Nuestros no demasiado amistosos vecinos, -los franceses, no lo marroquíes, ¡que para tres vecinos que tenemos nos llevamos mal con dos!- se debaten en estos días, como nosotros, intentando definir el suyo.
Nosotros también lo hacemos -lo de definir el nuestro, quiero decir, que de lo otro algunos ya no tienen ni recuerdo-, pero, mas tendentes a la competición, optamos por la comparación.
Así, vemos que el francés es redondo, circular.
Como todo en una república que se precie, es redondo porque tiende a volver a los principios, a girar hasta que encuentra reposo en alguna parte. Y como gira parece obligar a todas las miradas a que le sigan y persigan hasta que, por fín, se aparta de ellas cuando logra el ansiado y discreto aposento.
Como se presupone en toda monarquía que se tenga por tal, es una línea recta cuyo principio se pierde por arriba, como si nunca hubiera existido y cuyo final se desaprovecha por abajo, como si nunca fuera a existir. Así consigue ser ignorado, aunque no logra acomodo tranquilo en parte alguna. Las miradas resbalan por él, no lo perciben, se le vuelven ajenas porque con tanta rectitud de líneas y de planos resulta imposible que alguien pueda intuir que es tridimensional.
El francés es opulento y movil.
El de nuestros vecinos lo llena todo -o al menos eso intenta- y no hay crisis ni ajuste que lo evite. Parece coparlo todo. Pese a las decoraciones, pese a los elegantes ropajes que intentan esconderlo en ocasiones, se hace presente siempre, repentino y hasta en ciertos momentos invasivo.
Y además es muy movil, se traslada por Europa y el mundo a fuerza de vaivenes, de compulsivos movimientos en una y otra dirección que, a veces son espectaculares, a veces divertidos, a veces preocupantes y otras ocasiones incluso hasta ofensivos. La cuestión es moverse de un lado para otro, ya sea mientras avanza o mientras retrocede.
Pero el hispano -¡ay el hispano!-, el nuestro es bastante rígido y raquítico.
No se mueve, ni siquiera a vaivenes. Permanece aferrado a su sitio sin un triste bamboleo, sin movimiento alguno que nos muestre señales de vida o existencia. Quizás porque no tenga nada que mover o porque carezca de la fuerza suficiente para cambiar su centro de gravedad con constancia y delirio como hace el fránces.
Y para más escarnio en la comparación, además es escuálido. Por mas que lo engalanen y enjaecen se nos hace pequeño, se nos oculta a todos, se nos desaparece. Apenas se vislumbra en ese raquitismo fruto de las hambres pasadas y las que han de llegar.
El gabacho, aunque duele decirlo, es deseado.
Todos andan detrás de él y quieren llevarlo a su terreno. Le gritan los trabajadores a los que la crisis ha llevado a la huelga, porque hace mucho tiempo que ya no pasa por la obra; le protestan los estudiantes a los que Bolonia ha lanzado a las calles, porque no acude a verles a las aulas, le quieren poner en forma los profesores a los que la privatización universitaria ha llevado a la resistencia, porque hace más de un lustro que no hace ejercicio. Los jubilados se le ponen en huelga porque no pasa regularmente junto a ellos -no me pregunteís como hace una huelga un jubilado y menos uno francés, pero ellos la hacen. Para algo son franceses-.
Todo el país ansía echarle mano de una u otra manera.
Hasta los que más se oponen a él, hasta aquellos a los que su presencia ofende y su porte desagrada, le echan miradas de reojo cuando nadie los ve, cuando las cámaras apuntan a otro lado y ponen esos ojitos de querer tenerlo cerca.
El ibérico no tiene, ni mucho menos, tanta repercusión. De hecho, es ignorado.
Ya nadie le hace caso. Los trabajadores no se giran a verlo porque nunca lo encuentran, los empresarios le ignoran por completo porque nunca les llama la atención. Hasta la iglesia, nuestra iglesia de palio y piernas prietas, hace caso omiso de él porque ya ni siquiera resulta pecaminoso y permanece tranquilo y sin salir demasiado, conforme a las más estrictas normas de la moral pacata vaticana.
Así que, una vez más, perdemos en la comparación con nuestros vecinos de las galias porque el suyo se mueve y el nuestro está muy quieto, porque el suyo llama la atención y el nuestro es ignorado, porque el suyo es opulento y circular y el nuestro plano y esmirriado.
Hay que reconocerlo. Hasta en las metáforas comparativas culares- como los buenos embutidos, que en eso si ganamos y por goleada al pais de Asterix y Clousseau- salimos perdiendo con respecto a lo que se estila en el lado norte de Los Pirineos.
Porque está foto tan lustrosa e ilustrativa; esta instantanea tan obvia e informativa no es otra cosa, -no puede ser otra cosa, supongo- que una metáfora nalgar para comparar el gobierno francés y el gobierno español ¿no?
¿Que sentido tendría sino haberla puesto en la portada de todos los periódicos?
Vamos, digo yo.
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