Hay ocasiones en las que una sola frase lo desvela todo. Lo pone todo patas arriba y nos obliga a mirar sobre el tapete de la partida de cartas en la que el Occidente Atlántico ha convertido nuestras vidas para contemplar los naipes boca arriba.
El mandamás de Bayern, la multinacional farmacéutica, se calienta, se le va la boca, se viene arriba y suelta la perla de que su empresa "no hace medicamentos para indios, sino para quien puede pagarlos".
Y de repente todo se convierte en una partida de póquer descubierto.
Y de repente todo se convierte en una partida de póquer descubierto.
Nosotros nos indignamos, nos ponemos de uñas y empezamos a clamar contra el ejecutivo agresivo en lugar de pararnos y pensar un momento.
Los gurús de la democracia virtual comienzan a plantear encuestas y boicots, los recolectores de firmas suben a la red sus peticiones de rectificación o de sanciones a la empresa.
Hacemos todo lo que se nos ocurre menos pararnos y pensar.
Hacemos todo lo que se nos ocurre menos pararnos y pensar.
Quizás porque pensar nos obligaría a lo de siempre. A hacerlo en contra nuestra.
Exigir a Marijn Dekkers, que así se llama el consejero de Bayern en cuestión, que piense otra cosa y reaccionar con ira cuando descubrimos que no lo hace es como enfadarse con un león del Serenghetti por devorar a nuestro compañero de viaje por África o indignarse con los habitantes de un nido de tarántulas brasileñas por llenar de veneno el torrente sanguíneo de un turista despistado. Es pedirle al depredador que actué contra su naturaleza y enfadarnos con él por no hacerlo, por ni siquiera intentarlo.
Es absurdo.
Pero, si no hacemos eso, tendremos que hacer otra cosa porque a todos nos chirría que alguien diga que los indios se pueden morir de cáncer o de Sida porque no tienen dinero para pagar una medicación que puede curar esas enfermedades. Y esa otra cosa que tenemos que hacer nos resulta más difícil, mucho más difícil.
Supone reconocer que nos hemos equivocado como sociedad y como civilización en su conjunto, que desechamos mal y pronto muchas cosas, que hemos sido nosotros los que hemos creado esa situación.
Porque el problema no es que Dekkers sea un tiburón o que Bayern solo piense en sus ganancias. El problema es que el desarrollo de medicamentos no está ne las manos de quien debería estar.
Y eso es culpa nuestra.
Porque hemos sido los occidentales atlánticos los que hemos despreciado factores fundamentales de sistemas que con toda seguridad no valen para el gobierno político ni para la garantía de la libertad, son inconsistentes a la hora del desarrollo económico y completamente inútiles a la hora de la generación de la riqueza pero que, para la gestión de aquello en lo que el bien común debe estar por encima de los beneficios particulares, son la única solución posible.
Sí, lo siento señores, estoy hablando de ese monstruo mutícefalo, de esa hidra de mil cabezas que aterra al Occidente Liberal Capitalista. Estoy hablando del comunismo.
Novecientas noventa y nueve cabezas del que se dio llamar socialismo real -que no era ni socialismo, ni real- habían de ser cortadas de raíz antes de que devorarán la libertad, las expectativas de futuro y la posibilidad de evolución de las sociedades que maniataron y aún maniatan en un tercio del planeta, pero quizás nos apresuramos demasiado al cercenar la milésima cabeza.
Si nos paramos a pensar un momento más allá de nuestros miedos, nuestros mitos e incluso nuestra ignorancia teórica sobre el asunto, nos damos cuenta que la única manera de que se garantice que el desarrollo médico y científico beneficie a indios y franceses, a estadounidenses y chinos, a españoles y tanzanos, es que ese desarrollo no se haga desde las empresas privadas, es que la decisión de las direcciones de investigación y la gestión de sus resultados esté en otras manos.
Pero si lo reflexionamos un segundo, solamente un segundo más, también nos damos cuenta de que esas decisiones deben trascender a los gobiernos nacionales. Porque si no es así tan sólo sustituiríamos los intereses financieros por los electorales y nacionalistas. Tan solo cambiaríamos la segunda parte de la frase de Dekkers por otra que significaría más o menos lo mismo
"No desarrollamos estos medicamentos para los indios, sino para los españoles -o franceses, o británicos o la nacionalidad del científico de turno que descubriera la cura del momento-".
Así que, cuando comprendemos que la única solución es transferir ese poder a una organización global -¿la OMS?-, darle nuestros impuestos -los de todos los países del mundo destinados a ese fin-, y conferirle la autonomía y el poder suficiente para imponer sus criterios -más allá de nuestros egoísmos sociales y los intereses electorales de nuestros gobiernos-, es cuando se nos abren las carnes liberal capitalistas y se nos disparan todas las alarmas que nuestra civilización occidental atlántica ha puesto en nuestro egoísmo y nuestro individualismo.
Porque no queremos ni pensar que nuestro dinero pueda estar al servicio de alguien que no seamos nosotros mismos, porque no queremos ni plantearnos que exista la posibilidad de que ser español, francés, vasco, nigeriano o canadiense no suponga diferencia alguna en realidad, porque no estamos dispuestos a deshacernos de nuestro orgullo de ser de un sitio o de otro o de haber experimentado la casualidad aleatoria de nacer en una civilización o en otra.
Porque no estamos en condiciones de admitir -aunque nos llenemos la boca de decirlo- que nuestra vida vale lo mismo que la de un indio.
Así que cargamos contra Dekkers, en lugar de contra el sistema que ha colocado en él y en su empresa la responsabilidad sobre la vida y de la muerte, pedimos boicots en lugar de exigir que se ponga al frente de la investigación médica mundial a alguien que se guíe por el bien común, el juramento hipocrático, pedimos que se modifiquen las leyes de patentes en lugar de plantear un nuevo sistema en el que las patentes no sean ni siquiera aplicables a los medicamentos.
