Mientras Haiti se mata y se muere por un problema que debería haber dejado de ser un problema hace siglos, nosotros, los miembros vitalicios del club de las culturas occidentales, seguimos a lo nuestro, a esa actividad que hemos depurado desde los tiempos en los que nuestros ancestros recorrían el mundo a golpe de pilum y solea.
Pero lo grave de esto, lo realmente preocupante no es que se convierta el humo de nicotita flotando sobre los columpios en un parque en un motivo de legislación; no es que cantemos las alabanzas del flamenco y los cantos de Sibila -y los Castells, no se me ofenda nadie- durante dos jornadas, orgullosos de que los hayan nombrado lo que siempre han sido: patrimonio de la humanidad. No es siquiera que se debata sobre la recientemente inventada o descubierta independencia cultural de Catalunya.
Lo realmente preocupante no es que se intenten solventar problemas que no existen y se pierdan fuerzas, recursos, dinero y tiempo en vencer en batallas que ni siquiera debieron ser iniciadas. Lo importante es que, con todo eso, no sólo no vemos los problemas reales, sino que además los negamos.
Eso es lo que está pasando con Europa. Eso es lo que está pasando con Irlanda.
Puede parecer que es absurdo que un país que se hunde -como buena isla- en el mar de incertidumbre que rodea sus finanzas; que choca con el escila de una economía inflada por beneficios de multinacionales radicadas en su geografía, pero que repatrían dineros en plena crisis mundial; que está siendo tragada por las fauces del caribdis que ha supuesto para ellos la flexibilidad escesiva de su sistema bancario, se niegue a recibir ayuda.
Puede resultar incomprensible que se oponga a que 100.000 millones provinientes de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional desembarquen en las maltrechas costas de su economía. Pero, si nos paramos a pensarlo, no es tan raro que esto ocurra. Sucede todos los días. Puede que no con un país entero. Pero ocurre todos los días.
Por seguir con el simil naútico, tan propicio para una isla: Irlanda no es que haya encayado y se niegue a recibir ayuda por orgullo y dignidad al grito de "¡Me basto y me sobro para salir de mis problemas!" -lo cual ya sería un error-, es que está viendo como el mar furioso de la crisis ha abierto cientos de vías de agua en el bajel y se niega a reconocer que se está hundiendo. No cree que haya nada que salvar porque es incapaz de percibir su propio naufragio.
Y una vez más, como está pasando de continuo últimamente, Irlanda y su ceguera ante sus propios problemas, no es reseñable, no es destacable porque sea un caso aislado, porque los irlandeses sean especiales o estén hechos de una extraña herencia genética gaélica que les haga diferentes a los demás.
Irlanda es reseñable porque, también en esto, es una metonimia inversa. Es la explicación de la parte con el todo, es un reflejo nacional y continental de una actitud individual - otra más, y ya se ha perdido la cuenta- que nos está matando como civilazación-. Por decirlo de algún modo, tenemos la Irlanda que nos merecemos.
Seguimos inventando problemas irreales para enfrascarnos en ellos, para hundirnos en ellos, para enzarzarnos en batallas que no pueden ganarse porque nadie puede perderlas. Seguimos eludiendo la realidad intentando que nuestras percepciones sean importantes, sean relevantes, sean reales.
En nuestra vida diaria, en nuestros pensamientos, en nuestras acciones todos tenemos el gen gaélico que esta impidiendo a los gobernantes de la ancestral Hibernia reconocer sus males y sus problemas.
Cada despertar hacemos con nuestros problemas para ligar, con nuestra imposibilidad para ir de vacaciones, con la ausencia en nuestras cuentas corrientes de los mil euros que necesitariamos para gastar en un televisor de plasma, unos buenos cosméticos o un fin de semana en el extranjero, lo que Irlanda ha hecho con la pederastría de sus clérigos, con las disquisiciones lingüísticas sobre el gaélico, con los problemas de su sistema de correos o con las peculiaridades del Ulster como Irlanda ocupada: los magnificamos.
Perdemos el tiempo y la reflexión en intentar solucionar esos contratiempos -que es lo que son- y utilizamos la falsa urgencia que le damos a esos problemas magnificados para ocultar al mundo y, lo que es peor, a nosotros mismos el verdadero problema, el error que está minando la estructura y devorando los cimientos de nuestra existencia.
En el caso de Irlanda ha sido su aparentemente floreciente economía y su casi invisible e inconsistente sistema bancario y en nuestros casos individuales puede ser desde la incapacidad para acceder a nuestros sentimientos, la estructuración errónea de nuestro sistema de prioridades, la imposibilidad de reconstruirnos sobre bases que ya nos han fallado multitud de veces, hasta la incapacidad para percibir a los demás como elementos integrantes de nuestra vida y nuestra realidad o la incapacidad de percibir la realidad en si misma.
Da igual cual sea el problema de base, da igual cual sea la situación profunda que nos está fallando. La obviamos, como la isla británica ha obviado a sus bancos, la ignoramos y nos enfrascamos en la solución de los otros problemas que hemos decidido que son importantes. Así, si conseguimos el polvo de fin de semana o el viaje soñado, si logramos los 1.000 euros de marras o la borrachera de alcohol y carcajadas ansiada, parece que todo va bien, que todo o al menos una parte, -que lograr polvo, viaje, pasta y borrachera en el mismo fin de semana es harto complicado-, se ha solucionado.
El agua sigue entrando a borbotones por los agujeros de la nao de nuestra existencia, pero nosotros seguimos en cubierta mirando al horizonte sin volver los ojos a la sentina, fingiendo que avanzamos en lugar de hundirnos.
Y todavía es peor cuando alguien se da cuenta.
Cuando alguien, ya sea por el egoismo de verse implicado y arrastrado en ese problema o por la solidaridad de percibirlo y preocuparse por nosotros o incluso por una mezcla de ambos motivos, nos hace ver nuestro problema estructural, lo negamos.
Cuando alguien nos presenta nuestro problema real, ese que hemos ocultado bajo la cortina de humo de otra serie de contratiempos transitorios a los que hemos disfrazado de problemas importantes, y nos ofrece ayuda o aliento para afrontarlo, lo rechazamos, rechazamos todo lo que nos pueda dar por mucho que lo necesitemos.
Porque no podemos reconocer que el problema existe. Hemos empleado demasiado esfuerzo en ocultarlo debajo de otros, en acallarlo con los gritos y las quejas por otros motivos, en silenciarlo bajo el tronar constante de tormentas de vaso de agua, que hemos inventado o, como mínimo, magnificado, para lograr no escuchar la tempestad constante que sacude nuestras existencias.
Así que Irlanda, su gobierno y su sistema financiero no son muy diferentes de lo que es cualquiera de nosotros, un día cualquiera con un problema cualquiera.
No puede aceptar la ayuda, porque no puede reconocer el problema. Más allá de la necesidad de estabilidad de los mercados, del miedo a la desinversión internacional o de la quiebra del euro -que son problemas muy reales, no nos engañemos-, hay algo más profundo que le imposibilita hacerlo.
No puede aceptar la ayuda porque eso exigiría reconocer el problema y ya no quedaría excusa ninguna para eludir el cambio. Y el arte de cambiar es algo que la Civilización Atlántica y los individuos que la componen hace demasiado tiempo que olvidaron.
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