Hoy me he encontrado con esto y he querido escribir algo y saludar a quien lo escribe. Siempre saludo lo que me sorprende y más si es agradablemente.
Querida Cristina.
He descubierto tu blog como una isla de cordura en mitad de un mar de intransigencia, agresividad y radicalismo. Así que supongo que es a personas como tú a las que se debería escuchar cuando se habla de la postura de femenina en asuntos de este tipo, pero nunca se hará. Al menos de momento. No puede hacerse.
Te preguntas por qué no erredicamos la violencia entre géneros. Para mi, la respuesta es muy sencilla. Aterradora, pero sencilla. No la erradicamos porque no existe.
El concepto de violencia entre géneros -evolución tragicómica de la setentona lucha de sexos- es una cortina de humo que se ha creado para ocultar males máyores y mucho más arraigados en nuestra sociedad.
No voy a negar -sería un absurdo hacerlo- que existe un mínimo porcentaje de violencia entre hombres y mujeres fundamentada en el odio, en la aversión al otro por su condición en este caso sexual. Pero esa violencia se organiza como se ha organizado siempre la violencia fundamentada en el odio.
Las personas racistas, homofobas o xenofobas no se relacionan con alguien de otra raza, con una persona extrajera o con alguien homosexual para luego matarles a golpes en la intimidad de su casa. Se dedican a buscarlos, guiados por su odio, e intentar matarlos, dirigidos por su locura. Eso existe también en virtud del género. Son los psicópatas, las viudas negras e incluso los asesinos pertubados que experimentan lo que se ha dado en llamar sindrome de Barba azul o de Enrique VIII -pocas explicasiones son necesarias-.
Es posible que algunos de los que matan o maltratan a sus parejas o ex parejas lo hagán siguiendo estos parametros y pueda decirse de ellos que ejercen la violencia por machismo -o por hembrismo, según el caso-. Pero no son la mayoría, no pueden serlo.
Sin embargo, la sociedad, los gobiernos que buscan el progreso y el lobby feminista -que existe, no nos engañemos- tiene que creerlo así, tiene que hacernos creer que es así, porque si no debería explicarnos cual es el problema y dejarnos ver que la tragedia principal es que nuestro concepto de sociedad hace aguas.
Y lo hace porque la familia, la relación familiar y afectiva sobre la que se articula la organización cotidiana de la sociedad, se ha ido transformando en una estructura de poder, en lugar de en una institución de responsabilidad.
Nuestra cultura, nuestra civilización, encamina cualquier forma de familia -monoparental, homosexual, heterosexual, reglada, de hecho y pongánse todas las formas que se quieran- hacia estructuras gerárquicas en las que, cada vez más, lo que importa es mantener el control, el poder, en lugar de asumir la responsabilidad y la afectividad que estas relaciones suponen.
Y por ello, en cuanto estalla una crisis, la dinámica familiar nos conduce a la violencia, a la falta de respeto, a la imposición, a la lucha por imponer nuestros criterios: a lo que, si sucediera entre naciones o entre clases sociales, se denominaria, simple y llanamente: la guerra.
Así que, la guerra de los sexos enmascara realmente la guerra por el poder. La violencia de género enmascara simplemente la violencia pura y dura de una sociedad y una civilización que, no contenta con dar de pastar a la muerte y la sangre en los campos de batalla de medio mundo, permite dormitar a esos monstruos en su propìa terraza y en su propia cama.
Sólo hay que ver las situaciones. Violencia entre parejas, entre vátagos y progenitores, entre hermanos, incluso saltándose generaciones, entre abuelos y nietos. Buscamos el poder en los entornos en los que deberiamos buscar el cariño, buscamos el control en los espacios en los que deberíamos esperar comprensión. Nos nos fabricamos como individuos, no nos creamos como personas. No confiamos en nosotros mismos, en nuestras posibilidades y por ello pretendemos encontrar un espacio en el que seamos incuestionables, irrefutables. Comandantes o dioses de un microuniverso en el que nuestra palabra sea ley.
Nuestro egoismo nos obliga a pensar que tenemos derecho a que nuestra pareja nos quiera, nos haga caso, nos apoye; a que nuestros hijos nos obedezcan, nos respeten, nos sigan ciegamente; a que nuestros padres nos mantengan, se sacrifiquen por nosotros, nos idolatren. Y, entre tanto derecho reclamado y mal entendido, nos olvidamos de que ellos tienen derecho a lo mismo, de que la afectividad te obliga a pensar en el otro un poco -sólo un poco- más que en ti mismo. Nos olvidamos de que es nuestra responsabilidad respetar la afectividad de los otros y que la sangre, la vicaría o el ADN no le dan a nadie patente de corso eterna para garantizar que los otros te querrán , te cuidarán y te comprenderán para siempre.
Somos lo suficientemente egoistas para exigir nuestros derechos pero no lo suficientemente generosos para imponernos nuestras responsabilidades.
Por ello, cuando surge una crisis -desde una discursión por la consola hasta una ruptura sentimental- nos sentimos atracados, nos sentimos menospreciados en nuestros privilegios, nos sentimos arrastrados fuera de nuestro ámbito de poder, de estabilidad y recurrimos al único arma del que disponemos, al único comportamiento que nos hemos asegurado para reaccionar: a la confrontación directa y general: al zafarracho de combate.
Y golpeamos, humillamos, manipulamos, torturamos, amenazamos, mentimos y todo lo que sea necesario para salir victoriosos en algo que nunca debió ser una batalla, que nunca hubo de transformarse en una guerra. El puñetazo, el Sindrome de Alienación Parental, el secuestro, el grito, el envenamiento, la puñalada o el disparo son simplemente expresiones de la misma realidad, exbotos de la misma plegaria, iconos del mismo culto: queremos tener razón, necesitamos tener razón. Sólo la victoria interesa.
Pero si un gobierno expone todo eso, si una sociedad reconoce todo eso, se ve obligada a reconstruirse desde el cimiento más doloroso o a sentarse en un banco del parque en espera de la extinción.
Así que, digamos y pregonemos a los cuatro vientos que los hombres golpean, apuñalan y secuestran porque son malos y hombres, afirmemos que las mujeres alienan, envenenan o raptan porque son malas y mujeres. Forjemos una guerra inexistente para que nadie se de cuenta de la guerra real.
Hagamos del mundo un campo de batalla para ocultar que en realidad es el oscuro cuarto de un suicida. Así podremos caer en un heroíco combate contra un aciago enemigo en lugar de ser víctimas de nuestra propia estupidez.
1 comentario:
Jamás me habian tildado de "descubrimiento sorprendente" jeje... pero me agrada que el blog te haya parecido interesante. Como explico en él, no pretendo hacer un blog sobre "sociedad" sino sobre mi vida, mis experiencias en cuanto al tema de familia. Tengo suerte. Ya comenzais a ser muchos los que me leeis, y muchos periodicos los que me publican las cartas. Tengo fe en que entre todos, lograremos cambiar este cáncer para convertirlo en una sociedad más sana. Si no tuviera esa fe, ya me hubiera tirado del ático (8º) en que vivo.
Por cierto, si ese fuera el caso... yo sería una victima de la violencia feminista. Por que son ellas, las mujeres radicales de género, las que me empujan a luchar por la justicia. Y las que en ese caso me hubieran empujado desde la terraza de casa.
Pero mi muerte no saldría en prensa. No es lo que vende. Por ello he decidido no tirarme al vacío y seguir reivindicando pacíficamente lo que es de justicia (o debería decir "lo que es justo"?)
Slds,
Cristina
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