Así, dicho, de pronto y sin anestesia ni nada, suena raro. Pero, visto lo visto, y sobre todo visto el acto realizado por esos chicos a los que se ha dado en llamar el entorno abertzale en mitad del Aste Nagusia bilbaíno, no me queda más remedio que decir que Campanilla -sí, Campanilla- voló sobre la Plaza Zabalburu.
Si nos paramos a pensarlo detenidamente, parece que se trata de uno de esos símiles de andar por casa cuyo recorrido se escapa, se agota, se hace incomprensible. Pero a los defensores de esa izquierda que no es izquierda y de ese independentismo que no es independentismo no les queda otra comparación posible que la que les une al femenino y reducido personaje del hada que reinventara, triste e infantilmente atractiva, el egregio Walt Disney y su emporio de ilusiones y beneficios.
Hace unos años podría haberse dicho de ellos -y de otros muchos- que eran Peter Pan. Empeñados en no crecer, empeñados en no ver como el paso del tiempo tintaba sus sienes de blanco, sus sueños de quimeras y sus reclamaciones de sinsentido. Emperrados en buscar enemigos piratas de garfio y tricornio en aquellos que nada tenían que ver con sus delirios de eterna juventud independiente cuando ya ni eran jóvenes ni nunca habían sido independientes. Enrocados en volver una y otra vez a las mismas soluciones -que no lo eran- porque eran las suyas y porque eran las únicas que habían salido de sus mentes, pese a que nunca les habían servido para avanzar ni un sólo paso en la dirección correcta y ni siquiera en la dirección en la que querían avanzar.
Pero ahora no. Ahora son Campanilla. Peter Pan no puede, no sabe y no quiere crecer. Campanilla, simplemente no quiere reconocer que ha crecido.
Ahora, como el hada minúscula de piernas adultas y corazón de egoismo infantil, se disfrazan de ellos mismos fingiendo ser otros, asumiendo que son el elemento de responsabilidad y de cordura en un país de Nunca Jamás que ellos mismos han creado y que se mantiene gracias a su incoherencia más absoluta.
Simulan no saber que han crecido para ocultar el hecho de que no querían hacerlo; la dolorosa verdad de que necesitan, ahora más que en ningún otro momento, la tierra de Nunca Jamás. Se disfrazan de responsabilidad pero siguen enamorados de aquellos que no quieren crecer. Necesitan a los niños perdidos, aunque se quejen de que no crezcan, aunque les oculten de la mirada de los otros, aunque escondan sus nombres y sus ubicaciones en aras de ese secreto adolescente que no deja claro si es protector o simplemente avergonzado.
Porque, como Campanilla, necesitan seguir volando, necesitan un lugar y un tiempo en el que el polvo de hadas les permita mantenerse por encima del suelo sin necesidad de pisarlo, sin necesidad de renunciar a esa eterna juventud perdida, reivindicativa e irresponsable a la que creen tener derecho porque el complicado mundo de la política real y la madurez personal les resulta demasiado oneroso e insatisfactorio.
Piden -por favor, eso sí- a sus niños perdidos que abandonen su actitud de violencia infantil, pero siguen revoloteando en los mismos mensajes que la fomentan. Mensajes sobre las torturas, sobre la dispersión de presos, sobre el Estado Español invasor, sobre las "condiciones humillantes" que se les imponen, sobre la represión españolista, sobre todo aquello que se les ocurrió en su día y que se niegan a abandonar; que se niegan a reconocer como algo que no se sustenta en la realidad de las cosas, como algo inútil para ellos y para todos los demás.
Exigen soluciones políticas a los gobiernos -que en este caso funcionan como Garfio, el capitán adulto condenado a lidiar por toda la eternidad con niños irresponsables y temerarios-, pero se niegan a erradicar de sus cartas de navegación la ubicación de Nunca Jamás porque es el único punto del mapa de sus ilusiones en el que aún pueden sentirse grandes sin necesidad de bajar a la tierra, a la realidad, a la madurez política y personal.
Así que, como el hada de la hoja de parra, en realidad, siguen tan perdidos como esos niños a los que dicen proteger, a los que piden templanza y tregua, a los que dejan realizar actos vandálicos, a los que, con carteles colocados en mitad de la noche bilbaína, quieren acercar a casa, pero no a sus casas reales, sino a esa sucursal de Nunca Jamás que han construido en el corazón de Euskadi.
Y lo hacen porque necesitan que siga existiendo. Necesitan un lugar donde funcione el polvo de hadas, un lugar donde la magia de la negación y de la eterna insatisfacción les permita seguir volando con esas alas minúsculas que ya no soportan sus cuerpos adultos.
No les importa que ese vuelo no les permita avanzar, les mueva siempre en círculos alrededor de las mismas soluciones que ya les han fallado una y mil veces a ellos y a todos los demás. No les preocupa que el efecto del polvo de hada cada vez dure menos y que, cuando se produce el picado y la caída derivados de su ausencia, el golpe sea cada vez más fuerte y demoledor. No les afecta el número de cadáveres -físicos, políticos, sociales o personales- que dejen atrás en su intento por mantenerse siempre revoloteando por encima de ese suelo real, que reclama su descenso por mera lógica gravitatoria y evolutiva.
No les importa que, cada vez que consumen esa droga del vuelo orbital e inútil en torno a si mismos y a la isla de la eterna infancia intransigente, se alejen más de lo que realmente podrían llegar a ser y les quede menos tiempo y menos credibilidad ante los demás y ante si mismos para poder llegar a serlo.
Ellos, con sus lemas, sus reivindicaciones y sus quimeras, siguen esparciendo polvo de hadas por las calles y las villas de Euskadi para no verse en la necesidad de reconocer que ya saben que han de arrancarse esas falsas alas que les mantienen flotando en el limbo de Nunca Jamás y que ya han descubierto que es preciso obligar a sus piernas a realizar el doloroso -aunque en muchas ocasiones satisfactorio- avance por el camino del compromiso político y de la realidad vital.
Como Campanilla, saben que esa falsa infancia y ese vuelo en círculos no son la solución, saben que ese no es el camino, saben que hay que crecer para poder ser feliz y permitir que los demás lo sean. Pero no les importa, no lo dicen y no se lo reconocen.
El común de los mortales tiramos de borrachera, de gimnasio, de alegría desparramada sin felicidad, de batuka, de coitos efímeros sin compromiso, de amigos con derecho a roce o de pasiones arrebatadas sin amor para mantenernos en Nunca Jamás; para rechazar el conocimiento de que esa no es la auténtica vida que queremos vivir; de que, quizás, sólo quizás, deberiamos volver a intentar lo que relamente deseabamos y que nuestra impaciencia y nuestra arrogancia nos impidió culminar cuando todavía eramos Peter Pan. Pero ellos no.
Ellos, los chicos abertzales, necesitan contenedores ardiendo, estados opresores, carteles con el rostro de presos de ETA, treguas fallidas que ellos mismos hicieron fracasar para poder culpar a otros y reparto de ikurriñas en la Plaza Zabalburu para ocultarse a si mismos lo absurdo de no aceptar su crecimiento.
Ellos, los chicos abertzales, necesitan contenedores ardiendo, estados opresores, carteles con el rostro de presos de ETA, treguas fallidas que ellos mismos hicieron fracasar para poder culpar a otros y reparto de ikurriñas en la Plaza Zabalburu para ocultarse a si mismos lo absurdo de no aceptar su crecimiento.
No reconocerán que han crecido hasta que se agote la última pizca del polvo de hadas. Aunque para entonces sea demasiado tarde.
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