Las tierras te reciben como lo que son, como lo que siempre han sido y probablemente sigan siendo después de que nosotros hayamos intentado en balde dejar en ellas la impronta de lo que quisimos ser.
Por eso no sorprende que las tierras de Al-Urdunn se alcen en arena y viento para recibirnos. El viento siempre ha estado ahí, la arena siempre ha estado ahí y hacen lo que haría todo buen anfitrión para recibir a un visitante: levantarse y saludar.
Circulando por la gran carretera del desierto, probablemente lo único que queda en pie del sueño del panarabismo que, desde Lawrence hasta Naser, mudó de la armonía a la beligerancia, de la hermandad al nacionalismo, lo que sorprende es la facilidad con la que la mente se me vuelve a lo que hace mas de tres lustros que no hacía.
El mismo desierto, otro país; la misma arena, otra tormenta; el mismo hombre, otra edad. Pero el mismo hombre.
Jordania, la vieja Al-Urdunn, te obliga a lo mismo que sus hermanas mayores o quizás solamente más afortunadas te obligaron a hacer cuando las conociste, cuando te fueron presentadas por tu juventud, cuando te invitaron a poner de largo tu madurez en sus desiertos, sus calles y sus guerras. Te obliga a taparte el rostro para no probar el acido sabor de su arena, a cubrirte los ojos para no sentir el arañazo de las minúsculas partículas de una historia erosionada y sedimentada sobre el duro sustrato del Creciente Fértil.
Te obliga, después de muchos años sin hacerlo, así de repente, a recordar que sigues vivo.
Hay tierras que son especialistas en esa función, hay lugares que se empeñan, pese a su antiguedad, pese a sus dioses, pese a su miseria o quizás por todo ello, en lanzarte a la vida con sólo un movimiento, con sólo una tormenta.
Por eso tu cuerpo, tu mente y tu institno recuerdan lo que fuiste y lo que siempre ha sido esta tierra donde la nada lo es todo, donde no hay soledad en el silencio del desierto ni hay olvido en el bullicio de las calles.
Por eso comienzas a echar el humo del cigarrillo por la nariz, algo que no has hecho desde hace mucho tiempo, en plena tormenta. Porque hace tiempo algo o alguien te dijo que así limpias la nariz de la arena que se puede meter y permanecer en ella durante el saludo que las tierras antiguas de Jordania ha montado para ti en forma de danza, para otros peligrosa y para ti reparadora, de arena y viento.
Por eso ya vuelve como antaño a no sorprenderte parar en mitad de la nada, donde nadie debería habitar, donde nadie debería permanecer y mucho menos alegrarse de nada y descubrir siluetas que salen a recibirte como si nada pasara, como si la tromenta que levanta el desierto de su suelo y lo arroja a tu rostro fuera tan sólo un sonido más, tan sólo una pequeña molestia que no puede apartarles de lo que es más importante, que no puede quitarles la alegría de dar la bienvenida, la dicha que siente el anfitrión al recibir a aquellos que van a visitarle.Y en ese momento es cuando no sabes y deja de importante si la arena del Wadi Rum se alza para mostrarte la tierra a la que llegas o para ocultar de ti aquello que has traido contigo.
En cualquier caso, ya apenas te importa. Mientras tus dedos se angostan en un teclado que parece construido para las manos recién nacidas de un bebé, comprendes que no has echado de menos las tierras del reino al-Hashimiyya ni las de sus pueblos hermanos o enemigos.
Comprendes cuanto, durante todos estos años, te has echado de menos a ti mismo.
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