Y hubo un momento, un instante infinito y nunca postergado, en el que el dios se detuvo bajó de su montura y observó. Hizo algo que los dioses, mortales o inmortales, no suelen realizar. Resulta muy difícil fijar la vista en algo cuando se puede contemplar todo.
Observó que todo su poder no le permitía mantener todo aquello que había creado, que su pasión malgastada le agotaba en el esfuerzo infinito de ser eterno, de mantenerse por encima de las mentes que había puesto en el orbe nacido de sus sueños.
Observó que todo su poder no le permitía mantener todo aquello que había creado, que su pasión malgastada le agotaba en el esfuerzo infinito de ser eterno, de mantenerse por encima de las mentes que había puesto en el orbe nacido de sus sueños.
Contempló como su obra, el esfuerzo divino de la creación, se esfumaba en sus manos entre el humo del eterno cansancio y la niebla del perpetuo agotamiento. Que se desorganizaba, se quebraba, se emulaba a si mismo, se hacía y deshacía en constantes y abruptos accesos de lógica formal, de racionalismo enloquecedor.
Y el dios quiso llorar. Más lo dioses no lloran porque su llanto anegaría de sal y de dolor el universo.
Y quiso gritar. Más los dioses no gritan pues el retumbar de su rugido desgarraría el mundo y quebraría las horas y los días.
Y quiso maldecir. Más ninguna deidad se maldice a si misma. Y sería de mala educación acusar de su mal a sus iguales.
Y entonces, abrumado por el llanto no llorado, por el grito no emitido y por la maldición no lanzada, el dios que se detuvo decidió ver su mundo deshacerse y quebrase; decidió reír mientras sus creaciones se marchitaban y ardían. Decidió ser un dios como siempre lo han sido.
Despidió a su caballo y se sentó a ver morir su mundo.
Y ocurrió que, cuando el universo se deshilaba en la rueca de la risa del dios, una luz a lo lejos le hizo girar el rostro, le encendió la presencia, le activo la consciencia. Le hizo querer su mundo, le mandó hacia si mismo, le recreó como sólo un ser creado para él y por él puede rehacer a un dios que yace moribundo.
Y su huesos cansados de luchar por su mundo se tiñeron de risa; y sus músculos laxos de esperar los finales vibraron con las músicas de los nuevos principios; y sus ojos distantes se fijaron de nuevo, atisbaron la lejanía de una presencia inesperada y vibrante y cantaron el canto del verde opalescente que transforma la vista a un dios en creador.
Y ocurrió que el dios, que volvió a serlo así, recordó que no era dios por crear. No era dios por mantener un mundo creado para otros.
Era dios por el hecho, sencillo y perentorio, de que alguien le adoraba.
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