El peregrino arrastraba sus pies, llenos de polvo y de dolor, por el pedregoso camino.
La cadencia de sus pasos era tan irregular como lo era el pavimento por el que transitaba. Ora tropezaba, ora su tobillo giraba en un ángulo demasiado doloroso como para permitir que la planta siguiera asentada en el firme. La velocidad de su caminata también era variable como lo era el rumbo por el que albergaba la esperanza de llegar a su meta. En ocasiones corría desaforado hasta que el sudor empapaba sus vestidos, su rostro y sus brazos; en otros momento se pensaba cada paso como si fuera el último, como si estuviera a punto de traspasar el umbral de su destino. Pero caminaba, siempre caminaba. Sus pies desnudos, como su alma.
En las lindes de un bosque profundo y poderoso, un bosque hostil que había llenado sus brazos de arañazos con sus espinosas ramas y vaciado sus pulmones de aire con sus tórridos vapores y húmedos calores, el peregrino que andaba descalzo chocó con otro caminante. Este mantenía un paso firme y constante, duro y continuo. Sus pies se apoyaban sin duda y sin quiebra sobre un suelo que parecía alisarse un instante antes de recibir el golpe de su suela.
Y miro sorprendido el errático caminar del peregrino. Intentó ajustar a él su paso pero la caminata se le hacía ardua y difícil por lo irregular de los pasos de su nuevo compañero, por las cambiantes cadencias de sus movimientos, por el fluctuante ritmo de su velocidad. Quiso ofrecerle una solución al peregrino que también era una solución para él.
Le enseñó a acompasar la respiración con el paso; le mostró como mantener un ritmo de marcha basado en las normas marciales de aquellos que caminan hacia la batalla antes de saber que van a caer derrotados; le inició en el arte de fijarse un destino cercano que poder alcanzar en una jornada para que su corazón no se cansara de avanzar y su alma no se agotara de no llegar. Y el peregrino le miró, le escuchó, sonrío y aprendió. Pero sus pies seguían desnudos como su alma.
Sólo entonces, el caminante preguntó al peregrino cual era su destino. Y el peregrino le contó que, como todo peregrino, buscaba un templo. El templo de aquellos dioses muertos que fijan tu futuro, de aquellas divinidades nunca adoradas que comprenden a los hombres y les permiten alcanzar por ellos mismos lo que son. El caminante preguntó interesado dónde se encontraba el templo y el peregrino le contestó que no lo sabía. Nadie lo sabía. Se sabía el camino para llegar a él pero nadie sabía su ubicación exacta. Los dioses no adorados te fijan el destino ¿Para que volver una vez que los has visto?
Eso le pareció algo extraño al caminante pero las creencias siempre lo eran. Más raro le pareció que el peregrino le contara que no podía alcanzarse solo; que tenían que acudir dos al encuentro del santuario, que sólo sería mostrado a dos peregrinos dignos y puros que no hubieran cometido falta alguna.
- ¿Y para qué lo buscas solo? –Preguntó el caminante-
- Siempre puedo encontrar a alguien en el camino –sonrió el peregrino-
Y así ocurrió que la única peregrinación posible hacia el mausoleo de los hados se inició a mitad de camino. Así, acaeció que un peregrino que no era caminante y un caminante que no había querido ser peregrino comenzaron una marcha que debía acabar cuando llegaran a un lugar que no conocían. Pero los pies del peregrino seguían desnudos, como su alma.
El camino avanzaba hasta perderse en esas brumas infinitas que algunos creen el fin del mundo y los dos continuaron avanzando, sin pausa, sin etapas de aliento, sin paradas de fonda, sin postas de refresco. Y llegaron los valles dulces donde el simple olor de la fruta madura sirve de alimento y atravesaron los ríos poco profundos en los que la frescura de las aguas y el rumor de las piedras descansan el cuerpo y alegran el alma. Y rieron y salaron; y cantaron y avanzaron; y rodaron por las laderas de los montes de hierba hasta quedar tumbados boca arriba en las majadas de amapolas sonriendo y contemplando las estrellas antes de dormirse.
Los recorrieron, uno tras otro, sin detenerse en ninguno y, como ordena la inmutable ley del camino, quedaron a tras. Todo lo que se recorre pasa.
Pero el camino continuaba y les condujo a los desiertos donde hablar es un lujo que no puedes permitirte mientras caminas; donde sonreír es un fasto que no se puede mostrar mientras se respira; donde la alegría es una ostentación prohibida por la supervivencia. Y los pies del peregrino seguían desnudos, como su alma.
El caminante intentó mantener el ritmo, acompasar el paso a su caprichosa respiración, alterada por el calor y al aire ardiente que penetraba en sus pulmones y no lo consiguió. Intentó fijar un objetivo cercano para que su corazón descansara y su alma se alegrara pero cada duna, cada ola de arena era idéntica a la anterior y parecía alejarse eternamente. El peregrino intentó mostrarle que el desierto no se atraviesa, no se rebasa. Intento demostrar que bajar la vista es la única forma de enfrentarse al sol , que arrastrar los pies bajo la arena es la única manera de evitar que se quemen, que sudar es la única forma de no llorar, que sobrevivir es la única manera de conseguir que el desierto te expulse. Pero no encontraba palabras, no encontraba gestos, no podía hablara la vez con el caminante, la locura y el desierto.
Más, como impone la ley del camino, todo lo que se recorre, acaba. Y el desierto acabó.
Llegaron los desfiladeros de piedra y ambos caminaron y peregrinaron, peregrinaron hacia un santuario que no habían visto, hacia un destino que no conocían. Susurraron y sus voces hechas mil ecos les fueron devueltas como gritos. un consejo se transformó en una orden, un comentario en un reproche, una queja en una acusación. La compañía se hizo soledad y la cercanía lejanía. La risa se hizo burla y los pies del peregrino siguieron descalzos, como su alma.
Entonces, cuando avanzaban, encerrados entre las vigilantes paredes de una piedra inmutable que les marcaban el camino y les ocultaban el destino, estas empezaron a derrumbarse y les obligaron a correr.
Agobiados, cansados, macilentos y exánimes llegaron a una encrucijada. Las paredes de roca seguían avalándose sobre ellos como chacales del desierto, como depredadores inertes que intentaran devorar el camino.
Y el caminante recordó que el era eso, un caminante no un peregrino. Y quiso tomar uno de los ramales para cambiar de destino, pero sólo cambio de dirección. Las paredes no le mostraban ningún destino, le ocultaban las metas, quizás porque nunca las había perseguido, nunca las había buscado.
El caminante siguió caminando, haciendo lo que siempre había hecho, lo que nunca le había valido pero en toda ocasión había repetido sin cuestionarse su validez, su utilidad: caminó.
Dejó al peregrino solitario en su búsqueda, agotado en su carrera, macilento y exánime en su deseo de encontrar lo que buscaba. Pero él se levanto, no porque fuera fuerte, sino porque no le quedaba otro remedio. Prosiguió, no porque estuviera decidido, sino porque él tampoco conocía otra cosa que hacer, porque no seguir un paso más hubiera sido tumbarse a morir. Eso ya lo había hecho y no había servido para nada.
Así que dio un paso más, sólo un paso más y halló el templo. Donde antes no había nada, justo donde las paredes de piedra no le dejaban atisbar. Pero las paredes se habían desmoronado. Habían estado a punto de matarle, pero se habían desmoronado.
Y allí se sentó. Ya no a morir, sino a esperar. Ya no a perecer sino a prosperar. Ya no a rezar sino a agradecer.
El caminante siguió caminando, siguió tropezando, siguió adelantando hacia un destino desconocido, hacia una parada tan inefable como esquiva, tan elusiva como ignota.
Hasta que un día se sentó a descansar y sin saber porqué lloró.
Un arriero pasó juntó a él y, al contemplar la escena, le preguntó cual era el motivo de su llanto. El caminante contestó que era un hombre impío, que no merecía un destino, porque había recorrido el sendero de Ocam y no había encontrado el santuario de los hados. Dijo que había recorrido el camino con un peregrino que tampoco debía ser digno de un destino. Lo dijo entre lágrimas y el arriero se encogió de hombros y siguió su camino.
Sorprendido, el caminante le preguntó qué si eso le parecía normal y el arriero le contestó: “lloras por nada. El Santuario está hacia el sur y tú llegas caminando desde allí. La gran barrera se eleva mucho más alta de lo que tu vista puede superar. Es imposible que lo vieras llegando desde allí. A menos, claro está, que los desfiladeros se hayan hundido ¿lo han hecho?
- No te has equivocado de camino. No te has equivocado de compañía. Tan sólo te has equivocado de dirección.
