Siempre que llega el 11 de Septiembre intento discernir qué tiene de especial. Y no encuentro nada que lo haga más “monstruoso”, que lo haga más “inhumano”, que otro día cualquiera en la guerra infinita que nos hemos impuesto.
Nada diferencia sus aviones suicidas del bloqueo y el pogromo en toda Palestina. Y antes de los burros bomba y las operaciones de castigo en Líbano, de las ejecuciones nocturnas de pastunes y los tanques soviéticos en Afganistán, del hambre forzada y los pozos trampa en Somalía, Etiopía y Eritrea, del napalm y las minas saltadoras en el triángulo dorado de Tailandia, Camboya y Vietnam, de los gases en Corea…
El 11 de septiembre, aunque me creáis insensible, no es salvo un episodio más en la locura bélica de sangre que ya ni siquiera somos capaces de discernir quién empezó y que todos tememos saber cómo acabará.
Cada vez que se acerca el 11 de Septiembre intento encontrar qué hace diferentes a esos tres 3.000 muertos y nunca encuentro nada que llevarme hasta el alma.
Porque nada distingue sus mórbidas figuras de los 11.000 que murieron en la primera noche en que las bombas cayeron a peso sobre Iraq un trienio después, ni de los 1.500 abrasados con napalm tres décadas antes en una sola aldea perdida de Vietnam, ni de los 5.000 que cayeron cegados por el fósforo blanco en Gaza o de los 2.500 que yacen en La Becah, sangrientamente vendimiados por las Uvas de la Ira del ejército hebreo.
Nada les hace diferentes de los 15.000 kurdos matados por Sadam, ni de los 7.000 pastunes sacrificados a mayor gloria del imperio soviético. Ni siquiera de las 25.000 sombras radioactivas que decoran aún los muros de Hiroshima o de los 100.000 convertidos en jabón y cenizas en Dachau o Treblinka.
Aunque me creáis frío, no veo nada en los muertos del 11 de septiembre salvo otra sangrienta cifra más. El resumen numérico del capítulo en el que esa guerra, eterna y demencial, que inventamos para nuestro futuro abandonó el patio trasero de Occidente y se estrelló en América.
Porque si me acordara de la vendedora de las entradas de WTC, tendría que recordad al oficial de conservación del Museo Nacional de Bagdad que discutía entre risas con su colega cairota sobre zigurats y pirámides, o al tendero que arregló un reloj digital que llevaba un lustro sin funcionar a cambio de comprarle unas pilas de walkman.
Porque si me acordara de las ascensoristas y los guías, tendría que mantener en mi memoria al guardia republicano que con unos golpecitos en la espalda evita que se invada sin querer el baño de señoras, o a la mujer que con paciencia infinita ante la sorna de los parroquianos intenta enseñar al turista la proporción perfecta entre aguardiente, menta y hierbabuena para el té, o al taxista que rescata del zoco de Basora, después de media hora de perdido despiste occidental por las sórdidas callejuelas de un barrio de burdeles.
Así que cuando llega el 11 de septiembre, y luego el 1 de marzo, y luego el 11 de marzo, y luego el 15 de mayo, y luego el 7 de julio,y luego... procuro no pensar en ninguno o hacerlo en todos ellos. Por todos los muertos son muertos de los nuestros. Porque todas las víctimas son nuestras víctimas.
No rezo desde hace una vida entera. Pero si volviera mi rostro hacia algún dios en este día no podría hacerlo para rezar pidiendo que aquellos que conocí no estuvieran allí cuando la locura envío dos aviones contra el WTC. Tendría que hacerlo para maldecir porque sé que aquellos que recuerdo sí que estaban allí el día en que las bombas asolaron Bagdad.
No es que el 11 de septiembre me niegue y me resista a llorar o rezar por esos 3.000 muertos. Es que no tengo lágrimas ni blasfemias bastantes para poder llorar o maldecir por todos los demás.
Porque esto no va, como quieren algunos, de victoria. De ellos o nosotros.
Esto va, como sabemos todos, de justicia. De todos o ninguno.
Y si alguien ve eso aún frío o insensible es que nada conoce ni comprende del llanto y de la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario