Hoy tenía pervisto ascender de mis moradas infernales -o descender, que nunca se sabe- para hablar de las esclavitudes modernas. De una de ellas. Esa que nos hace vivir pegados al teléfono móvil.
Esa que nos hace alargar nuestras jornadas más allá de nuestra presencia física en los lugares de trabajo -aquellos que aún tienen la suerte de tener un lugar de trabajo- y de tener que ocupar nuestros oídos y nuestros cerebros en asuntos laborales cuando deberían estar atentos a la familia, el amor, la diversión o el descanso.
Esa que nos hace pregonar nuestras miserias y nuestros orgullos a voz en grito en mitad de la calle; nuestras derrotas y nuestros triunfos -mucho más los triunfos, eso sí- en un vagon de metro o en una silla de autobús. De esa que nos obliga a hacernos públicos por temor a que los que nos rodean no tengan claro que somos alguien, que estamos vivos.
Iba a hablar de esa invasión tecnológica de lo laboral en lo privado y de esa renuncia a la intimidad y a dividir los espacios. Iba a hablar del miedo; siempre es el miedo al final. El miedo a que me despidan si no cojo el teléfono, el miedo a que no me consideren comprometido con el trabajo, el miedo a perder unos euros que hoy son imprescindibles en las cuentas cada vez menos líquidas de personas y empresas. Iba a hablar de esos miedos y otros muchos que nos obligan a ponen nuestro pulgar, ya calloso y curtido de enviar sms, sobre la tecla de contestar y que nos impiden utilizarlo sobre la tecla de desconexión cuando llama un jefe o un cliente.
Iba a hablar de la esclavitud del móvil cuando veintisiete millones de razones me impidieron hacerlo.
No es que me haya tocado el euromillón. Es que ese es el número de personas que en el mundo se ganan a pulso y dolor, a sufrimiento e injusticia, cada amanecer y cada anochecer el nada deseoso título de esclavos.
Personas que pagan 300 euros de una deuda de sus abuelos con catorce años de trabajos forzados en los arrozales de La India; personas que nacen y mueren en los palmerales vietnamitas sin tener otra opción que trabajar en servidumbre a cambio de un trozo de pan y del agua de la lluvia, porque alguien perdió algo en un juego de azar.
Personas que no tienen un móvil porque si lo tuvieran tendrían que pagar con el trabajo esclavo de tres generaciones el precio de tan exquisita herramienta tecnólogica. Ellos si son esclavos. Nosotros no. Ellos si merecen justicia y conmiseración. Nosotros no.
Nosotros hacemos lo que hacemos y sufrimos lo que sufrimos porque queremos hacerlo, porque nos sentimos obligados a demostrar y a demostrarnos que vivimos.
Nuestras esclavitudes, nuestras nuevas esclavitudes, son un paño de lágrimas que nos convierte en víctimas cuando somos complices de esas intromisiones, de esas invasiones; cuando forzamos a golpe de cambio semestral -o incluso trimetral-, a reclamo de evolución técnológica y campaña publicitaria, la adquisición de grilletes más perfecionados y novedosos. Y los pagamos de nuestro propio bolsillo.
Pero las suyas, la de los que doblan el espinazo y la dignidad en Niger, en Mauritania, en La India o en Sudan, son impuestas. No pueden salir de ellas con un solo dedo, con un Acuerdo Marco, con un red de repetidores que rechace las llamadas individuales o con una sesión de terapia contra el estrés o contra la adicción al trabajo.
La manumisión de los siervos de la gleba del siglo XXI -hasta al escribirlo parece imposible- pasa porque nosotros, los que nos esclavizamos sin necesidad, los que nos convencemos de lo mal que estamos para no hacer nada para estar mejor, nos sintamos privilegiados -que es lo que somos- y dejemos de aplicar nuestros oídos y nuestras voces a nuestras miserias para destinarlos a las miserias del mundo. En la era de lo políticamente correcto en el lenguaje, debería establecerse una multa a todos aquellos que utilizan la palabra esclavitud de forma inadecuada.
Mientras haya un solo esclavo real no tenemos derecho a ser esclavos metafóricos de nada ni de nadie.
Nuestras dependencias, nuestras falsas y pírricas esclavitudes, son el producto de una sola cosa: nuestros miedos, nuestros terrores nocturnos y diurnos que se crean, se desarrollan y se anquilosan en nuestras mentes, cuando sustituimos vida por supervivencia. Las demás, las verdaderas -esas que aún existen, aunque las películas no vendan que ya se acabaron- son fruto de la injusticia. La diferencia está tan clara que no debería ser necesario explicarla.
Así que, la próxima vez que tengamos la tentación de quejarnos porque no podemos despegarnos del teléfono móvil tactil 3G de última generación; porque nuestros compañeros, nuestros jefes o nuestros clientes invaden nuestros espacios y tiempos de diversión y de reposo, la próxima vez que miremos al artilugio con reluctancia -sino con odio-, la próxima vez que nos sintamos esclavos del móvil, sólo tenemos que, como un niño que no puede dormir, comenzar a contar esclavos, esclavos de verdad, hasta llegar a veintisiete millones.
Para entonces la llamada se habrá agotado. Y si insisten, sólo tenemos que hacer lo que estamos obligados a hacer por nosotros mismos. Evitemos nuestros miedos y nuestras dependencias; superemos nuestros terrores y nuestras exigencias psicológicas.
Apaguemos el móvil
Si nuestra manumisión es tan sencilla, ahorraremos fuerzas para otras que son bastante más complicadas. A lo mejor no sabiamos de esto porque nadie nos ha llamado al móvil para contárnoslo.
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