Pese a estar constreñido entre el paréntesis obligado en mi visión del mundo que impone una mudanza y una difícilmente explicable relación semicontractual con la tierra de Pathfinder -mejor no pregunteís- mis ojos, por vicio o por constancia, su vuelven a otro lado. A un lugar que ya está muerto. Se vuelven a Haiti.
Y de nuevo encuentro en Haití algo que parece imposible que ocurra, algo que, a estas alturas del partido que juega nuestra civilización contra la deshumanización y la extinción, debería estar superado o, al menos, ser superable. De nuevo me topo de morros con la incoherencia occidental en estado puro.
Los medios de comunicación occidentales se sorprenden -y exportan ese virus a sus lectores, espectadores u oyentes- de que los haitianos se vuelvan contra los casacos azules y ataquen sus cuarteles con piedras y machetes.
Se hacen cruces y gastan y desgastan sus editoriales achacando a la incultura, la desesperación o las oscuras maquinaciones conspirativas de los actores políticos de la isla caribeña la improbable acusación de que la ONU ha llevado a esas tierras el cólera que las está volviendo a matar en su ya eterna y continua muerte.
Y con esas justificaciones y esos editoriales, las mentes pensantes y escribientes de los medios occidentales lo único que hacen es cantar a voz en grito su himno -y el nuestro- a la incoherncia. Porque la acusación es absolutamente cierta. Puede que los haitianos equivoquen el arma homicida pero la ONU está matando a Haiti.
No me refiero a los disparos dentro de las famosas Rules of Engagement que los cascos azules han descerrajado -por pura necesidad de supervivencia, quiero suponer- contra los airados y desesperados asaltantes. Eso, a estas alturas es intrascendente. No banal, pero si irrelevante.
Pero la organización que se supone que nació como germen de un gobierno planetario -o al menos de una administración conjunta del orbe- no es capaz de poner fin a una crisis que se ha desatado en Haiti como podía haberse desatado en cualquier otra parte.
Está matando a laisla porque no es capaz de sumar diez millones de vacunas para inyectarlas en la isla, porque no es capaz de dar un puñetazo encima de la mesa y lograrlas, comprarlas, expropiarlas o robarlas si llega el caso.
Porque envía tropas nepalies a controlar el país, pero es incapaz de militarizar la producción de vacunas o de enviar marines a las puertas de las empresas farmaceúticas para forzarlas a producir unas vacunas que, aunque no impidan que los enfermos mueran, si impedirán que los vivos enfermen.
La ONU está matando a Haiti porque simplemente está demostrando que no puede mantenerla viva. Que no sirve para eso. Que no sirve para lo único que se podía suponer que tenía que servir.
Puede que esas vacunas no sean del todo efectivas, puede que no esten probadas del todo, pero no hay diez millones de unidades a disposición de los habitantes de Haití para que, al menos, tengan la posibilidad de elegir entre una muerte probable y una salvación incierta. Es muy poco, eso es verdad, pero se supone que la ONU podría hacer al menos eso.
Ya es un síntoma que vacunas inventadas en 1980 no hayan evolucionado.
Claro, como nosotros no sufrímos el cólera, ¿para qué gastar recursos farmaceúticos en ellas?, ¿para qué forzar a multinacionales a investigar en esa línea?
Los Gobiernos, la OMS y otro sinfín de organismos se han gastado dinero que no tenían y han forzado acuerdos para que se produjeran de forma masiva vacunas contra ese fantasma que se convirtió en pandemia de la noche a la mañana llamada Gripe A.
Y ahora acumulan reservas como para vacunar a tres generaciones -mientras las empresas farmaceúticas que las crearon acumulan ceros en sus cuentas de beneficios-, aunque su índice de mortalidad era una ínfima parte de el del cólera y es posible curarla con un arco iris de, lo que House y sus chicos lamarían, antibióticos de amplio espectro.
Pero para el cólera no. Eso está superado. Eso no es rentable. Eso no es vendible. No hay posibilidad alguna de un brote pandémico en tierras de la Civilización Atlántica de esa enfermedad. Mejor dejarlo correr.
Y encima somos lo suficientemente incoherentes como para sorprendernos de que los haitianos, en plena desesperación, busquen una excusa contra nosotros y nos la arrojen a la cara; de que se vuelvan merovingios caribeños -nunca me cansaré de ese excelso personaje de Matrix- y transformen la casualidad en causalidad.
Somos lo suficientemente incoherentes como para sorprendernos de que hagan exactemente lo mismo que nosotros.
Nuestra sociedad está harta de buscar causalidades absurdas pero cree que tiene derecho a ello. Los haitianos no.
