Mientras los mineros chilenos, esos que deberán esperar tres meses a que les extraigan del vientre de La Tierra, hablan con sus familias; en tanto que Gadaffi, el impenitente e inmarcesible Gadaffi habla con sus nuevas valkirias sobre El Corán y la guerra; al tiempo que los conservadores del Tea Party estadounidense hablan -o más bien gritan- exigiendo más dios y menos Estado, más patria y menos justicia, los hay que no hablan. No les merece la pena hacerlo.
Los hay que se mantienen callados y tensos, que han hecho del fruncimiento de labios, el silencio contrariado y la postura erguida su única y hierática forma de comunicación con el universo que les rodea. Aunque ese universo amenace con convertirse en una montaña inmensa de cenizas una vez más.
Mientras el mundo habla -de sus cosas o de las de otros, que de todo hay- los halcones israelíes y los buitres yihadistas se niegan a hacerlo. Y, lo que es peor, se niegan a que otros lo hagan.
Unos y otros, aunque en este caso más los otros que los unos-es decir, los que han hecho de su fe un arma de destrucción masiva contra su propio pueblo- amenazan con ser los primeros que sean capaces de iniciar una guerra por tan plausible como es hablar.
Hasta ahora las guerras se acababan hablando, se evitaban conversando y se retrasaban dialogando. Ahora ya no. Los yihadistas han decidido que que otros hablen es tan buen motivo como cualquier otro para iniciar una guerra y los halcones sionistas han decidido que esa es una excusa tan buena como cualquier otra para seguir a sus enemigos en un juego al que quieren jugar porque piensan que sólo ellos pueden ganar.
Así que unas conversaciones de paz se han convertido en un motivo de guerra y además de guerra en un país, Líbano, que, en teoría, no tendría nada que ver con el conflicto con el que se intenta terminar.
Después de que El Cuarteto insistiera e insistiera en que Israel y Palestina se sentaran de una vez a hablar, cinco brigadas del ejercito libanés esperan en la frontera a que la guerra estalle. Después de que Obama diera un puñetazo encima de la mesa -él que no es de esas cosas- para que se conversara sobre todo y sobre todos, sin tabús ni condiciones previas, varios millares de milicianos de Hezbollah, armados hasta los dientes por Irán y Siria, velan armas en la linea azul que separa la cordura de la sangre, el odio de la resignación. Después de que Mahmud Abbas se bajara del burro de los asentamientos y Benjamín Netanyahu abandonara su enroque del bloqueo eterno, dos divisiones acorazadas, formadas por elite de los guerreros de Sión, aguardan, con las armas al hombro, esperando el momento en que sus coroneles y sus gatillos hablen por ellos.
Después de que medio mundo ha intentado que los enemigos, que los adversarios, puedan "sentarse a conversar, no a hablar" -como diría ese poeta guerrero triste británico de apellido Blunt-, los locos del paraíso prometido tras la muerte en combate y los fanáticos de la tierra prometida tras la diáspora eterna se empeñan en que eso no ocurra. No quieren que los demás conversen porque ellos no están dispuestos a hacerlo.
Hamás y Hezbollah saben hablar pero no quieren hacerlo. Hablan todos los días en sus madrassas, lo hacen todos los viernes en sus mezquitas. Los yihadistas saben oír. Cada día oyen los gritos de su gente, las maldiciones que el hambre y la desesperanza escupen en las calles de la franja, cada día escuchan los sonidos que el odio irracional, sembrado por sus rivales y sus errores, destila contra ellos en forma de amenazas o de insultos.
Pero no pueden arriesgarse a conversar.
Sin conversan no les servirá su hieratismo frío y distante; no les será posible mantenerse en silencio mientras ven pasar ante sus oídos los monólogos de aquellos -sean enemigos, aliados, neutrales, propios o extraños- que les exponen sus errores y sus incoherencias; no podrán contemplar con mirada fría y distante a los que intentan solucionar la situación y el drama que sus errores han ocasionado en la vida de aquellos a los que dicen querer y proteger.
