lunes, agosto 02, 2010

Las bombas racimo y la guerra perfecta

Pues va a ser que estamos de enhorabuena. Resulta que hemos empezado a aprender a matarnos civilizadamente. O, para ser más exactos, lo hemos recordado. Aprender y recordar no es lo mismo, pero tendemos a confundirlo. Unas veces por falta de memoria y otras por poca tendencia al esfuerzo que supone el aprendizaje.
Tras esta pequeña disgresión, toca alegrarse de que 37 países -en el orbe solamente hay 198 estados soberanos, nueve plazas y once territorios bajo protectorado- hayan firmado un acuerdo para prohibir las bombas de racimo, un invento aciago que permite matar más, mejor y desde más lejos. Vamos, el paradigma de todas las bondades éticas humanas.
No es que no nos tengamos que alegrar porque, por lo menos 37 gobiernos, hayan tomado la decisión de dejar de fabricar, comercializar, distribuir y utilizar este peculiar prodigio técnólogico que esparce ,desde un bombardero que vuela casi al límite de la atmosfera respirable, miles de explosivos que se distribuyen de forma indiscriminada por un radio de kilómetro y medio.
Tampoco se trata de no indignarnos porque los países que más los usan y fabrican, es decir, Estados Unidos, Rusia, China e Israel -o sea, los de siempre- ni siquiera se hayan acercado a la reunión donde se ha tomado tan histórica decisión. No tan histórica para ellos, por lo que se ve.
Tampoco se trata de no enfurecernos porque esa prohibición no afecte a las bombas de fósforo blanco isrelíes (que dejan ciego al que sobrevive y queman la carne y la piel de los que intentan ayudarles), las minas saltadoras estadounidenses (un curioso aparatito que, cuando lo pisas, es proyectado a una altura de metro y medio para asegurarse de que su estallido coloca las visceras de la víctima en órbita geoestacional), las minas antipersona rusas (más clásicas y numerosas. La amputación es un valor tradicional y seguro en la guerra) o el, más convencional y barato, tiro en la nuca que se impone en el trato de China con su disidencia política y social.
Hay que reaccionar ante todas estas cosas, pero, por más que nos congratulemos o nos indignemos, lo único que haremos será alimentar la cortina de humo, el parapeto visible de la realidad invisible que todas estas decisiones ocultan. El hecho de que nunca cuestionamos el concepto mismo de la guerra.
La prohibición de las bombas de racimo es otra de esas decisiones medievales que anteponen la caballerosidad a la lógica, es otro de esos tratados milenaristas que desembocaron en la Convención de Ginebra y que solamente afirman un silogismo perverso:  podemos ser lo suficientemente salvajes como para matarnos unos a otros mientras seamos lo suficientemente civilizados como para impedir que la sangre salpique demasiado.
Prohibir las bombas de racimo, de fósforo blanco, las granadas saltarinas, las minas antipersona o cualquier otro tipo de armamento que afecta masivamente a civiles desarmados, no nos hace mejores humanos, no nos convierte en defensores de la cordura. Simplemente, nos hace medievales. Como no somos capaces de aprender, nos limitamos a recordar.
Como, pese a una Organización de Naciones Unidas inoperante en la práctica, somos incapaces de descubrir una forma correcta de dirimir pendencias sin necesidad de echar mano de la amenaza militar; como, pese a todos los cuartetos negociadores, los enviados especiales y los embajadores plenipotenciarios que surcan las zonas en conflicto -medio planeta, para ser más o menos exactos-, somos incapaces de sentarnos en una mesa con nuestros antagonistas y dedicarnos a conversar en lugar de hablar, a negociar en lugar de a amenazar; como somos incapaces de aprender nuevas formas de relacionarnos como individuos, como sociedades y como Estados, nos refugiamos en el recuerdo y nos limitamos a recordar como eran las cosas cuando cometiamos los mismos errores, pero lo haciamos de una forma más limpia.
Diriase que Hiroshima, Dresde, Londres, Guernika, Montecasino, Nagashaki, Leningrado y otro sinfín de bombardeos masivos acaecidos cuando la guerra se hizo moderna -es decir, irracional e indiscriminada, como lo somos nosotros en miles de otras ocasiones- nos habría servido para aborrecer el mero hecho del enfrentamiento armado, para abominar de la solución militar de los problemas entre Estados. Pero no. Somos tan egoistas que lo único de lo que nos queremos asegurar es de que esos conflictos no nos afecten, no nos hieran, no nos maten. Las sociedades modernas siguen dispuestas a ir a la guerra para quedar por encima de los demás, pero no quieren arriesgar su vida en ella.
Así que establecemos nuestra regresión medieval y buscamos de nuevo ejercitos napoleónicos que se reten entre los bosques de la Europa central y que establezcan frentes de batalla en campo abierto, en los que sólo mueren los que están uniformados.
Aquellos a los que la pobreza, la mala suerte o el patrriotismo ignorante les han colocado en la línea de batalla. Nosotros podremos evitar caer en la guerra utilizando el dinero, la suerte, el sexo o la simple y llana deserción. Seguirá habiendo rapiñas, violaciones, robos y venganzas, pero, la guerra es lo que tiene. Seguiremos vivos y siempre podremos sobrevivir a esos inconvenientes.
Esa es la guerra que queremos, pero seguimos queriendo la guerra. Los textos legales, los tratados internacionales, los ensayos éticos y hasta los manuales religiosos siguen aceptando la guerra como la principal forma de relación entre sociedades humanas antagónicas.
A lo mejor, seguimos nuestra proyección medieval y terminamos forzando El Juicio de Dios, ese mítico torneo en el que los líderes se enfrentaban en combate personal para evitar la pérdida de vidas en sus mesnadas. A lo mejor nuestros canales de TDT terminan retrasmitiendo por satélite el enfrentamiento entre dos individuos de terno perfecto que deciden con pistolas de duelo el futuro de sus países.
A lo peor, eso nos parece demasiado poco espectacular y recuperamos el concepto -bastante más clásico y llamativo- del campeón o el paladín. Torsos desnudos con espada y escudo combatiendo para dirimir las disputas del país y preservar vivos y enteros a los integrantes del ejército para morir en la siguiente guerra absurda que elija el gobernante de turno -¡que mal le ha hecho Troya a mi visión histórica!-.
Pero no renunciamos a la guerra. y me temo que no lo haremos nunca.
Está bien que queramos ser El duque Filiberto II de Saboya, Von Clausewitz o Sun Tzu. Está bien que queramos limitar los horrores de la guerra. Pero prohibir las bombas de racimo, los armentos de destrucción masiva o los bombardeos de civiles no nos convertira en Lao Tse, el loco de Nazaret, Ghandi, Russell o Saavedra.
Seguiremos consintiendo la guerra porque seguiremos más preocupados por ganar y por tener razón que por vivir en paz y evitar el conflicto. Somos demasiado soberbios para darle la razón a otros en algo que afecta anuestras vidas. Aunque la tengan.


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