Sé que vincular a Humberto Eco -gran pensador por lo que piensa y lo que hace pensar a los demás- con un comentario de alguien que se hace llamar la Bruja Piruja -y espero que no se lo tome a mal- es, cuando menos, arriesgado, pero eso es lo que tiene haber sido educado por un profesor de historia y unos individuos redentoristas en la reflexión de la relación de ideas. Eso y la mítica frase de Life, claro.
Así que, pasando de uno a otra, sin solución de continuidad, me he dado cuenta de algo. De algo que barruntaba con desespero e intuía con desagrado. Resulta que en eso del amor, de las relaciones y de los impulsos que deberían hacer que nos reconocieramos como plenamente humanos, nos hemos vuelto tecnológicos.
Y no me refiero a que utilicemos todo tipo de aparatos, conexiones de última generación y espacios virtuales de todo rango y condición para hallar, encontrar y acercar el amor, que también. No hago referencia a que utilicemos una amplia suerte de mecanismos, que van desde los más tradicionales de esferas plásticas provinientes de la lejana China hasta los más inquietantemente avanzados de vaginas de latex - el proceloso mundo de Internet no tiene límite-, para engañar a nuestras sinapsis y tranquilizar nuestros flujos hormonales, fingiendo los impulsos que determinadas facetas de ese amor producen; que desde luego también. Me refiero a algo más profundo, más doloroso, más inhumano.
Como en todo, nos hemos acostumbrado a la velocidad, a la respuesta automática, al uso y abuso de instrumentos cuyos procesos desconocemos, pero que nos aportan, de forma inmediata, todo aquello que necesitamos o creemos necesitar. Así que aplicamos ese mismo criterio tecnológico a nuestros sentimientos, nuestros impulsos y nuestros afectos. Hemos inventado el amor 2.0.
Pulsamos botones y esperamos -con la ingenuidad de los que están acostumbrados a que esa acción funcione- que se produzca la respuesta esperada.
Alguien nos ha dicho que si alguien nos ama nos debe aceptar como somos y esperamos que eso ocurra desde el primer momento. Como cuando enviamos un correo electrónico, como cuando lanzamos un sms desde nuestro terminal movil.
Algún manual de instrucciones nos ha explicado que sin atracción sexual no puede haber amor y pulsamos las teclas adecuadas ,en forma de altos tacones, trajes de calidad, profundos ecotes, camisetas musculadas, rasurados perfectos, perfumes insinuantes, horas de gimnasio eternas e incluso colonias de hormonas y estamos seguros de que ese primer paso se producirá en segundos. Como cuando nos conectamos a Internet, como cuando pulsamos el botón del ascensor.
Sentimos la necesidad de acercarnos a alguien, de introducir a alguien en ese mundo cuantico que es nuestra vida y esperamos que la respuesta a esa necesidad sea satisfecha de inmediato, de forma urgente, sin pausas, sin demoras y sobre todo sin esfuerzos. Como cuando pulsamos el botón de un mando a distancia, como cuando clickeamos en un enlace de una página web.
Y a veces hasta va bien. Hasta parece que resulta que el impulso pavloniano del estímulo respuesta, que ha convertido nuestra afectividad en una tecnología, sigue sus misteriosas leyes y produce el hecho deseado.
Puede que sea por casualidad, pero nosotros hemos apretado el botón correcto y hemos obtenido el resultado deseado. Así que debe ser una cuestión de causa y efecto. Tiene que serlo. Si no en la siguiente ocasión podría fallarnos.
Pero hay otras veces -las más- en las que no resulta, en las que, por más que sigamos el libro de instrucciones, por más que apliquemos nuestra tecnología afectiva en todas sus facetas, no recibimos la confirmación del adecuado funcionamiento de nuestro amor 2.0.
Y entonces nos enfadamos, nos contrariamos, nos molestamos. Como cuando un avión no llega a tiempo, como cuando nuestro movil no tiene cobertura. Como cuando Windows 7 tarda en arrancar.
Y ¿cual es nuestra reacción cuando vemos que la tecnología -nuestra maravillosa y útil tecnología del amor 2.0- no funciona? Pues nos cambiamos de tecnología.
Pasamos de la búsqueda de amor a la de sexo que es mucho más causal, al menos en determinadas condiciones experimentales -es decir, algunas circunstancias horarias, determinados ambientes ruidosos y determinados niveles de alcohol en sangre-, como el que se cambia de Windows a Linux.