Si conversan no podrán levantarse, menear la cabeza con desaprovación ,y marcharse sin decir una palabra para refugiarse en el llanto desconsolado por los cadáveres cuya muerte han forzado y en los deseos de venganza por las tragedias que ellos mismos han forjado parcialmente.
Si conversan tendrán que hablar y eso les obligará a explicar las motivaciones, los objetivos y las justificaciones de sus actos. Se verán abocados a permitir a los demás -tanto a los suyos como a sus enemigos- acceder a esa parte secreta de si mismos que no quieren hacer pública: a los porqués.
Y eso es algo muy peligroso, eso es algo que te deja desnudo ante los otros, algo que te muestra como realmente eres, como realmente quieres ser.
Los guerreros de Sión -¡uy, perdón, de Israel! también saben hablar pero tampoco quieren arriesgarse a hacerlo. Hablan cada día en sus reuniones de coordinación, lo hacen cada sabbath en sus sinagogas. Y también saben oír porque oyen a su gente quejándose de la constante amenaza de que un loco -víctima del fanatismo y la desesperación- les haga saltar por los aires en un autobús o una pizzería -suponiendo que haya pizzerías aún abiertas en Tel Aviv-; porque oyen a sus aliados pidiéndoles que pongan fin a una violencia que ellos mismos comenzaron hace más de cincuenta años, amparados en la culpabilidad de muchos por la violencia que unos pocos habían ejercido contra ellos.
Pero tampoco pueden arriesgarse a conversar
No pueden hacerlo porque una conversación exige reconocer al interlocutor, porque una conversación exige el fin del secreto, de la ocultación, obligando a poner las cartas sobre la mesa, a buscar soluciones sin esperar a que el paso del tiempo haga que aquello que se está en la obligación de arreglar caiga por su propio peso, se arregle sólo o se desmorone completamente.
Una conversación hace imposible ignorar las palabras del otro con una mueca de desprecio o de condescendencia, imposibilita mantenerse apartado y en silencio para concluir poniendo los tanques encima de la mesa como única carta de negociación y las muertes en tus calles como única justificación.
Una conversación impide las declaraciones que se desdicen con el ruido de las armas, de los buldozers o de las excavadoras dos horas después, hace imposible eludir con un encogimiento de hombros interno o externo las responsabilidad sobre lo que está ocurriendo y de como tus acciones destruyen las vidas de los otros, aunque los consideres enemigos, y tus inacciones arriesgan la vida de los tuyos, aunque no quieras que eso ocurra.
Así que los buitres yihadistas y los halcones sionistas prefieran prepararse para la guerra, hacer saltar la guerra con atentados y provocaciones antes de arriesgarse a que otros -más realistas, quizás- solucionen los problemas en los que medran sentándose ante una mesa. Será en Libano, será en gaza o será en cualquier otra parte, pero es preferible el intercambio de monólogos de muerte entre el tableteo del stoner 63 y el repiqueteo del Ak 47 que cualquier conversación.
¿Por qué? La respuesta es tan obvia como desesperante. Porque conversar exige cambiar.
Y ni unos ni otros quieren que nada cambie porque ellos no están dispuestos a hacerlo. No están dispuestos a reconocer un sólo error, a cambiar una sola decisión, a reconocer que hay una mejor forma de hacer las cosas, a intentar una solución que no haya salido directamente de sus pensamientos y de sus apriorismos ideológicos.
Prefieren que nada cambie para no verse obligados a cambiar ellos, a intentarlo de nuevo, aunque sea en bien de ellos mismos, de sus pueblos y de sus países. Si nada cambia nadie les forzará a reconocer la necesidad de que ellos cambien, si de verdad les importa todo aquello que dicen amar, defender y proteger. Y si las cosas van a peor, siempre podrán -ante los demás y ante su propia conciencia- echarle la culpa a los otros.
No es que Abbas y Netanyahu estuvieran dispuestos a algo más que, como diría Wilde, intercambiar monólogos educadamente interrumpidos, pero los yihadistas y los sionistas prefieren iniciar otra guerra antes de arriesgarse a que eso cambie.
Cuando conversas siempre corres el riesgo de escuchar.
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