Y así intentamos que pase inadvertido el hecho de que somos nosotros los que abrimos la jaula del depredador y pusimos las presas a su alcance, de que fuimos nosotros los que colocamos al descuidado turista al alcance del veneno de las tarántulas y pateamos el nido para que salieran.
De que, mientras no defendamos el fin del liberal capitalismo en la investigación médica, seremos directa e irredimiblemente responsables de la muerte por cáncer o por sida de cada enfermo al que Bayern le niegue sus medicamentos por no poder pagarlos.
Puede que a nosotros nos duela reconocerlo, pero a los indios les está matando que no lo hagamos.
Es absurdo.
Pero, si no hacemos eso, tendremos que hacer otra cosa porque a todos nos chirría que alguien diga que los indios se pueden morir de cáncer o de Sida porque no tienen dinero para pagar una medicación que puede curar esas enfermedades. Y esa otra cosa que tenemos que hacer nos resulta más difícil, mucho más difícil.
Supone reconocer que nos hemos equivocado como sociedad y como civilización en su conjunto, que desechamos mal y pronto muchas cosas, que hemos sido nosotros los que hemos creado esa situación.
Porque el problema no es que Dekkers sea un tiburón o que Bayern solo piense en sus ganancias. El problema es que el desarrollo de medicamentos no está ne las manos de quien debería estar.
Y eso es culpa nuestra.
Porque hemos sido los occidentales atlánticos los que hemos despreciado factores fundamentales de sistemas que con toda seguridad no valen para el gobierno político ni para la garantía de la libertad, son inconsistentes a la hora del desarrollo económico y completamente inútiles a la hora de la generación de la riqueza pero que, para la gestión de aquello en lo que el bien común debe estar por encima de los beneficios particulares, son la única solución posible.
Sí, lo siento señores, estoy hablando de ese monstruo mutícefalo, de esa hidra de mil cabezas que aterra al Occidente Liberal Capitalista. Estoy hablando del comunismo.
Novecientas noventa y nueve cabezas del que se dio llamar socialismo real -que no era ni socialismo, ni real- habían de ser cortadas de raíz antes de que devorarán la libertad, las expectativas de futuro y la posibilidad de evolución de las sociedades que maniataron y aún maniatan en un tercio del planeta, pero quizás nos apresuramos demasiado al cercenar la milésima cabeza.
Si nos paramos a pensar un momento más allá de nuestros miedos, nuestros mitos e incluso nuestra ignorancia teórica sobre el asunto, nos damos cuenta que la única manera de que se garantice que el desarrollo médico y científico beneficie a indios y franceses, a estadounidenses y chinos, a españoles y tanzanos, es que ese desarrollo no se haga desde las empresas privadas, es que la decisión de las direcciones de investigación y la gestión de sus resultados esté en otras manos.
Pero si lo reflexionamos un segundo, solamente un segundo más, también nos damos cuenta de que esas decisiones deben trascender a los gobiernos nacionales. Porque si no es así tan sólo sustituiríamos los intereses financieros por los electorales y nacionalistas. Tan solo cambiaríamos la segunda parte de la frase de Dekkers por otra que significaría más o menos lo mismo
"No desarrollamos estos medicamentos para los indios, sino para los españoles -o franceses, o británicos o la nacionalidad del científico de turno que descubriera la cura del momento-".
Así que, cuando comprendemos que la única solución es transferir ese poder a una organización global -¿la OMS?-, darle nuestros impuestos -los de todos los países del mundo destinados a ese fin-, y conferirle la autonomía y el poder suficiente para imponer sus criterios -más allá de nuestros egoísmos sociales y los intereses electorales de nuestros gobiernos-, es cuando se nos abren las carnes liberal capitalistas y se nos disparan todas las alarmas que nuestra civilización occidental atlántica ha puesto en nuestro egoísmo y nuestro individualismo.
Porque no queremos ni pensar que nuestro dinero pueda estar al servicio de alguien que no seamos nosotros mismos, porque no queremos ni plantearnos que exista la posibilidad de que ser español, francés, vasco, nigeriano o canadiense no suponga diferencia alguna en realidad, porque no estamos dispuestos a deshacernos de nuestro orgullo de ser de un sitio o de otro o de haber experimentado la casualidad aleatoria de nacer en una civilización o en otra.
Porque no estamos en condiciones de admitir -aunque nos llenemos la boca de decirlo- que nuestra vida vale lo mismo que la de un indio.
Así que cargamos contra Dekkers, en lugar de contra el sistema que ha colocado en él y en su empresa la responsabilidad sobre la vida y de la muerte, pedimos boicots en lugar de exigir que se ponga al frente de la investigación médica mundial a alguien que se guíe por el bien común, el juramento hipocrático, pedimos que se modifiquen las leyes de patentes en lugar de plantear un nuevo sistema en el que las patentes no sean ni siquiera aplicables a los medicamentos.
Y así intentamos que pase inadvertido el hecho de que somos nosotros los que abrimos la jaula del depredador y pusimos las presas a su alcance, de que fuimos nosotros los que colocamos al descuidado turista al alcance del veneno de las tarántulas y pateamos el nido para que salieran.
De que, mientras no defendamos el fin del liberal capitalismo en la investigación médica, seremos directa e irredimiblemente responsables de la muerte por cáncer o por sida de cada enfermo al que Bayern le niegue sus medicamentos por no poder pagarlos.
Puede que a nosotros nos duela reconocerlo, pero a los indios les está matando que no lo hagamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario