Siempre ha parecido, en esencia, un arma, un elemento de poder y de placer. Pero no lo es. El secreto quita mucho más de lo que otorga, pero se lo resta al que lo posee, no al que lo desconoce. Si no tienes algo no lo puedes perder.
El secreto es un arma, pero un arma defensiva. Defiende al que lo mantiene de su propia vergüenza, de su absoluta incapacidad para defender aquello que conoce y que oculta. Aquellos que utilizan el hoplos del secreto se creen a salvo y se perciben poderosos en su conocimiento, en su exclusividad.
Su existencia se les antoja diferente, elevada por encima de aquellos que no están en posesión de la información que ellos guardan cual escualídos usureros de la realidad y el conocimiento.
Pero se equivocan. La información, la realidad, la vida, se filtra por las rendijas de sus escudos, por las costuras de los zurrones en los que pretenden esconderla. Y con cada filtración, con cada gota y cada porción que se escapa del secreto, su vano poder, su supuesta supremacia y su propia existencia, se encogen hasta desaparecer. Su dignidad, su autoridad y su razón se minimizan hasta volverse tan desconocidas como el secreto que ocultan.
El secreto, hermano del silencio, es tan atronador como su pariente. No importa lo que oculte, no importa lo que niega. Importa lo que afirma. El secreto afirma miedo, miedo de ser, miedo de estar, miedo de afrontar una decisión o una actuación de la que no se está seguro y sobre todo, de la que no se está orgulloso.
El secreto no protege a los que lo ignoran, protege a los que lo conocen, pero no les defiende de la caída; no les defiende de la ira justa o injusta de los que deberían conocer ese misterio, ni siquiera les oculta de las reacciones del mundo y la realidad ante esa acción que oculta. El secreto solamente les protege de si mismos.
Un secreto opaca los espejos internos, enturbia los reflejos propios, y concede al que lo posee, al que lo atesora, la posibilidad de no sentir, durante un cierto tiempo, la imagen de sus propias acciones, de sus íntimas carencias, de sus fracasos y equivocaciones personales volverse contra él.
Pero, cuando el secreto desaparece, cuando se filtra de tal forma que debe hacerse público, cuando se desempañan los espejos, se dan cuenta de que no había nada que ocultar, de que todo su esfurzo por ocultarse de si mismos a través del misterio que guardaban ha sido baldío y ha resultado vano. Pues cuando se apartan las brumas del secretismo y la conspiración, el mismo reflejo de su persona, de su dignidad, se evapora con ellas.
El secreto es un arma, en efecto. Un arma cargada, que siempre apunta a la sien de aquellos que lo imponen.
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