Hay gentes que no pueden ser ellos mismos. Alguna especie de extraña afección en los espacios cerebrales que albergan los rasgos de la personalidad se lo impiden.
Para hacer cualquier cosa tienen que ser otros, se ven forzados a emular a otros, a actuar como otros, como si fueran incapaces de acceder esos recónditos parámetros que nos recuerdan lo que somos, lo que queremos ser o lo que nos vemos forzados a ser.
Pese a haber ganado unas elecciones y haber amañado otras -más o menos-; pese a haber regido el país más poderoso de la tierra en estos momentos -que todo llegará a su fin, aunque nosotros no lo veremos-, pese a contar con el dudoso honor de haberse fotografiado en las situaciones más ridículas y de haberse quedado paralizado en los momentos más importantes, George W. Bush es una de esas personas.
Para acceder a la presidencia de los Estados Unidos se disfrazó de Einsenhower, vendiendo miedo y amenazas externas a sus votantes; para hacer la guerra se disfrazó de su señor padre y le copió el escenario, aunque no el resultado, de la misma; para justificar esa guerra se puso el traje de Rooslvelt -el primero, Franklin Delano- y se inventó amenazas secretas y ataques imposibles -que un pueblo que tragó con el hundimiento del Maine bien puede digerir las armas de destrucción masiva y la patraña propagandística del Eje del Mal-.
Y ahora, cuando llegan los años del recuento y de la historia, para justificar su vida y sus acciones -que, al fin y al cabo, en eso consisten unas memorias- se disfraza de Jack Nicholson. Pero tampoco sorprende este eterno ejercicio de disfráz del que fuera el cuadragésimo tercer presidente de los Estados Unidos.
No es algo que no hagamos los demás. No es algo que no estemos acostrumbrados a hacer y dispuestos a seguir haciendo cada día. Lo único que lo hace diferente es que no esperamos que ese absurdo mecanismo de mimetismo para el camuflaje vital venga de alguien que está en las mejores condiciones para no hacerlo.
Quizás el disfraz más importante que utiliza el egrejio -y por supuesto incomprendido- George W. Bush es el de Jack Nicholson, pero antes pasa por otros muchos.
Primero se disfraza de víctima. El victimismo es un vicio tan arraigado entre aquellos que formamos lo que se ha dado en llamar la sociedad occidental que ya ni siquiera resulta sorprendente.
Bush reconoce haber sido una víctima. Pero no del alcohol -que también-, ni siquiera de los lobbies de presión o de las galletitas saladas -que ambas cosas estuvieron a punto de matarle, pero sobre todo las galletitas-. Bush reconocer haber sido víctima de su Estado Mayor, de las presiones políticas, de sus aliados...
Porque, señoras y señores, niños y niñas, que suenen las campanas y truenen las fanfarrias, George W. Bush era el principal -y por lo que se deduce de sus palabras, el único- detractor de la Guerra de Irak entre los círculos del poder de Estados Unidos. Era la única voz que hablaba de paz en los pasillos de Washington.
Georgy no quería la guerra, Georgy estaba en contra de la guerra, Georgy es un buen chico sencillo, humilde, sincero, que ha abandonado la bebida y ha entregado su pensamiento al Altisimo.
Entonces ¿por qué incició su malhadada guerra contra el Eje del Mal, contra los talibanes en particular y la población afgana en general, contra Sadam Husseim en concreto y el pueblo irakí en genérico?
Hay muchas posibilidades: ¿por qué no pudo resisitir la presión de su Estado Mayor?, ¿por qué no reconoció los intereses ocultos del complejo militar industrial estadounidense?, ¿por qué el carisma belicista de José María aznar le envolvió y le robó el sentido?, ¿por qué Tony Bair estaba obsesionado con emular a su bisabuelo, coronel de la infanteria de Su Maestad, y ganar una batalla en Oriente?
El bueno de Bush no da respuesta alguna a esa pregunta, ignora la ciencia vital de los porqués. Lo único que nos dice es que no quería hacerlo.
Cuando te has disfrazado de víctima los porqués dejan de importar. Él simplemente ignora que era el Presidente de los Estados Unidos, pasa por alto que era el Comandante en Jefe de los ejércitos que organiza su Estado Mayor, olvida que era el individuo con más poder en el mundo occidental y, cuando se pregunta por qué lo hizo, simplemente se responde: "¿qué otra cosa podía hacer?".