Cuando la desesperación aprieta -y nuestra desesperación es mucho más rápida que la haitiana, porque nos movemos en niveles de tolerancia a la contrariedad mucho más bajos-, buscamos una causa, por peregrina que sea y le echamos la culpa.
Cuando el paro se hace constante, de larga duración, casi infinito, acusamos del desempleo a los inmigrantes y hacemos campañas electorales autonómicas con ello.
Cuando nuestro nivel de exportaciones desciende drásticamente, acusamos a Francia y a Estados Unidos de ello; cuando nuestras expectativas profesionales se deshacen por falta de preparación o de esfuerzo, acusamos al sistema educativo de ello; cuando nuestra diletancia especulativa inmobiliaria nos lleva al desastre económico, acusamos a los bancos de ello; cuando nuestra incapacidad como padres y madres nos arroja en el salón de casa a hijos que se convierten en lampreas sociales y remoras afectivas, acusamos a sus amistades, el mágico y pernicioso influjo de la televisión o a sus profesores de ello; cuando nuestros negocios minoristas se hunden, acusamos a los chinos que trabajan de sol a sol de ello; cuando fallamos estrepitosamente en la elección de pareja y no somos lo suficientemente fuertes para reconocer nuestro error y dejarlo atrás, acusamos al machismo o al feminismo de ello.
Nosotros podemos encontrar causas absurdas a nuestros males. Pero los haitianos no.
Nos negamos a ver que es el sistema sindical y empresarial que inventamos nosotros lo que falla; que es nuestra incapacidad de internacionalización lo que falla, que es nuestro concepto de lo que es una vida y una profesión lo que falla, que es nuestro intento de ganar dinero con la vivienda en lugar de vivir en ella lo que ha fracasado, que es nuestra falta de equilibrio entre la libertad y la responasabilidad en la educación lo que está haciendo agua, que es nuestra falta de soluciones de marketing, de inversión y de posicionamiento lo que falla, que es nuestro concepto de lo que son los sentimientos y el amor lo que no está ajustado a la realidad de nuestros corazones.
¿Nosotros hacemos eso y luego nos sorprendemos de que los haitianos le echen la culpa a los cascos azules nepalíes del cólera, aprovechando la casualidad de que el cólera no estaba en sus tierras antes de que ellos desembarcarán en sus playas?
¿De qué nos sorprendemos? Tienen un problema y buscan un culpable. Un culpable externo, por supuesto. Lo están haciendo perfectamente. Nosotros les enseñamos.
Puede ser que se equivoquen en la herramienta. Pero ya sea por la bacteria, por la incompetencia actual o por siglos de historia de indiferencia y explotación, Occidente está matando a Haiti.
Así que, por una vez y sin que sirva de precedente, la causalidad merovingia está justificada. Nosotros no tenemos excusa para hacerlo. Pero los haitianos sí.
Se hacen cruces y gastan y desgastan sus editoriales achacando a la incultura, la desesperación o las oscuras maquinaciones conspirativas de los actores políticos de la isla caribeña la improbable acusación de que la ONU ha llevado a esas tierras el cólera que las está volviendo a matar en su ya eterna y continua muerte.
Y con esas justificaciones y esos editoriales, las mentes pensantes y escribientes de los medios occidentales lo único que hacen es cantar a voz en grito su himno -y el nuestro- a la incoherncia. Porque la acusación es absolutamente cierta. Puede que los haitianos equivoquen el arma homicida pero la ONU está matando a Haiti.
No me refiero a los disparos dentro de las famosas Rules of Engagement que los cascos azules han descerrajado -por pura necesidad de supervivencia, quiero suponer- contra los airados y desesperados asaltantes. Eso, a estas alturas es intrascendente. No banal, pero si irrelevante.
Pero la organización que se supone que nació como germen de un gobierno planetario -o al menos de una administración conjunta del orbe- no es capaz de poner fin a una crisis que se ha desatado en Haiti como podía haberse desatado en cualquier otra parte.
Está matando a laisla porque no es capaz de sumar diez millones de vacunas para inyectarlas en la isla, porque no es capaz de dar un puñetazo encima de la mesa y lograrlas, comprarlas, expropiarlas o robarlas si llega el caso.
Porque envía tropas nepalies a controlar el país, pero es incapaz de militarizar la producción de vacunas o de enviar marines a las puertas de las empresas farmaceúticas para forzarlas a producir unas vacunas que, aunque no impidan que los enfermos mueran, si impedirán que los vivos enfermen.
La ONU está matando a Haiti porque simplemente está demostrando que no puede mantenerla viva. Que no sirve para eso. Que no sirve para lo único que se podía suponer que tenía que servir.
