Después de un lustro, de unos cuantos miles de millones de dólares tirados, unos pocos centenares de muertos -que si son civiles y afganos , unos centenares son pocos-, unas tragicas docenas de soldados defenestrados -que si son soldados y occidentales, cualquier pérdida es trágica y cuestionable- y unas cuantas toneladas de alta teconogía convertidas en chatarra en beneficio del siempre importante reflote del complejo militar industrial estadounidense, ahora nos dicen que Afganistan no es lo que parece, que la guerra de Afganistan no es lo que parece, que el mundo no es lo que parece.
De repente, como por arte de magia y encantamiento, aparecen unos pocos centanares de folios con el sello de clasificado encima de las mesas de unas cuantas redacciones y todo se vuelve del revés, sale a la luz, se hace verdadero. Bueno, siempre fue verdadero, pero era un secreto.
Y ahora es cuando toca aferrarse a la invectiva contra los Servicios Secretos estadounidenses -que hace tiempo que olvidaron lo de servicios y se quedaron con lo de serectos-, contra un gobierno que niega a sus ciudadanos el derecho a conocer lo que está courriendo, contra un ejercito que se pasa la legalidad internacional -como todos los ejercitos- por el forro de sus armas de asalto y contra un sistema que pretende imponer en una parte de la tierra una forma de ver el mundo que se encuentra aproximadamente a ocho siglos de deuda temporal de lo que sus habitantes son capaces de percibir. Pues no, esta vez no.
Ahora es cuando toca mentirse o saturar las redes y las líneas de mitos y leyendas sobre el imperio yankie, La CIA, los talibanes o los servicios secretos pakistaníes para ocultar algo que tendemos a olvidar con la misma celeridad con la que se actuliza la página de Wikileaks: Toda sociedad -incluso esta sociedad global que hemos compuesto y desarmado- tiene los gobiernos que se merece.
El Gobierno de George. W. Bush no ha impuesto el secreto, no ha obligado a sus ciudadanos a permanecer en la oscuridad sobre las actividades encubiertas, las bajas y los desaguisados afganos porque, de repente, se le haya ocurrido; porque una mañana, entre bourbon y cacahuetes asesinos, el bueno de Georgy tuviera una idea gloriosa -eso nunca hubiera podido ser mantenido en secreto, sería demasiado inusual-. Lo ha hecho porque es a lo que está acostumbrado, porque es la forma de actuar común en la que han crecido como individuos y como sociedad y en la que su entorno-y el nuestro- se organiza.
Pese a las sociedades y civilizaciones que se han hundido y han decaído por ello, seguimos utilizando el secreto como forma de organización social. Somos incapaces de darle luz y taquígrafos a nuestras vidas. Nos abocamos a ser La Agencia de Seguridad Nacional de nuestras propias existencias.
Con el asunto de los papeles afganos, escucharemos las típicas diatribas sobre aquellos que asumen la responsabilidad de las vidas de otros. Los que están a favor del secreto como dinámica de gobierno dirán que era necesario, que era incluso imprescindible, que el conocimiento público ponía en peligro las operaciones militares. Y puede que objetivamente tengan razón. Puede que el gobierno pensara en el bienestar de su sociedad al mantenerla apartada de tan perturbadora información, de tan inquietante realidad.
Y los que están en contra del secreto de Estado y de la información reservada se quedarán solos en sus argumentos exigiendo transparencia y claridad. Se quedarán solos, no porque los demás no les secunden, sino porque, en la mayoría de los casos, no se lo creerán ni ellos.
Alguien dijo que la información -sobre una vida, una empresa, un Estado o cualquier otra referencia humana- es poder. Todos olvidamos que el poder es responsabilidad. Así que , en un silogismo perfecto -aunque molesto-, la información es responsabilidad.
Y por eso necesitamos el secreto en las empresas, en los grupos sociales, en las relaciones humanas. Por eso nos hemos vuelto hijos del disimulo, hermanos de lo hérmetico y parientes de lo ignoto, de lo oculto. Por eso los necesitamos. Por eso son nuestras primeras respuestas.
Esas dinamicas de la ocultación convierten a los demas en aliens, en alienígenas completos que no comprenden ni entienden ninguno de nuestros actos; que no pueden ubicar nuestras acciones ni gestionar nuestros pensamientos. A ellos les resta conocimientos, a nosotros nos resta responsabilidad. A todos nos quita vida.