Y es entonces cuando se hace humano, cuando cree hacerse comprensible, cuando se convierte en uno de los nuestros, porque ¿cuantas veces hemos utilizado nosostros el mismo argumento?
Georgy podía -en caso de que sus recuerdos sean ciertos y no estén empañados por el alcohol y ocultos por la autocomplacencia y la conciencia culpable- haber dicho que no, haber hecho lo que tenía que hacer, haber hecho lo correcto.
Podía haberse negado a la guerra, pero eso hubiera supuesto ponerse a todo el mundo en contra, perder el apoyo del complejo militar industrial para su campaña de reelección, ser abandonado por los de su partido y por la mitad de sus votantes incluso, a lo mejor, hubiera tenido que dejar la Casa Blanca.
Pero aunque suene más importante, más trascendente, más poco ético que lo habitual, es lo mismo. Puede aparentar ser más trágico por las muertes que ha causado, puede antojarse más cínico por el nivel de datos aportados en su contra, pero no es muy diferente de lo que nos hemos acostumbrado a hacer. No es muy distinto de lo que la forma de pensar y de vivir en esto que llamamos Occidente nos permite cada día utilizar como excusa.
Sabemos lo que debemos hacer, sabemos lo que queremos hacer, sabemos lo que el cuerpo, la mente o el corazón nos pide, nos exige o nos suplica que hagamos. Pero entonces miramos lo que arriesgamos, lo que podriamos perder o lo que es seguro que vamos a perder y lo que es probable que vayamos a arriesgar y no lo hacemos.
Hacemos lo contrario. Lo que parece sencillo, seguro o permisible. Es un clásico. Nos refugiamos en el victimismo de lo invetable bajo el grito de guerra de "¿Qué otra cosa podría hacer?", ignorando que la respuesta es tan simple como atronadora: Lo que realmente sabes que tienes, quieres o debes hacer.
En eso el bueno de Georgy, con todo su cinismo y autojustificación, no se diferencia demasiado de nosotros.
En lo que si se deiferencia es en el otro disfráz, en el que le hace parecerse al mítico intérprete de cine. En el disfráz de Jack Nicholson.
El pobre de Georgy se descuelga en ese ejercicio de autojustificación de 947 páginas, diciendo que su decisión de mantener detenidos sine die a una multitud de inocentes, de transportarlos en vuelos secretos e ilegales -con la aquiescencia de todos los gobiernos europeos, todo hay que decirlo-, que la orden de negarles juicios y de interrogarles con torturas, de impedirles el acceso a abogados y de negar su existencia, salvó vidas.
Como el Teniente Coronel Nathan Jessep -inmortal personaje de Nicholson- utiliza la plausible excusa que, ante el mediocre tribunal de una mediocre cinta cinematográfica con un excelso guión de diálogo, este personaje da a sus desmanes, sus ilegalidades y sus atropellos: que salva vidas.
Quizás no sea amante de las películas de marines -que lo dudo- o quizás el ex presidente, reconvertido en víctima pacificta del stablishment estadounidense, no tuviera tiempo, entre atoramiento con galletita salada, coma etílico oculto e intento baldío de salvar a los irakíes de la guerra que el mismo inició, de ver la pelí entera o no prestó atención a la frase de guión al completo.
- "Se que mi existencia, aunque patética e incomprensible para usted, salva vidas" -dice el teniente Coronel Nathan Jessep cuando le acusan de la menudencia de haberse cargado a un muchacho porque no podía correr más rápido en los entrenamientos de los marines.
Pero, desgraciadamente para el ex líder del mundo libre -u occidental, que parece ser lo mismo, pero no lo es-, sólo hay dos coincidencias entre la penosa interpretación de George W. Bush en el papel de pobre pacifista atrapado entre los engranajes de un sistema perverso y belicista y la magistral de Jack Nicholson como teniente coronel de marines.
La primera es que, en ambos casos, los hechos referidos tienen lugar en el Cuartel de Marines de Bahía de Guantánamo, Cuba.
La segunda es que sí, Señor Bush, su existencia resulta completamente patética e incomprensible para mi.
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