Hace unos cuantos onces de septiembre descubrí que había demasiados onces de septiembre.
El 11 de septiembre un puente fue testigo de una de las más crueles matanzas que su país ha visto a lo largo de la historia. El 11 e septiembre casi cinco mil personas murieron entre gritos y estertores cuando un ejercito de hombres, cansados de abusos e injusticias, derrotaron en el puente de Stirling a la más orgullosa caballería que Albión había conseguido armar hasta entonces. Nadie recuerda como esos guerrilleros, mandados por un mítico y no precisamente australiano, William Wallace, derrotaron a las huestes de Eduardo I y marcharon sobre la desprotegida ciudad de York.
Nadie puede recordar como, en la campaña de castigo posterior, fueron arrasadas más de 100 aldeas, 15 villas, dos ciudades y murieron más de 300.000 personas en un país que apenas contaba con once millones de habitantes.
Pero, claro, ya nadie lo recuerda. Sólo hay un 11 de septiembre y nadie recuerda el 11 de septiembre de 1297, el día en que la guerra llegó a Escocia.
El 11 de septiembre la población de una ciudad se quedó muda y atónita ante la magnitud de la atrocidad cometida por sus enemigos. Y no quedó sin voz porque no tuviera nada que decir o porque el miedo o la rabia les impidiesen articular palabra, se quedó muda porque, tras observar como casi dos mil personas morían junto a los símbolos de su grandeza que se derrumbaban a su alrededor, la población de la ciudad de Drogheda sufrió la persecución de las tropas de Oliver Cronwell que, tras matar a sus defensores, entraron por sus arruinadas murallas y los masacraron.
Pero nadie puede recordar el 11 de septiembre cuando 6.000 personas fueron quemadas, ahorcadas o fusiladas en aras de un puritanismo y un fanatismo religioso que excedía todos los límites.
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1642, el día en que la guerra llegó a Irlanda.
El 11 de septiembre la gente se paseaba entre los restos buscando objetos, restos. Algo que recordara a sus camaradas, a las personas que habían muerto cuando hacían el trabajo para el que habían sido contratados. Algo que tener o que vender como recuerdo de lo que había ocurrido allí ese día.
Buscaban un recuerdo de los 4.000 cadáveres vestidos de rojo, azul y blanco que yacían entre los restos de un paisaje de pesadilla. Pero nadie puede recordarlo. Nadie puede recordar los once días que tardaron en retirarse los cadáveres del macabro escenario. Nadie recuerda los cerca de trescientos ajusticiados por rapiña colgando de las horcas. Nadie puede recordar lo que ocurrió en Campomayor, el lugar en el que las potencias pugnaban por la sucesión de un trono que a nadie pertenecía.
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1709, cuando el Duque de Malborough pasó a cuchillo y bayoneta a a seis mil almas, el día en que la guerra llegó a España.
El 11 de septiembre miles de personas cerraron sus bocas y contemplaron atónitos como el símbolo de la grandeza del poder de su país caía ante un ataque planificado, organizado y llevado a cabo por aquellos que más aborrecían su forma de vida. Y cerraron sus bocas para evitar que se llenarán de agua o de metralla mientras veían como la armada franco inglesa destruía y arrasaba hasta los cimientos Sebastopol, la joya de los puertos de su madre patria. Callaron porque fueron pasados por la quilla o se hundieron con sus barcos y sus defensas portuarias. En una ciudad habitada por 10.000 personas fueron devueltos 700 supervivientes.
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1855, el día en que la Guerra de Crimea llegó a Ucrania.
El 11 de septiembre millones de personas se agolparon ante los televisores para contemplar como se desvanecía su esperanza de vivir en un mundo mejor, más justo y más ecuánime. Como un grupo de fanáticos sin ningún derecho a hacerlo envolvía en llamas y derribaba uno de los únicos sitios donde en su país anidaba la esperanza de mejora y de progreso. Vieron como comenzaba un reinado de terror que asesinó a 600.000 personas e hizo desaparecer a más de dos millones. Contemplaron arder la Casa de La Moneda mientras era bombardeada por aviones prestados por el gobierno estadounidense a los militares que no aceptaban el gobierno salido de las urnas.
Pero nadie recuerda el 11 de septiembre de 1973, el día en que la guerra llegó a Chile.
Hoy todo el mundo recuerda el 11 de septiembre. Como si sólo hubiera un 11 de septiembre. Como si nunca antes hubiera habido un 11 de septiembre.
El once de septiembre del que nos empeñamos en hablar, ese que hoy recuerdan todos no es diferente de cualquier otro 11 de septiembre de la historia de Occidente, de cualquier otro día en el calendario histórico del mundo.
Por desgracia, cada día hay un 11 de septiembre en la historia de la humanidad.
No merece más recuerdo o más horror que los otros 11 de septiembre en Escocia, Irlanda, España o Chile.
Es la misma historia: el día en el que unos miles de inocentes pagaron los errores de un gobierno culpable, de unos enemigos furiosos y de una conflagración tan antigua y repetida que ya se antoja interminable.
El día en que la guerra llegó a América. Sólo eso. También eso.
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