Los gobiernos, en este caso el estadounidense, recurren a la excusa de que sus ciudadanos les importan y les protegen. Pero, como todos nosotros, como todos aquellos que se esconden en perpetuas elusiones y silencios incómodos, es una cortina de humo. Una cortina de humo bienintencionada en muchos casos, -dudo que en el del aparato militar de la OTAN y Estados Unidos-, pero una cortina de humo al fin y al cabo.
La realidad es que no queremos perderlos y tememos que aquello que ocultamos les haga vernos de otra manera; que la información que les aportemos afecte a su propia existencia y les permita responsabilizarse de ella en una forma en la que nosotros no queremos que lo hagan. El secreto como forma de relación humana, social y gubernamental, lo único que intenta es que los demás no hagan lo que no queremos que hagan. Que los otros no puedan pensar en nosotros por si mismos, más allá de lo que nosotros proyectamos.
Así, el Gobierno Bush -que no quiere perder a sus votantes- oculta aquello que se los puede quitar; la empresa X -que no quiere perder a sus empleados, o por lo menos su impulso laboral- oculta sus decisiones, sus inversiones, sus reajustes de plantilla, sus números rojos; el equipo Z -que no quiere perder sus estrellas, sus partidos, sus aficionados o sus ligas- mantiene en la más completa oscuridad, sus odios, sus debilidades y sus estrategias.
¿Y nosotros? Nosotros mantenemos en secreto todo lo demás, todo lo que es importante para nosotros y que debería serlo para aquellos que nos importan. Todo lo que nos debería unir a ellos.
Porque, si es un secreto, sólo lo conocemos nosotros, sólo nosotros tenemos acceso a ello y sólo será visto desde nuestra propia perspectiva interna, desde nuestras decisiones o indecisiones, nuestras justificaciones o nuestras críticas, nuestros miedos o nuestras valentías. No nos importa tener que sufrir o ser felices en soledad. Lo único importante es que nadie, por acceso a la información, pueda cuestionar nuestro criterio.
A los mandos de la OTAN y del ejército estadounidense les da igual que su secreto haya afectado a aquellos que no podían enterrar a sus muertos de la forma en la que habían elegido -a los muertos no suele afectarles demasiado como les entierran-; que sus ciudadanos no supieran por qué mataban o que los ciudadanos afganos no supieran porque morían. Y eso se antoja algo cruel y despiadado.
Pero es más de los mismo. Es llevar a las dinamicas estatales y gubernamentales lo que nosotros hacemos todos los días. A nosotros nos da igual en que pueda afectar ese secreto a las vidas de los demás, las limitaciones que en su vida y en sus decisiones pueda imponer. Olvidamos que por mucho que decidamos dar vueltas sobre nosotros mismos, siempre hay gente a la que lo que hacemos y decidimos les afecta, cuyas vidas u obras dependen de nuestros actos y decisiones: nuestros empleados, nuestros compañeros, nuestros familiares, nuestros amores...
Cierto es que al final los secretos han sido revelados pero, al igual que todos los secretos que pueblan nuestras relaciones sociales y personales, eso no cambia nada- Los papeles de Wikileaks revelan secretos de Bush cuando dirige Obama, se quedan el 2009 cuando la política estadounidense y de la OTAN en Afganistan cambió después de es fecha.
Como en cualquier bar, en cualquier pasillo, en cualquier oficina, en cualquier conversación teléfonica o en cualquier portal. Los secretos que se revelan o ya no importan o no son nuestros.
Los gobernantes que han decidido cubrir del velo del arcano secreto las actividades militares de unos y otros en Afganistan no han hecho nada que no hagamos nosotros todos los días. Si nos indigna lo que han hecho deberíamos indignarnos con lo que hacemos nosotros.
Han protegido su criterio de preguntas y de respuestas ajenas, han antepuesto sus pensamientos y decisiones a las vidas y las responsabilidades vitales de aquellos a los que saben que afectan esos actos y en los cuales influye lo que hacen y lo que dejan de hacer.
Han convertido a aquellos que tenían que ser los más cercanos a ellos en una sola cosa: en extraños.
A lo mejor, es intolerable para muchos ser gobernados por extraños, cuyos actos permanecen ocultos y cuyas motivaciones resultan inaccesibles. A lo mejor, también debería ser intolerable para nosotros, trabajar, compartir, vivir y convivir con extraños que no deberían serlo, que sólo lo son porque hemos decidido que lo sean.
A lo peor llevamos tanto tiempo mirando sólo hacia nostros mismos que ya no nos importa.
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