Poco podía saber el bueno de Edipo que la respuesta al acertijo de la esfinge que le sirvió para librarse de servir de aperitivo a la mitológica bestia y que definía al ser humano como el único animal de tes edades, cambiaría radicalmente varios milenios después.
Este gobierno nuestro, que nos hemos echado a la espalda, el bolsillo y la dignidad, en nuestra última visita a las urnas amenaza con romper esa trilogía que convierte al ser humano en un animal de tres edades: la infancia, la madurez y la ancianidad.
Porque la corte moncloita con Fátima Bañez al mando de un ala y José Ignacio Wert a la cabeza de la otra está atacando con saña y con denuedo los flancos de nuestra sociedad, esas zonas que por su debilidad y por su falta de capacidad de defensa propia son tradicionalmente las que más exigencia de protección reclaman de los gobiernos.
Después de ensañarse con los productivos, con los trabajadores activos, con una reforma laboral que ha arrojado a varios millones a la más absoluta precariedad del servilismo en el que los empresarios deciden arbitrariamente sin imposición contractual alguna lo que les viene bien, con unos ERE que han arrojado a varios millones al paro y la miseria, vuelven su mirada iracunda de austeridad paranoica hacia los flancos indefensos de la sociedad. Hacia los niños y los ancianos.
Con un golpe de pluma Wert ha dejado sin libros a medio millón de alumnos, una cifra que se incrementará exponencialmente a medida que las comunidades autónomas -todas ellas prácticamente en manos de los comandantes regionales genoveses- impongan también sus recortes, con unas cuentas hechas mirando para otro lado Madrid deja a los alumnos sin centenares de profesores que les son necesarios para poder prepararse, para poder educarse, para tener un futuro distinto al que los ideologías del neo servilismo empresarial han diseñado para ellos.
Y por si esto fuera poco, la ministra de Trabajo y Seguridad Social -cada vez menos seguridad y ya apenas social- anuncia que los pensionistas, aquellos que ya han dado lo que podían o querían dar al sistema perderán ni más ni menos que 300.000 millones de suspensiones. Eso sí, en cuatro años. Como si eso fuera a apaciguaros.
A los niños les niegan el futuro y a los viejos les roban el pasado.
Por mor de su necesidad ficticia de dinero, usando como excusa una contención de gasto que es solamente necesaria porque ellos se han empeñado en rescatar de la quiebra y la cárcel a los responsables de las entidades bancarias que financiaron sus campañas, sus obras faraónicas destinadas a su ego político y sus tejemanejes varios, sacrifican las dos únicas fuentes de progreso, de evolución que tiene una sociedad: el aprendizaje y la experiencia.
Después de meter descaradamente la mano en la caja de las pensiones -de la que juraron y perjuraron que no tocarían un duro- ahora deciden que necesitan el dinero que deberían reservar para las pensiones, el dinero que esas personas se han ganado el derecho a recibir con treinta, cuarenta o cincuenta años de trabajo, para otras cosas, para cuadrar sus cuentas, para paliar su déficit.
Después de recortar en una educación pública que también prometieron con la mano en su biblia que no tocarían ahora, como el padre irresponsable que utiliza el dinero destinado a la paga de sus vástagos para comprar tabaco, deciden coger el dinero de los libros de texto que los niños precisan para su aprendizaje, de los sueldos de los profesores que precisan para su educación y lo destinan a otros fines.
Y con ello convierten a infantes, trabajadores activos y ancianos en especies diferentes. Dejan de tratar al ser humano como una totalidad y le trasforman en una suerte de trilogía perversa.
Tratan a niños y ancianos como si fueran especies simbiontes de los auténticos seres humanos, de los que producen, de los que generan con su trabajo una riqueza económica que cae siempre en las mismas manos y no se redistribuye, como si fueran parásitos que no aportan nada a la sociedad y que solamente drenan recursos y por tanto deben ser eliminados de la ecuación del coste social.
Ponen la condición de humanidad en un baremo insostenible.
Nos ponen en riesgo la memoria y la imaginación. Las dos cosas que nos hacen ser una sociedad humana, que nos hacen ser nosotros.
Quizás Eleanor Roosevelt, Charles Malik o cualquiera de los redactores de la Declaración Universal de Derechos de 1948 que escribieron que ningún ser humano puede ser discriminado por razón de su raza, sexo, credo o nacionalidad deberían haber añadido que tampoco pueden serlo en virtud de su situación productiva.
Porque, en esencia eso es lo que hace el ejecutivo encabezado por Rajoy y sostenido por los farfullos incoherentes de la Santa Cospedal desde Génova, 13. Establecen una línea en la cual la productividad es el baremo de la humanidad.
Si no produces para que los gobiernos te puedan cobrar impuestos, para que tu trabajo genere beneficios a élites empresariales y corporativas que mantienen o pretenden mantener a ese gobierno en su puesto, no tienes derechos. El dinero que precisas, el dinero que has aportado en el pasado para el futuro será utilizado para otros fines. Lo robarán ante tu propios ojos para gastarlo en lo que les venga en gana.
Sin becas y con pensiones ínfimas nos retrotraen en la Francia de Víctor Hugo en la que los ancianos que no podían trabajar vivían de la caridad y conmiseración de los que salían de templos o cabaretes y a la Inglaterra de Dickens en la que niños que no habían leído un libro porque sus padres no tenían para pagarlo se ganaban la vida como pilluelos hasta que lograban un trabajo por unos cuantos peniques en cualquier fábrica.
Esperemos que no llegue el día en que como pidiera Malthus se sacrifique a todo el que no sea productivo a partir de una edad para evitar su gasto de manutención o en el que, como hicieran los chicos de Leónidas en el Peloponeso, nos busquemos un monte Taigeto cualquiera por el que arrojar a aquellos cuyo coeficiente intelectual no les permita alcanzar el 6,5 para ahorrarnos el coste de su educación.
Aunque ese futuro distópico no llegue, Rajoy y su corte ya han logrado romper la unidad de las edades del hombre ya han empezado a convertirnos en lo que el bueno de Henry Wotton no quería que nos convirtiéramos porque para él: "una ciudad en la que se deja morir a los viejos y no se deja crecer a los niños no es en realidad una ciudad, es solo una suma de recintos para esclavos".
Ni Edipo hubiera sido capaz de resolver el acertijo de lo que el Gobierno está haciendo con nosotros..
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