Y así, el empresario que despide para mantener sus beneficios recurre al “así son las cosas”; la pareja que abandona tremola el “estas cosas ocurren”; el hijo que usa y abusa de sus padres hasta la cuarentena enuncia el “¿Qué otra cosa puedo hacer?”; el padre que ignora las necesidades de sus hijos ratifica el “las cosas no dan para más” y así en una eterna cadena de elusiones que sustituyen la responsabilidad que nos convertía en seres humanos por la fatalidad que nos transforma en marionetas de nuestras propias necesidades personales.
Sustituimos nuestra responsabilidad, nuestra elección, por el fatalismo de un destino en el que Zeus, Odín y Yahve se transforman en la Teoría de los Ciclos Económicos, Los Estudios de Dinámica Social y La Psicología de Las Relaciones Personales. Esos antiguos humanos veían su destino escrito en las estrellas, en el Arco Iris o en el telar que tres ancianas eternamente tuertas y desdentadas tejían bajo la tierra. Nosotros vemos nuestro futuro escrito en las previsiones de Alan Geenspan, en los libros de psicología infantil y en el Cosmopolitan y el Man. Hasta a esas imágenes de magia y de misterio hemos renunciado en nuestra vuelta atrás.
Si el Estado se arroba el derecho de decidir en que forma es aceptable morir o no, ya sea mandándonos a la guerra o prohibiéndonos el tabaco, es porque nosotros se lo hemos pedido; de hecho se lo hemos suplicado de rodillas cuando hemos creído que teníamos derecho a una casa, un puesto fijo y un sueldo anual de seis dígitos para dejar de ser una carga para nuestros progenitores; cuando hemos creído que teníamos derecho a que nos facilitaran las cosas y cuidaran de nuestros hijos en el colegio para que nosotros pudiéramos “dedicarnos a nosotros”; que aquellos que cometen un error fatal en la elección de su compañía tiene derecho a que le garanticen una nueva vida y unos nuevos recursos antes de abandonarla en la lucha por recuperar su dignidad. Que teníamos derecho a que nos garantizaran el ocio y la felicidad por decreto ley.
Como los medievales, hemos vuelto a organizar relaciones de compromiso en las que los sentimientos comunes no importan. Intercambiamos sexo por compañía; compañía por estabilidad; estabilidad por sexo; sexo por sexo; compañía por compañía… y así en una infinita cadena de combinaciones y permutaciones en la que nunca se tiene en cuenta nada salvo las necesidades propias; en un trueque verbal en el que no puede quedar constancia alguna del compromiso y, como ocurriera en los tiempos del esputo en la palma y el apretón de manos, se recurre solamente a la palabra dada para luego poder decir “yo quería decir eso”.
Como hicieran los campesinos en la Alta Edad Media celebramos uniones clandestinas en lo profundo del bosque, pero no para evitar que alguien reclame el derecho de pernada, sino para evitar que aquellos a los que nos unimos reclamen el derecho a exigirnos una responsabilidad y un esfuerzo por mantener esa unión.
Y esa regresión medievalista nos lleva a intentar eliminar, como si hiciera en aquellos tiempos de espada y hoguera, todo aquello que vincula a los humanos a algo que no sea la realidad que hemos creado. Les robamos a los niños y a las niñas su fantasía, sustituyendo dragones, elfos y hadas por niños maltratados en los colegios y cuentos de personajes solitarios. Creamos cuentos “no sexistas” y “no violentos” limitando el sueño de ellas a ser amadas hasta el extremo y de ellos de amar más allá de toda consideración personal. Les enseñamos a vivir en nuestra realidad en lugar de permitirles crear realidades nuevas. No vaya a ser que les de por cambiar el mundo en el que viven. No vaya a ser que les de por preocuparse y responsabilizarse por alguien que esté más allá de sus propias fronteras corporales.
Y cuando parecía que estábamos firmes en eso, que habíamos alcanzado el estadio de regresión tolerable, de nuevo se nos vuelve a antojar demasiado pesado, demasiado colectivo, demasiado insidioso en la necesidad que los demás siguen teniendo de nosotros y retrocedemos un engranaje más en la dentada rueda del tiempo.