La cadencia de sus pasos era tan irregular como lo era el pavimento por el que transitaba. Ora tropezaba, ora su tobillo giraba en un ángulo demasiado doloroso como para permitir que la planta siguiera asentada en el firme. La velocidad de su caminata también era variable como lo era el rumbo por el que albergaba la esperanza de llegar a su meta. En ocasiones corría desaforado hasta que el sudor empapaba sus vestidos, su rostro y sus brazos; en otros momento se pensaba cada paso como si fuera el último, como si estuviera a punto de traspasar el umbral de su destino. Pero caminaba, siempre caminaba. Sus pies desnudos, como su alma.
En las lindes de un bosque profundo y poderoso, un bosque hostil que había llenado sus brazos de arañazos con sus espinosas ramas y vaciado sus pulmones de aire con sus tórridos vapores y húmedos calores, el peregrino que andaba descalzo chocó con otro caminante. Este mantenía un paso firme y constante, duro y continuo. Sus pies se apoyaban sin duda y sin quiebra sobre un suelo que parecía alisarse un instante antes de recibir el golpe de su suela.
Y miro sorprendido el errático caminar del peregrino. Intentó ajustar a él su paso pero la caminata se le hacía ardua y difícil por lo irregular de los pasos de su nuevo compañero, por las cambiantes cadencias de sus movimientos, por el fluctuante ritmo de su velocidad. Quiso ofrecerle una solución al peregrino que también era una solución para él.
Le enseñó a acompasar la respiración con el paso; le mostró como mantener un ritmo de marcha basado en las normas marciales de aquellos que caminan hacia la batalla antes de saber que van a caer derrotados; le inició en el arte de fijarse un destino cercano que poder alcanzar en una jornada para que su corazón no se cansara de avanzar y su alma no se agotara de no llegar. Y el peregrino le miró, le escuchó, sonrío y aprendió. Pero sus pies seguían desnudos como su alma.
Sólo entonces, el caminante preguntó al peregrino cual era su destino. Y el peregrino le contó que, como todo peregrino, buscaba un templo. El templo de aquellos dioses muertos que fijan tu futuro, de aquellas divinidades nunca adoradas que comprenden a los hombres y les permiten alcanzar por ellos mismos lo que son. El caminante preguntó interesado dónde se encontraba el templo y el peregrino le contestó que no lo sabía. Nadie lo sabía. Se sabía el camino para llegar a él pero nadie sabía su ubicación exacta. Los dioses no adorados te fijan el destino ¿Para que volver una vez que los has visto?
Eso le pareció algo extraño al caminante pero las creencias siempre lo eran. Más raro le pareció que el peregrino le contara que no podía alcanzarse solo; que tenían que acudir dos al encuentro del santuario, que sólo sería mostrado a dos peregrinos dignos y puros que no hubieran cometido falta alguna.
- ¿Y para qué lo buscas solo? –Preguntó el caminante-
- Siempre puedo encontrar a alguien en el camino –sonrió el peregrino-
Y así ocurrió que la única peregrinación posible hacia el mausoleo de los hados se inició a mitad de camino. Así, acaeció que un peregrino que no era caminante y un caminante que no había querido ser peregrino comenzaron una marcha que debía acabar cuando llegaran a un lugar que no conocían. Pero los pies del peregrino seguían desnudos, como su alma.
El camino avanzaba hasta perderse en esas brumas infinitas que algunos creen el fin del mundo y los dos continuaron avanzando, sin pausa, sin etapas de aliento, sin paradas de fonda, sin postas de refresco. Y llegaron los valles dulces donde el simple olor de la fruta madura sirve de alimento y atravesaron los ríos poco profundos en los que la frescura de las aguas y el rumor de las piedras descansan el cuerpo y alegran el alma. Y rieron y salaron; y cantaron y avanzaron; y rodaron por las laderas de los montes de hierba hasta quedar tumbados boca arriba en las majadas de amapolas sonriendo y contemplando las estrellas antes de dormirse.
Los recorrieron, uno tras otro, sin detenerse en ninguno y, como ordena la inmutable ley del camino, quedaron a tras. Todo lo que se recorre pasa.
Pero el camino continuaba y les condujo a los desiertos donde hablar es un lujo que no puedes permitirte mientras caminas; donde sonreír es un fasto que no se puede mostrar mientras se respira; donde la alegría es una ostentación prohibida por la supervivencia. Y los pies del peregrino seguían desnudos, como su alma.
