Cuando vuelves a este Occidente Atlántico nuestro desde las tierras bíblicas en las que el karma no existe o se ha olvidado de devolver todo lo que sustrajo y sigue sustrayendo, piensas: "no estamos tan mal".
Por suerte o por desgracia, alguien a tu lado te sujeta la mano y te devuelve a la realidad: "Sí estamos tan mal, ¿imagínate pues como están ellos?”.
Quizás el socorrido karma a nosotros sí empieza a devolvernos lo que llevamos tanto tiempo arrojando en el mundo.
Pero, con eso de que se acaban las vacaciones para todos aquellos que aun tienen un trabajo al que volver, parece que lo lejano se vuelve exótico y lo nuestro, lo de aquí, vuelve a cobrar la misma relevancia que siempre ha tenido para nosotros.
Así que dejamos los gases y compuestos que matan en Damasco tanto como lo harán las balas y explosivos que serán lanzados contra ellos. Como si una explosión fuera mejor manera de morir que una nube venenosa, como si a quien vaya a morir le importara la diferencia.
Dejamos la sed mortal de Afar, la miseria Azarí, el ruido de los sables cairotas y volvemos a lo nuestro para descubrir que nada sigue igual porque todo ha empeorado.
Si hace un mes querían destruir la sanidad pública y universal ahora ya lo están haciendo. Son detalles, son piezas de un rompecabezas que va cobrando forma, escenas de un retablo que se compone sin prisa pero sin pausa.
Un hombre pasa diez días con el fémur roto en un hospital de Vigo porque aquellos que culpan de ello a la huelga han pretendido mal entender un juramento hipocrático que obliga a los profesionales de la medicina a curar, pero no a hacerlo por un salario insultante, una mujer lleva siete meses tuerta en Catalunya esperando que la llamen para dejar de estarlo, un hombre muere en León tras nueve meses necesitando una operación arterial...
La privatización de Lasquetty y su corte de socios en la sombra se hace sin esperar sentencia; los nuevos dueños de nuestra salud empiezan a mover a los facultativos, las enfermeras y todo el personal puesto bajó su férula, en la esperanza de que parezca que lo hacen por propia voluntad y nadie note que no es más que una purga estalinista de los desafectos y un encumbramiento hitleriano de aquellos que apoyan su control; las listas de espera se multiplican en número tiempo y espacios y son descartadas por los responsables de las mismas, que son los políticos, no los profesionales, con esa resignación tan propia de su moral judeocristiana de por debajo del ombligo que "ya no pueden ir peor".
Pero sí pueden ir peor, pueden ir mucho peor e irán mucho peor.
Se cierran centros para atender las drogodependencias, se justifican cacicadas que trasladan todo un equipo quirúrgico, cual galenos itinerantes, para operar a la amada madre de un directivo hospitalario, como si las madres que esperan ser operadas en las listas no tuvieran también hijos amantísimos que quieren verlas sanas.
Se autoriza a las mutuas de seguros para decidir quién está sano para trabajar y quién no, se detrae dinero de donde se dice que no lo hay para dárselo a las clínicas privadas, los enfermos crónicos tienen que hacer cola en sus médicos de cabecera o sufragar sus medicinas porque los centros de salud de los lugares en los que veranean tienen ahora vedado por ley recetarselas.
Cada Comunidad, cada ciudad, cada hospital, cada centro de salud, está condenado a recuperar el espíritu de los reinos de taifas. A buscar su propia rentabilidad, -ni siquiera la del sistema en general- a costa incluso de la de los demás porque sino será cerrado, será recortado, será castigado. No cumplirá los deseos numéricos de sus directivos y de los gobernantes que les han dado el control de nuestra vida y nuestra salud para que se enriquezcan y permitan que cuadren sobre el papel sus cuentas públicas.
Quizás sea por influencia de las místicas y proféticas zonas desde las que uno vuelve a este Occidente Atlántico, pero todo ello no parece otra cosa que signos, los signos de los tiempos.
Unos tiempos que nos llegan en los que la supervivencia y la salud empezará a ser cuestión de suerte.
Suerte de que estés en la zona adecuada cuando sufras un ictus, un infarto o una apoplejía; suerte de tener los conocidos o los dineros suficientes para poder colarte en la lista de espera, suerte de que tus padres, tus hijos, tus maridos o tus esposas tengan el dinero o el crédito necesario para pagar lo que necesitas que un sistema sanitario, que busca la rentabilidad, te de y que no te quiere dar porque les sale caro.
Son los signos, como dirían los augures del viejo imperio romano: los signos de los tiempos.
Y como en el viejo imperio, como en toda caída indeseada y destructiva, también están aquellos que siguen avisando, aquellos que desperdician sus estíos en marchas contra la privatización, en concentraciones contra la venta de lo público y en batir sus manos y sus plumas para intentar evitarlo. En arriesgarse para que los demás sepamos lo que está pasando y lo que está por pasar.
También hay luchadores que claman en el desierto de nuestro egoísmo, nuestra indolencia y nuestra resignación.
Podemos aprovechar el regreso de las vacaciones para empezar de una vez a tomarnos en serio lo que está pasando, para darnos cuenta por fin de que esto no va a terminar antes de empezar, que ya ha empezado y no va a acabar.
O podemos refugiarnos en la cuesta de septiembre, la depresión postvacacional y cualquier otra zarandaja que se nos ocurra para mirar solamente nuestro ombligo y seguir sin hacer absolutamente nada.
Pero hagamos lo que hagamos deberíamos acordarnos del Imperio, el antiguo y mítico imperio romano.
Porque Roma no empezó a arder cuando los vándalos de Genserico quemaron el Quirinal y asolaron el Circo Máximo.
Roma cayó cuando llegó la noticia del primer silo de trigo imperial saqueado en las llanuras fértiles del Nilo y sus ciudadanos siguieron con sus fiestas y sus espectáculos circenses; cayó cuando la primera incursión de los alanos que no fue vengada porque no había legionarios suficientes y la mitad estaban borrachos. Cayó cuando el primer ciudadano del imperio que fue atacado por los bárbaros no tuvo a quien recurrir porque el gobernador de la provincia se repartía con los incursores los beneficios del pillaje.
Cayó cuando cada ciudadano, cada patricio y cada plebeyo creyó que podría salvarse por su cuenta, que a él, su vida, su villa y su riqueza no le iba a afectar.
Si nosotros no salvamos nuestra sanidad pública, nuestra salud y nuestro futuro nadie lo hará. No tenemos legiones, no tenemos tesoros y no tenemos políticos. Solo nos tenemos a nosotros mismos, como ciudadanos, como pacientes y como profesionales, para pelear. Y si no lo hacemos, los ejecutivos de HIMA, Ribera Salud, BUPA o como quiera que se llame la tribu bárbara que cargue contra las murallas de lo público, no entrarán en nuestra sanidad para acabar con ella.
El trabajo ya estará hecho. Entrarán a saco en nuestros hospitales, nuestros ambulatorios y nuestros centros de urgencias como los chicos de Genserico entraron en Roma, solo para enterrarla.
Y a nosotros con ella. Feliz vuelta de vacaciones.
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