más, depende de nosotros.
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