Cambiamos la necesidad de compañía por la necesidad de soledad -que no requiere tencología de comunicación ninguna- como cambiamos de operador cuando perdemos cobertura.
Como la tecnología utilizada pero desconocida del amor 2.0 nos ha fallado, elegimos cualquier otra tecnologia 2.0 -afectiva o no- que nos de resultados inmediatos cuando recurramos a ella. Cualquier otra que funcione de forma absolutamente causal. Y tenemos muchas para elegir.
Van desde el desamor a la misantropia, desde el individualismo a la soledad, desde el sexo esporádico al sexo individual -y aquí sí entran los aparatejos, por cierto-, desde el afecto familiar a la transferencia afectiva animal, desde el enamoramientos de avatares en Internet hasta la lectura romántica. Cualquier cosa que suponga que pulsando los botones adecuados se reciba la respuesta requerida nos sirve para sustituir ese fracasado intento tecnológico del amor 2.0.
Es posible que alguien se pregunte ¿y esto qué tiene que ver con la Bruja Lola -uy, perdón, la Bruja Piruja-. Pues muy sencillo. Es una cuestión de actitud. Hemos sustituido a la bruja Piruja pero seguimos siendo mágicos. La tecnología del amor 2.0 es magia.
Nuestro amor 2.0 no es diferente de cuando se recurría a los filtros, los horóscopos, las cartas astrales, los ensalmos o los hechizos amatorios para lograr el efecto de la causa que lo provocaba.
La éfimera presencia de la Bruja Piruja en mi existencia virtual me ha recordado la existencia de esa magia. Así que, en realidad, nuestro nuevo y flamante amor 2.0 no es, ni mucho menos, una evolución, es una versión corregida y aumentada del amor ex machina de Simón, el mago y los Dioses Olímpicos.
Puede que ahora los ensalmos estén en el Cosmopolitan o en el Mens Health; puede que los misteriosos filtros se encuentren en los libros de autoayuda o en las metáforas de Paulo Cohelo, puede que las invocaciones ya no se hagan en el templo de Venus o de Astarté y se realicen en los Afterhours, las clases de danza del vientre o los centros de depilación masculina -por no hablar de los tarots televisivos que siguen asediándonos-. Pero nuestro amor 2.0 no ha dejado de ser mágico porque nos presentemos ante él intentando utilizarlo como una tecnología. Todo lo contrario.
No sé si es que nunca lo supimos o es que lo hemos olvidado pero, pese a los siglos, a los milenios a lo largo de los cuales hemos necesitado el amor para conocernos y reconocernos como seres humanos, no sabemos o no quemos saber que el amor no puede ser una tecnología, no puede ser una magia. Que el amor es una ciencia.
Y ahora parece que me contradigo. Pero no. Ciencia y tecnología pueden parecer lo mismo pero no lo son. Nunca lo serán. Nunca podrán serlo.
La ciencia exige conocer el punto de partida y el punto de detino. Supone recorrer un camino, supone probar, supone avanzar por ensayo y error, supone equivocar las premisas y modificarlas, supone volver a empezar desde el principio si hace falta.
En la ciencia hay que renunciar a las hipótesis iniciales y crear unas nuevas. La actividad científica hace posible volver a intentarlo aunque se haya fracasado; descubrir algo inesperado y aclimatarse a ello para lograr el objetivo; integrar en nuestro esfuerzo lo que otros han descubierto antes, después o a la vez que nosotros.
La ciencia supone saber lo que se está haciendo y no renunciar a ello pese a los errores, los contratiempos, los estrepitosos fracasos y las profundas decepciones. La ciencia supone descubrir los porqués de los procesos, no ignorarlos, calibrar las motivaciones de los fracasos, no rechazarlas. La ciencia supone riesgo, colaboración, compromiso y esfuerzo.
La tecnología no. La tecnologia es la magia moderna de apretar un botón y que algo deseado y esperado suceda.
Así que nuestro amor 2.0 debería ser ciencia pero es tecnología. Porque nosotros no estamos preparados o no queremos estarlo para asumir ese camino, ese esfuerzo, ese riesgo. Por eso hemos elegido el ejemplo de la Bruja Piruja y no el de Humberto Eco -defensor a ultranza de la diferencia entre tecnologia y ciencia-. Por eso esperamos, sin amar, que el amor nos llegue cuando creemos que lo necesitamos.
El amor es ciencia -aunque una ciencia diferente para cada dos-. No es magia, no es tecnología. A amar se aprende amando y volviendo a amar, no apretando un botón.
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