El caminante intentó mantener el ritmo, acompasar el paso a su caprichosa respiración, alterada por el calor y al aire ardiente que penetraba en sus pulmones y no lo consiguió. Intentó fijar un objetivo cercano para que su corazón descansara y su alma se alegrara pero cada duna, cada ola de arena era idéntica a la anterior y parecía alejarse eternamente. El peregrino intentó mostrarle que el desierto no se atraviesa, no se rebasa. Intento demostrar que bajar la vista es la única forma de enfrentarse al sol , que arrastrar los pies bajo la arena es la única manera de evitar que se quemen, que sudar es la única forma de no llorar, que sobrevivir es la única manera de conseguir que el desierto te expulse. Pero no encontraba palabras, no encontraba gestos, no podía hablara la vez con el caminante, la locura y el desierto.
Más, como impone la ley del camino, todo lo que se recorre, acaba. Y el desierto acabó.
Llegaron los desfiladeros de piedra y ambos caminaron y peregrinaron, peregrinaron hacia un santuario que no habían visto, hacia un destino que no conocían. Susurraron y sus voces hechas mil ecos les fueron devueltas como gritos. un consejo se transformó en una orden, un comentario en un reproche, una queja en una acusación. La compañía se hizo soledad y la cercanía lejanía. La risa se hizo burla y los pies del peregrino siguieron descalzos, como su alma.
Entonces, cuando avanzaban, encerrados entre las vigilantes paredes de una piedra inmutable que les marcaban el camino y les ocultaban el destino, estas empezaron a derrumbarse y les obligaron a correr.
Agobiados, cansados, macilentos y exánimes llegaron a una encrucijada. Las paredes de roca seguían avalándose sobre ellos como chacales del desierto, como depredadores inertes que intentaran devorar el camino.
Y el caminante recordó que el era eso, un caminante no un peregrino. Y quiso tomar uno de los ramales para cambiar de destino, pero sólo cambio de dirección. Las paredes no le mostraban ningún destino, le ocultaban las metas, quizás porque nunca las había perseguido, nunca las había buscado.
El caminante siguió caminando, haciendo lo que siempre había hecho, lo que nunca le había valido pero en toda ocasión había repetido sin cuestionarse su validez, su utilidad: caminó.
Dejó al peregrino solitario en su búsqueda, agotado en su carrera, macilento y exánime en su deseo de encontrar lo que buscaba. Pero él se levanto, no porque fuera fuerte, sino porque no le quedaba otro remedio. Prosiguió, no porque estuviera decidido, sino porque él tampoco conocía otra cosa que hacer, porque no seguir un paso más hubiera sido tumbarse a morir. Eso ya lo había hecho y no había servido para nada.
Así que dio un paso más, sólo un paso más y halló el templo. Donde antes no había nada, justo donde las paredes de piedra no le dejaban atisbar. Pero las paredes se habían desmoronado. Habían estado a punto de matarle, pero se habían desmoronado.
Y allí se sentó. Ya no a morir, sino a esperar. Ya no a perecer sino a prosperar. Ya no a rezar sino a agradecer.
El caminante siguió caminando, siguió tropezando, siguió adelantando hacia un destino desconocido, hacia una parada tan inefable como esquiva, tan elusiva como ignota.
Hasta que un día se sentó a descansar y sin saber porqué lloró.
Un arriero pasó juntó a él y, al contemplar la escena, le preguntó cual era el motivo de su llanto. El caminante contestó que era un hombre impío, que no merecía un destino, porque había recorrido el sendero de Ocam y no había encontrado el santuario de los hados. Dijo que había recorrido el camino con un peregrino que tampoco debía ser digno de un destino. Lo dijo entre lágrimas y el arriero se encogió de hombros y siguió su camino.
Sorprendido, el caminante le preguntó qué si eso le parecía normal y el arriero le contestó: “lloras por nada. El Santuario está hacia el sur y tú llegas caminando desde allí. La gran barrera se eleva mucho más alta de lo que tu vista puede superar. Es imposible que lo vieras llegando desde allí. A menos, claro está, que los desfiladeros se hayan hundido ¿lo han hecho?
- No te has equivocado de camino. No te has equivocado de compañía. Tan sólo te has equivocado de dirección.
Hubiera bastado girar sobre vuestros pasos, ¿verdad? Los caminos son de ida y vuelta, sino desaparecerían tras andarlos, ¿no te parece?
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