Encontrábame yo desayunando algo que puede llamarse Capuccino -la palabra aún sigue siendo casi libre- cuando me he topado de frente con una de esas muestras ejemplarizantes que terminan por pasar inadvertidas.
Entre tanto discurso de Rubalcaba, tanto intento cristiano nacionalista en Ceuta y Melilla y el primer ajuste de cuentas de la historia de la comunicación de masas que la realidad le hace tragar a un medio de comunicación, la actividad de unos cuantos ideólogos y activistas de la llamada dignidad animal tendería a pasar desapercibida, sin pena ni gloria. Como viene siendo habitual.
Pero, más allá de lo que han hecho o han dejado de hacer los llamados veganos, esos vegetarianos y ecologistas más o menos insistentes y arbitrarios, su actitud hacia lo que está haciendo con ellos la policía, la judicatura y el aparato social en general, es una muestra más que plausible del mal que nos ataca como individuos y como sociedad.
Es una de las mayores muestras de incoherencia formal y material desde el interrogatorio fiscal en el juicio a Steve Biko.
Ellos dan una importancia superlativa al problema de la dignidad animal -que, por cierto, no es problema para los animales, es solamente una cuestión ética humana-. Consideran que es el principal problema del mundo, que es la piedra angular del arco que lleva nuestra civilización a atravesar el umbral de su propia destrucción. Reivindican su lucha y su protesta como algo fundamental, como uno de esos arcanos descubiertos a destiempo que soportan la existencia humana.
Y es esa intensidad, esa urgencia impelida en los discursos de sus líderes y en las páginas virtuales de sus colectivos, lo que les lleva a las sueltas de cerdos, pollos y visones -un gran favor para un visón americano soltarle en mitad de la estepa castellana donde no tiene nada que llevarse a sus afilados incisivos, por cierto-, a sus ataques simbólicos a portadoras de abrigos de piel, a sus encadenadas y sentadas ante las plazas de toros.
Esa imperiosa necesidad y esa supuesta importancia manifiesta son lo que les ha permitido reclutar a toda suerte de individuos que, incapaces de relacionarse con la dignidad humana en general -y atentando contra ella en muchos casos-, han visto en esa defensa de lo animal una forma de canalizar su necesidad de dar a alguien todo lo que le niegan a los humanos.
Hay veces que, pese a la razón que puedan destilar algunas ideas - a mi también me parece que los toros son un brutal vestigio de barbarie, la cultura peletera es un dislate social de proporciones megalíticas y la caza un espectáculo un sufrimiento innecesario para el animal que vamos a llevarnos al buche por vía de hoguera y espetón-, les hace sacarlas de contexto, aumentarlas de nivel, concederles rango de necesidad universal, hace que los ideólogos se conviertan en personajes grotescos por incomprensibles, ridículos por desmedidos.
En un mundo en el que miles de humanos mueren de la forma más indigna -de hambre- simplemente por desidia, en el que la lucha por los recursos y por los bienes lleva a poblaciones enteras a la esclavitud, en el que los mercados y el dinero se anteponen a las personas, enfocar toda tu fuerza, toda tu intensidad, toda tu capacidad de activismo -que los veganos han demostrado tener mucha- solamente hacia lo animal, sus derechos y sus dignidades es una muestra de egoísmo tal que roba con cada acto la dignidad de aquellos por los que no se lucha, aún teniendo las fuerzas y la organización para poder hacerlo.
Y esa es la primera de las incoherencias. La formal. La lucha por la dignidad no puede eludir a 7.000 millones de seres sintientes e ignorarlos en aras de otra parte de la población animal del planeta, solamente por que los animales humanos pueden llevarnos la contraria, pueden oponerse a nuestros deseos, pueden rechazarnos más allá del estímulo condicionado. Solamente porque son impredecibles e incontrolables.
Resulta un absurdo de dimensiones bíblicas fingir que defendemos la dignidad de los sintientes -un término, por cierto, acuñado hace tres décadas por la literatura de anticipación para las especies alienigenas, no para las terrestres, valga la matización- e ignorar voluntariamente que nuestro esfuerzo debería ir también encaminado a preservar la dignidad de los sintientes humanos, algo que no está, ni de lejos conseguido.
Pero esa es la incoherencia conocida, la incoherencia a la que estamos acostumbrados, la que todos practicamos y en la que todos medramos cuando no nos damos cuenta de que la defensa de lo nuestro, de lo que es para nosotros importante, supone la asunción automática de que lo demás no merece la pena, no es digno de nuestro esfuerzo.
La otra vuelta de rostro a la realidad que han cometido los veganos - no quiero ni imaginarme el motivo que llevó a su fundador a pensar en Vega-, la otra incoherencia, la material, es todavía más capciosa, más insoportable, más humana.
La otra se inició cuando empezaron a pintar bastos. Las adversidades son el caldo de cultivo perfecto para la incoherencia humana.
Cuando la policía ha comenzado a deternerles, cuando han empezado a procesarles y a pedirles algo más -bastante más- que una multa para abandonar prisión, la más completa incoherencia se ha adueñado de ellos.
