jueves, febrero 16, 2017

Hace falta carne 2017


Hace falta carne, chaval.
En pómulos regios de una infanta que no sabe qué sabe.
En las heréticas hamburguesas de tres pisos.
Alrededor de los visibles huesos de modelos de Cibeles,
en las frases falaces de un debate mil veces repetido.
Hace falta carne en la olla cotidiana del pobre;
carne entre los dientes macilentos del hambriento.
Carne en los carrillos de África y en los mofletes de Asía.
Hace falta carne entre las manos y entre las piernas
de aquellos que sólo la tienen entre las cejas.
Hace falta carne entre los dedos y entre los muslos
de aquellas que sólo la tienen entre los sueños;
Hace falta carne, chaval.
Entre las sábanas de los que la imponen en las pantallas;
entre las mantas de los que la niegan en las iglesias.
Más carne puesta ante los libros y no ante los cañones;
carne colocada de nuevo en el asador de la inteligencia.
Carnes rojas de justicia y rebelión,
carnes blancas de paz y transigencia,
carnes abiertas por la rabia ante el idiota
carnes de mis carnes, carnes de las carnes de todos.
Hace falta carne y sal.
Hace falta Carnaval.

domingo, febrero 12, 2017

El fuego, la Fiera y la Caverna

No se trata de corregir a Humberto Ecco, uno de los más grandes pensadores de nuestro tiempo, un tiempo en el que pensar no está de moda, pero sus reflexiones, aunque acertadas son producto de una firme creencia en el Ser Humano que sólo un humanista como él puede tener.
Yo soy más socialista que humanista, entendido como que tengo más intenciones sociales que individuales, y por eso no soy, ni mucho menos, tan optimista. Él ama y salva a la humanidad y cuestiona al poder.
Yo no cuestiono al poder en esa tesitura porque ese poder es sólo reflejo de lo que nosotros queremos que sea. De lo que hemos producido. 
No estamos en mitad de una involución a la que el poder, la historia y la tecnología nos han conducido. Somos pacientes de nuestra propia regresión que ha generado un poder, una historia y una tecnología tal y como los queríamos.Si en Italia se las tienen que ven con un nuevo Nerón engominado que canta y recita frente a las llamas de Roma, Nosotros hemos sufrido en los últimos años una reversión a esos tiempos imperiales en los que la obsesión de un nuevo monarca sombrío, vestido de luto, por pasar a la posteridad, más allá de los logros de su antecesor, nos ha conducido a una guerra que nadie deseaba. Hemos convivido durante diez años con un nuevo Felipe II que hacía de los fastos y las alianzas un medio para acaparar páginas en los efímeros remedos de mercurios históricos que son hoy los periódicos.
Y en un minué de vueltas y repeticiones históricas, ha sido sucedido por un hombre tranquilo y distante que, como lo hicieran los monarcas ilustrados, gobierna contra nosotros por nuestro bien eligiendo lo que considera “bueno para el pueblo, pero sin el pueblo” porque todos “en nuestro interior sabemos que será mejor para nosotros”.
Nuestros gobernantes no se conforman con llegar a ese punto de involución sino que van más allá y en un pobre remedo de las que debieron ser las discusiones de alcoba entre aquella Isabel y aquel Fernando que a la postre montarán tanto el uno como el otro, discuten sobre la noción de nación, muerta, enterrada y putrefacta desde que las guerras mundiales demostraran que por encima de la nación siempre estará el bloque y por encima del bloque, el imperio.
¿Son así por una extraña mutación que les ha llevado a la locura? ¿Son así porque el poder hace que los hombres y las mujeres se aparten de la realidad? Es posible que algo de eso haya, pero lo que es seguro es que son así porque nosotros les hemos creado así.
Nuestra regresión como seres humanos nos ha llevado a pasar por todos los estadios anteriores del pensamiento y el sentimiento humano para abandonarlos todos.
Desde que, los locos de las flores y la paz, pidieran a gritos un “nuevo mundo y una nueva realidad” hemos intentado crearla y no hemos sabido como hacerlo.
Hoy recurrimos al sentimiento romántico y somos de nuevo Lord Byron batallando en guerras que no son las nuestras con nuestras nuevas Ligas de la Paz en forma de ONG´s, olvidando que no podemos ser solución y causa en un problema. Volvemos a los ideales románticos para abandonarlos cuando la solución es imposible. Ni siquiera tenemos el decoro de morir defendiendo la independencia, como hizo el joven Byron, de un país al que nosotros mismos hemos hecho esclavo.
Y siguiendo esa regresión que nadie puede parar llegamos a Erasmo, Llegamos al humanismo entendido con el individualismo. Algo que llevó a la locura a los genios renacentistas al querer abarcar más de lo que la más poderosa de las mentes puede englobar: la totalidad.
Permitimos que cualquier Salieri, incapaz de crear, se disfrace de DJ lo que sea y mezcle y realice variaciones formales al gusto de la audiencia de las composiciones de los antiguos Mozart a los que ya no comprendemos en su genio.