Como hicieran Parmenides o Anaximandro, recurrimos al respeto para ocultarnos de los demás. No sólo exigimos respeto a nuestra intimidad incluso a aquellos que forman parte de la misma, sino que nos exigimos el deber de respetarla. Respeto que alguien decida morir y contrate alguien para hacerlo porque si no tendría que esforzarme para convencerle de que hay alguna razón para vivir; respeto que el otro (aunque sea otro muy cercano) sufra porque si no tendría que esforzarme en procurarle alegría; respeto que el otro defienda verbal e intelectualmente posiciones absurdas (como el fascismo o el racismo o el sexismo de cualquier signo) porque si no tendría que esforzarme en convencerle de que se equivoca. Y así, el respeto se convierte para cada uno de nosotros en el escudo de Hércules, que refleja la mirada destructora de La Hidra. Esperamos que esa mirada reflejada destruya por si misma a los que merezcan ser destruidos por su reflejo. Olvidamos que Hércules hizo el esfuerzo de descender a la morada del monstruo y mantener el escudo con su brazo. Nosotros no estamos dispuestos a tanto. ¡Que lo hagan las leyes y el Estado!
Y así llegamos al último estadio de nuestra regresión como seres humanos. Llegamos a mirarnos al espejo y considerarnos civilizados.
Somos los seres más civilizados de la historia de La Tierra, eso es incuestionable. Pero somos los menos humanos de los que la han habitado. Para alcanzar nuestro grado de civilización hemos cometido un error que ahora casi ya no estamos en condiciones de subsanar como sociedad (aunque aún puede ser posible para los individuos).
Hemos hecho de nuestra inteligencia nuestra humanidad. Y no es nuestra inteligencia lo que nos separa o nos proyecta más allá del estadio en el que se encuentran otras especies animales.
La inteligencia es simplemente una depuración, no una sublimación, del instinto de supervivencia, es una forma más avanzada de ese instinto y ese instinto lo tiene cualquier animal.
Nuestra regresión nos ha hecho con toda seguridad más inteligentes, pero no más humanos.
La inteligencia solo puede pensar en aquello que garantiza la supervivencia: en el dinero, en la comodidad, en la estabilidad. Y lo ha hecho. Lo ha hecho de tal manera que ha ahogado, mancillado, aniquilado, escondido y ahogado todo aquello que hace esa vida más soportable, es decir, los sentimientos.
No fue la inteligencia lo que generó el Réquiem de Mozart; no fue la inteligencia lo que produjo el Guernika de Picasso; no fue la inteligencia lo que permitió a Dante describir los infiernos. Fueron los sentimientos.
Pero hoy no queremos, y casi no podemos, sentir. Porque nuestra inteligencia nos dice que el sentimiento no es cómodo, no es estable y no garantiza la vida. La hace intensa y magnifica, pero no la garantiza.
Así que, en el momento cumbre de nuestra presencia en el mundo como seres civilizados, no somos otra cosa que la máxima regresión de nuestro estadio humano.
Somos seres que se enfrentan solos al eterno dilema que marcó la existencia de nuestros antecesores en tiempos remotos.
Nuestro mundo no es una sociedad global que abarca a 10.000 millones de seres. Son 10.000 millones de sociedades que incluyen a un solo ser escondido en lo más profundo de su caverna rupestre. Somos seres enfrentados al dilema de no poder hacer a la vez las dos cosas que son imprescindibles para nuestra supervivencia.
No podemos mirar de frente a la entrada de la caverna para vigilar si llega una fiera a devorarnos porque entonces el viento entrará y apagará la pírrica llama que nos da el calor que garantiza nuestra vida. Y no podemos darle la espalda a la entrada para proteger esa llama porque entonces no veremos llegar a la fiera y sus garras devorarán nuestra espalda.
Y no podemos hacerlo porque nuestra inteligencia y nuestra civilización nos han llevado a la soledad.
Así que esperamos, ladeados en el fondo de la caverna, a que nos llegue la muerte, ya que el fuego no nos calienta y no nos conforta plenamente y no nos podemos apartar a tiempo de la fiera como para no recibir sus heridas.