Lo que hace un par de actualizaciones de blog eran las batallas de una contienda vital para la supervivencia de la Tierra tal y como la conocemos -¡como si la Tierra hubiera sido siempre como la hemos conocido nosotros!- de repente se han convertido en travesuras sin importancia por las que no deben ser detenidos; aquello que ayer eran capítulos de resistencia contra la cultura de la esclavitud animal, hoy, que los periódicos no los aclaman entre líneas y los jueces no se muestran condescendientes, se han transformado por el arte cegador de la incoherencia material en gestos simbólicos, en acciones que no merecen esa reacción, en simples símbolos que no merecen ser reprimidos, perseguidos y contrarrestados con tanta dureza.
Nunca me ha resultado bochornoso que suelten animales por doquier, que impidan las corridas de toros o que estropeen los desfiles de moda, lo único que se me antoja absolutamente bochornoso es la completa falta de dignidad que demuestran cuando, tras declarar grandilocuentemente una guerra a un sistema social -con razón o sin ella-, pretenden que ese sistema no reaccione, no se mueva, no de una contraorden, no les declare la guerra a ellos.
Si estas dispuesto a defender a los sintientes -excepción formal hecha de los humanos por motivos incomprensibles para mí- no puedes transformar tu lucha en un juego inofensivo por el mero hecho de que un miembro de la elite policial de este país te apunta con un arma automática de fabricación israelí para detenerte. Eso es no creer en esa lucha.
Si aquellos que se oponen a la crueldad con los animales han sido un ejemplo a seguir, unos guerreros míticos y unas fuentes de inspiración continuas y constantes, una fianza millonaria, una orden judicial y una prisión incondicional no los convierten de la noche a la mañana en unos elementos aislados que no forman parte del espíritu del movimiento, en unos individuos marginales dentro del colectivo que no lo representan en su integridad. Eso es no confiar en esos luchadores.
Si lo que creo y lo que defiendo es fundamental para mi hasta el punto de abandonar mi vida, de ponerla en riesgo o de importarme un carajo los efectos secundarios y los daños colaterales que ocasiona mi ideología y su puesta en acción, no puedo transformarla en algo que se minimiza y que se transforma en poco más que un pasatiempo solidario cuando me aprietan las clavijas y empiezo a experimentar las consecuencias de la hasta ahora indolente e indolora revolución que he creído poner en marcha. Eso es no saber quién eres y no tener ni idea de lo que has elegido ser.
Y eso es lo bochornoso de los veganos. Lo bochornoso y lo ejemplarizante.
Resulta triste que alguien que dice defender lo que nadie defiende y pocos comprenden en términos filosóficos sea tan endemoniadamente parecido a todos los demás cuando las cosas se tuercen, sea tan atlántico y tan occidental. Sea tan parecido a nosotros.
Resulta triste que alguien que dice defender lo que nadie defiende y pocos comprenden en términos filosóficos sea tan endemoniadamente parecido a todos los demás cuando las cosas se tuercen, sea tan atlántico y tan occidental. Sea tan parecido a nosotros.
La negación de ellos mismos que han hecho y están haciendo para salvar la piel -no la de los visones, la suya-, es, lamentablemente, tan bochonorsa y común como el discípulo negando a su maestro -que no el mío- cuando pintan bastos para él; es tan antiguo y cotidiano como el apóstol huyendo de Roma cuando la sombra de la cruz se alarga sobre su cabeza.
Es tan humano y tan miserable como cada derecho que abandonamos cuando la reivindicación se vuelve peligrosa, como cada justa indignación dicha por lo bajo cuando alguien con poder de cambiarnos la vida pergunta quién se queja, como cada principio vital que no se convierte en finalidad porque sabemos que eludirlo nos hace la vida más fácil, la existencia más comoda.
Es tan nuestro como cada paso dado atrás para dejar en la soledad de la primera fila a los que dan el paso hacia adelante, como cada torcedura de cuello o elevamiento de cejas señalando desde la segunda fila a aquellos que están dando la cara por nosotros cuando nos damos cuenta que no servirá para nuestros fines inmediatos y puede poner en peligro nuestros recursos cotidianos.
Puede que los veganos y su cruzada por la dignidad animal se nos antoje algo absurdo y alocado y puede que no. Pero ninguno de ellos, ni el más desmedido, ni el más irresponsable, ni el más agresivo, ni el más místico, son en lo esencial diferentes de nosotros.
Ellos han demostrado que, aunque sean vegetarianos son capaces de alimentarse de carne cuando las cosas vienen mal dadas. Son capaces de devorar carne humana, la carne de sus propios camaradas, para salvarse de la quema, para poder volver a sus apartamentos, a sus chalets y a sus piscinas y contar que un día pelearon por una causa noble.
Al fin y al cabo la dignidad de los sintientes exige que todo animal se alimente. Aunque esos animale sean leones y el alimento que les hayan arrojado los veganos frente a sus hambrientas fauces sean los despojos de su dignidad como colectivo y las metáforicamente sanguinolentas pruebas de que no son, en miedo y egoismo, diferentes del resto de los humanos que comen carne sin problemas.
Es tan occidental como nuestra civilización, es tan viejo como nuestro miedo, es tan atlántico como nuestra visión del mundo, es tan lamentable como nuestro egoísmo. Es tan doloroso como nuestra traición a nosotros y los demás por tres meses más de comodidad o medio año más de seguridad.
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