Consentimos que el arte se prostituya y encargamos murales vanguardistas que decoren nuestras paredes y lienzos postmodernos que adornen nuestras estancias. Creemos en el poder del arte no en la comunicación a través del arte. Escuchamos solos la música a través en nuestros pequeños altavoces aislantes, mientras vemos solos el cine en nuestros reproductores domésticos y leemos solos un libro que tenemos muy pocas posibilidades de comentar con nadie. No estamos alienados, simplemente hemos renunciado al otro. Hemos renunciado a la sociedad porque no nos gusta y no queremos cambiarla.
Pero hasta ese individualismo de la modernidad renacentista se nos antoja oneroso y pesado, se nos presenta como una carga que impide nuestra felicidad y pedimos, de hecho exigimos, nuestro derecho a una segunda y una tercera y una infinita lista de regresiones. Pero la regresión, al igual que la agresión, es imparable una vez que comienza, y la nuestra continua más allá de toda lógica.
De nuevo nos volvemos al milenarismo primigenio en cuyas piras ardieron dulcinistas y arrianos. Sustituimos nuestra humanidad, nuestra responsabilidad, por la fatalidad de lo que ha de ser y de lo que está siendo.
Y así, el empresario que despide para mantener sus beneficios recurre al “así son las cosas”; la pareja que abandona tremola el “estas cosas ocurren”; el hijo que usa y abusa de sus padres hasta la cuarentena enuncia el “¿Qué otra cosa puedo hacer?”; el padre que ignora las necesidades de sus hijos ratifica el “las cosas no dan para más” y así en una eterna cadena de elusiones que sustituyen la responsabilidad que nos convertía en seres humanos por la fatalidad que nos transforma en marionetas de nuestras propias necesidades personales.
Sustituimos nuestra responsabilidad, nuestra elección, por el fatalismo de un destino en el que Zeus, Odín y Yahve se transforman en la Teoría de los Ciclos Económicos, Los Estudios de Dinámica Social y La Psicología de Las Relaciones Personales. Esos antiguos humanos veían su destino escrito en las estrellas, en el Arco Iris o en el telar que tres ancianas eternamente tuertas y desdentadas tejían bajo la tierra. Nosotros vemos nuestro futuro escrito en las previsiones de Alan Geenspan, en los libros de psicología infantil y en el Cosmopolitan y el Man. Hasta a esas imágenes de magia y de misterio hemos renunciado en nuestra vuelta atrás.
Si el Estado se arroba el derecho de decidir en que forma es aceptable morir o no, ya sea mandándonos a la guerra o prohibiéndonos el tabaco, es porque nosotros se lo hemos pedido; de hecho se lo hemos suplicado de rodillas cuando hemos creído que teníamos derecho a una casa, un puesto fijo y un sueldo anual de seis dígitos para dejar de ser una carga para nuestros progenitores; cuando hemos creído que teníamos derecho a que nos facilitaran las cosas y cuidaran de nuestros hijos en el colegio para que nosotros pudiéramos “dedicarnos a nosotros”; que aquellos que cometen un error fatal en la elección de su compañía tiene derecho a que le garanticen una nueva vida y unos nuevos recursos antes de abandonarla en la lucha por recuperar su dignidad. Que teníamos derecho a que nos garantizaran el ocio y la felicidad por decreto ley.
Como los medievales, hemos vuelto a organizar relaciones de compromiso en las que los sentimientos comunes no importan. Intercambiamos sexo por compañía; compañía por estabilidad; estabilidad por sexo; sexo por sexo; compañía por compañía… y así en una infinita cadena de combinaciones y permutaciones en la que nunca se tiene en cuenta nada salvo las necesidades propias; en un trueque verbal en el que no puede quedar constancia alguna del compromiso y, como ocurriera en los tiempos del esputo en la palma y el apretón de manos, se recurre solamente a la palabra dada para luego poder decir “yo quería decir eso”. 
Como hicieran los campesinos en la Alta Edad Media celebramos uniones clandestinas en lo profundo del bosque, pero no para evitar que alguien reclame el derecho de pernada, sino para evitar que aquellos a los que nos unimos reclamen el derecho a exigirnos una responsabilidad y un esfuerzo por mantener esa unión.
Y esa regresión medievalista nos lleva a intentar eliminar, como si hiciera en aquellos tiempos de espada y hoguera, todo aquello que vincula a los humanos a algo que no sea la realidad que hemos creado. Les robamos a los niños y a las niñas su fantasía, sustituyendo dragones, elfos y hadas por niños maltratados en los colegios y cuentos de personajes solitarios. Creamos cuentos “no sexistas” y “no violentos” limitando el sueño de ellas a ser amadas hasta el extremo y de ellos de amar más allá de toda consideración personal. Les enseñamos a vivir en nuestra realidad en lugar de permitirles crear realidades nuevas. No vaya a ser que les de por cambiar el mundo en el que viven. No vaya a ser que les de por preocuparse y responsabilizarse por alguien que esté más allá de sus propias fronteras corporales.