Puede que esas vacunas no sean del todo efectivas, puede que no esten probadas del todo, pero no hay diez millones de unidades a disposición de los habitantes de Haití para que, al menos, tengan la posibilidad de elegir entre una muerte probable y una salvación incierta. Es muy poco, eso es verdad, pero se supone que la ONU podría hacer al menos eso.
Ya es un síntoma que vacunas inventadas en 1980 no hayan evolucionado.
Claro, como nosotros no sufrímos el cólera, ¿para qué gastar recursos farmaceúticos en ellas?, ¿para qué forzar a multinacionales a investigar en esa línea?
Los Gobiernos, la OMS y otro sinfín de organismos se han gastado dinero que no tenían y han forzado acuerdos para que se produjeran de forma masiva vacunas contra ese fantasma que se convirtió en pandemia de la noche a la mañana llamada Gripe A.
Y ahora acumulan reservas como para vacunar a tres generaciones -mientras las empresas farmaceúticas que las crearon acumulan ceros en sus cuentas de beneficios-, aunque su índice de mortalidad era una ínfima parte de el del cólera y es posible curarla con un arco iris de, lo que House y sus chicos lamarían, antibióticos de amplio espectro.
Pero para el cólera no. Eso está superado. Eso no es rentable. Eso no es vendible. No hay posibilidad alguna de un brote pandémico en tierras de la Civilización Atlántica de esa enfermedad. Mejor dejarlo correr.
Y encima somos lo suficientemente incoherentes como para sorprendernos de que los haitianos, en plena desesperación, busquen una excusa contra nosotros y nos la arrojen a la cara; de que se vuelvan merovingios caribeños -nunca me cansaré de ese excelso personaje de Matrix- y transformen la casualidad en causalidad.
Somos lo suficientemente incoherentes como para sorprendernos de que hagan exactemente lo mismo que nosotros.
Nuestra sociedad está harta de buscar causalidades absurdas pero cree que tiene derecho a ello. Los haitianos no.
Cuando la desesperación aprieta -y nuestra desesperación es mucho más rápida que la haitiana, porque nos movemos en niveles de tolerancia a la contrariedad mucho más bajos-, buscamos una causa, por peregrina que sea y le echamos la culpa.
Cuando el paro se hace constante, de larga duración, casi infinito, acusamos del desempleo a los inmigrantes y hacemos campañas electorales autonómicas con ello.
Cuando nuestro nivel de exportaciones desciende drásticamente, acusamos a Francia y a Estados Unidos de ello; cuando nuestras expectativas profesionales se deshacen por falta de preparación o de esfuerzo, acusamos al sistema educativo de ello; cuando nuestra diletancia especulativa inmobiliaria nos lleva al desastre económico, acusamos a los bancos de ello; cuando nuestra incapacidad como padres y madres nos arroja en el salón de casa a hijos que se convierten en lampreas sociales y remoras afectivas, acusamos a sus amistades, el mágico y pernicioso influjo de la televisión o a sus profesores de ello; cuando nuestros negocios minoristas se hunden, acusamos a los chinos que trabajan de sol a sol de ello; cuando fallamos estrepitosamente en la elección de pareja y no somos lo suficientemente fuertes para reconocer nuestro error y dejarlo atrás, acusamos al machismo o al feminismo de ello.
Nosotros podemos encontrar causas absurdas a nuestros males. Pero los haitianos no.
Nos negamos a ver que es el sistema sindical y empresarial que inventamos nosotros lo que falla; que es nuestra incapacidad de internacionalización lo que falla, que es nuestro concepto de lo que es una vida y una profesión lo que falla, que es nuestro intento de ganar dinero con la vivienda en lugar de vivir en ella lo que ha fracasado, que es nuestra falta de equilibrio entre la libertad y la responasabilidad en la educación lo que está haciendo agua, que es nuestra falta de soluciones de marketing, de inversión y de posicionamiento lo que falla, que es nuestro concepto de lo que son los sentimientos y el amor lo que no está ajustado a la realidad de nuestros corazones.
¿Nosotros hacemos eso y luego nos sorprendemos de que los haitianos le echen la culpa a los cascos azules nepalíes del cólera, aprovechando la casualidad de que el cólera no estaba en sus tierras antes de que ellos desembarcarán en sus playas?
¿De qué nos sorprendemos? Tienen un problema y buscan un culpable. Un culpable externo, por supuesto. Lo están haciendo perfectamente. Nosotros les enseñamos.
Puede ser que se equivoquen en la herramienta. Pero ya sea por la bacteria, por la incompetencia actual o por siglos de historia de indiferencia y explotación, Occidente está matando a Haiti.
Así que, por una vez y sin que sirva de precedente, la causalidad merovingia está justificada. Nosotros no tenemos excusa para hacerlo. Pero los haitianos sí.
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