Y cuando parecía que estábamos firmes en eso, que habíamos alcanzado el estadio de regresión tolerable, de nuevo se nos vuelve a antojar demasiado pesado, demasiado colectivo, demasiado insidioso en la necesidad que los demás siguen teniendo de nosotros y retrocedemos un engranaje más en la dentada rueda del tiempo.
Como hicieran Parmenides o Anaximandro, recurrimos al respeto para ocultarnos de los demás. No sólo exigimos respeto a nuestra intimidad incluso a aquellos que forman parte de la misma, sino que nos exigimos el deber de respetarla. Respeto que alguien decida morir y contrate alguien para hacerlo porque si no tendría que esforzarme para convencerle de que hay alguna razón para vivir; respeto que el otro (aunque sea otro muy cercano) sufra porque si no tendría que esforzarme en procurarle alegría; respeto que el otro defienda verbal e intelectualmente posiciones absurdas (como el fascismo o el racismo o el sexismo de cualquier signo) porque si no tendría que esforzarme en convencerle de que se equivoca. Y así, el respeto se convierte para cada uno de nosotros en el escudo de Hércules, que refleja la mirada destructora de La Hidra. Esperamos que esa mirada reflejada destruya por si misma a los que merezcan ser destruidos por su reflejo. Olvidamos que Hércules hizo el esfuerzo de descender a la morada del monstruo y mantener el escudo con su brazo. Nosotros no estamos dispuestos a tanto. ¡Que lo hagan las leyes y el Estado!
Y así llegamos al último estadio de nuestra regresión como seres humanos. Llegamos a mirarnos al espejo y considerarnos civilizados.
Somos los seres más civilizados de la historia de La Tierra, eso es incuestionable. Pero somos los menos humanos de los que la han habitado. Para alcanzar nuestro grado de civilización hemos cometido un error que ahora casi ya no estamos en condiciones de subsanar como sociedad (aunque aún puede ser posible para los individuos).
Hemos hecho de nuestra inteligencia nuestra humanidad. Y no es nuestra inteligencia lo que nos separa o nos proyecta más allá del estadio en el que se encuentran otras especies animales.
La inteligencia es simplemente una depuración, no una sublimación, del instinto de supervivencia, es una forma más avanzada de ese instinto y ese instinto lo tiene cualquier animal.
Nuestra regresión nos ha hecho con toda seguridad más inteligentes, pero no más humanos.
La inteligencia solo puede pensar en aquello que garantiza la supervivencia: en el dinero, en la comodidad, en la estabilidad. Y lo ha hecho. Lo ha hecho de tal manera que ha ahogado, mancillado, aniquilado, escondido y ahogado todo aquello que hace esa vida más soportable, es decir, los sentimientos.
No fue la inteligencia lo que generó el Réquiem de Mozart; no fue la inteligencia lo que produjo el Guernika de Picasso; no fue la inteligencia lo que permitió a Dante describir los infiernos. Fueron los sentimientos.
Pero hoy no queremos, y casi no podemos, sentir. Porque nuestra inteligencia nos dice que el sentimiento no es cómodo, no es estable y no garantiza la vida. La hace intensa y magnifica, pero no la garantiza.
Así que, en el momento cumbre de nuestra presencia en el mundo como seres civilizados, no somos otra cosa que la máxima regresión de nuestro estadio humano.
Somos seres que se enfrentan solos al eterno dilema que marcó la existencia de nuestros antecesores en tiempos remotos.
Nuestro mundo no es una sociedad global que abarca a 10.000 millones de seres. Son 10.000 millones de sociedades que incluyen a un solo ser escondido en lo más profundo de su caverna rupestre. Somos seres enfrentados al dilema de no poder hacer a la vez las dos cosas que son imprescindibles para nuestra supervivencia.
No podemos mirar de frente a la entrada de la caverna para vigilar si llega una fiera a devorarnos porque entonces el viento entrará y apagará la pírrica llama que nos da el calor que garantiza nuestra vida. Y no podemos darle la espalda a la entrada para proteger esa llama porque entonces no veremos llegar a la fiera y sus garras devorarán nuestra espalda.
Y no podemos hacerlo porque nuestra inteligencia y nuestra civilización nos han llevado a la soledad.
Así que esperamos, ladeados en el fondo de la caverna, a que nos llegue la muerte, ya que el fuego no nos calienta y no nos conforta plenamente y no nos podemos apartar a tiempo de la fiera como para no recibir sus heridas.
El fuego no se consumirá plenamente, pero nunca arderá en toda su fuerza y la fiera no nos devorará por completo pero no podremos evitar que nos desangre.
Somos neardenthales a los que la soledad matará en su caverna por frío o por el ataque de una fiera.
No hemos aprendido nada.

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