A ver, niños:
2.200.000-100.000 = 2.100.000. Aunque pueda parecerlo no son las cuentas de mis deudas, ni de lo que me queda por pagar de hipoteca. Es el número de trabajadores que hay en Irlanda. El total de la población activa menos el número de desempleados.
Es algo que todos deberíamos saber a estas alturas, dado todo lo que se ha escrito y se ha emitido acerca de la vieja Hibernia, su crisis bancaria y su desmoronamiento económico.
¿No se habían enterado? Irlanda se ha hundido. Sigue estando en el mapa, no se la ha tragado el Mar Celta, pero se ha hundido.
Y otro dato que tendríamos que saber, en el que tendríamos que habernos fijado, es que, de esos dos millones cien mil trabajadores, 400.000 -sí, no me he equivocado, no se me me ha ido un cero de más, 400.000, son funcionarios públicos-. O sea que uno de cada cuatro irlandeses es funcionario público.
Así que, antes de empezar a clamar contra la injusticia que suponen los brutales recortes que echarán a la calle a 25.000 funcionarios, quizás, sólo quizás, deberíamos haber hecho estas pequeñas sumas y restas. Al fin y al cabo, la economía va de eso ¿no?, de hacer cuentas.
No es que vaya yo, a estas alturas del partido, a defender un sistema económico -el occidental, no el irlandés, no nos confundamos- endeble en su concepción, viciado en su desarrollo y manipulado hasta la perversión en su utilización egoísta -¡Anda!, esto ya se dijo antes de algo... ¿qué era?, ¿qué era?... ¡Ya me acuerdo! el socialismo llamado real-, pero tenemos que empezar a darnos cuenta de algo que, como es habitual en nosotros, tendemos a ignorar: nosotros también somos responsables de lo que está pasando.
Y el caso de Irlanda es sólo un ejemplo.
Resulta muy fácil protestar cuando nos enteramos de que se despedirá a 25.000 funcionarios -si se despide a los funcionarios es que no hay nada estable ya en la vida ¡Por el amor de dios!- pero, salvo algún que otro entendidillo de esos a los que nadie escucha, nadie protestó cuando los sucesivos gobiernos irlandeses inflaron su sector público para hacer descender sus tasas de paro y permitieron que su administración ocupara una cuarta parte de su población activa, casi tanto como la industria, y dos veces más que el sector servicios.
Si no hubiera hecho eso hubiera tenido una tasa de desempleo mucho mayor y contra eso sí se protesta siempre.
Y luego está la otra protesta. La típica y tópica: la de la injusticia que supone que a los que han desencadenado la crisis, es decir al sector financiero -o sea a los bancos, para entendernos- se les inyecten miles de millones de euros y que ese ajuste lo tengan que pagar los de a pie, los trabajadores, los autónomos, la población en general, para resumir.
Y en alguna medida es lógico que eso encienda la sangre, que resulte indignante.
Pero también impone una reflexión. Una de esas que no nos gusta hacer: porque, hasta cierto punto y parafraseando el viejo lema de la Agencia Tributaria, los bancos somos todos. Y eso es algo que no queremos reconocer.
Porque todos -no sólo en la verde Eire- somos los que asumimos durante años riesgos crediticios sin pestañear, somos los que mantenemos niveles de endeudamiento inconcebibles en nuestras economías.
Los bancos fueron los que empezaron a vender hipotecas en una carrera sin control más allá de los límites lógicos de endeudamiento en el tiempo y en la cantidad, pero fuimos nosotros los que las compramos,
Los bancos fueron los que crearon productos ratonera en tarjetas de crédito en las que gastas diez y devuelves dos para el mes siguiente volver a gastar diez y volver a devolver dos, de manera que, al final, debes dieciséis que no tienes -otra vez eso de las cuentas que tanto nos disgusta-, pero fuimos nosotros las que las utilizamos.
Las entidades financieras fueron las que concedieron créditos a negocios de dudosa viabilidad o de escaso rendimiento con la promesa de una rápida amortización, pero fuimos nosotros -o aquellos de nosotros que querían poner un negocio sin haber pensado en sus riesgos reales- los que los solicitamos y los aceptamos en esas condiciones.
Para esto, los bancos somos todos. Ellos han perdido el dinero, tienen agujeros negros del tamaño de Irlanda -o de España o de Portugal o de Grecia...- en sus cuentas de resultados, pero nosotros somos tan responsables como ellos.
Resulta bochornoso hasta el extremo pero, lamentablemente, nada sorprendente tal y como se organiza nuestra mente hoy en día, que tiremos de argumentos del tipo "¡pues que no los hubieran dado si sabían que eran arriesgados!" o "es que si no pido una hipoteca de esas ¿cómo me compro un piso?".
Ya va siendo hora de que digamos "no deberíamos haber aceptado una hipoteca en esas condiciones de riesgo" o "no tengo dinero para comprarme un piso, así que vivo de alquiler " -no, sigo viviendo en casa de mis padres, que eso es casi peor-.
Esas reflexiones no arreglarán la situación pero es posible, sólo posible, que nos evitaran caer de nuevo en el mismo error. Más, me temo que estamos más allá de la posibilidad de cambiar nuestras mentalidades.
Somos como ancianos que no pueden darse cuenta de que el mundo cambia y no son capaces de cambiar con el mundo. Eso sería reconocer que nuestro sistema económico no es cíclico por una perversa casualidad con la que nos han castigado los hados del librecambismo. Lo es porque nosotros cometemos los mismos errores una y otra vez. Sería reconocer que hemos fallado y no estamos dispuestos a dejar de repetir ese error. Y eso no lo haremos, no queremos hacerlo.
Y, por último, está la otra queja. La que nos revierte a los tiempos de Robín de Locksley y los perversos recaudadores de Juan Sin Tierra.
Llega una crisis galopante y encima se suben los impuestos. "¡Es injusto!", gritamos. Y por un instante, por un ínfimo momento en el que las cifras y los datos se borran de la mente, parece que tenemos razón, que eso no puede rebatírnoslo nadie.
El instante pasa y vemos que eso no es así. Y de nuevo Hibernia se dibuja en nuestras pizarras de aprendices de economista a modo de explicación.
El gobierno de Brian Cowen sube los impuestos porque antes los bajó. Porque los utilizó de moneda de cambio para cerrar negociaciones salariales, porque inventó desgravaciones fiscales de todo rango y condición, porque se basó en impuestos cíclicos -de nuevo el maravilloso mundo de la actividad inmobiliaria- para bajar o congelar el impuesto sobre la renta y el de Sociedades.
Así que, los que ahora gritan contra la injusticia de la subida de impuestos, deberían haber agotado su voz hace dos y tres años. Deberían haber utilizado otro esquema de pensamiento antes del derrumbe.
Deberían no haber tenido más hijos de los que podían mantener en lugar de pedir desgravaciones o ayudas por los nacimientos o por las familias numerosas; deberían haber renunciado a la compra de una vivienda que no podían pagar en lugar de solicitar y aceptar desgravaciones fiscales por la misma; deberían haber clamado contra las rebajas fiscales por ser familia monoparental o por ser cualquier otra cosa que se nos pueda ocurrir.
Deberían haber puesto el grito en el cielo porque parte de esos impuestos se destinaran a sufragar a unas u otras instituciones que estaban más allá del Estado; deberían haberse rasgado las vestiduras porque se redujera el impuesto sobre la renta.
Dederían haber abominado de que se financiara la sanidad con los impuestos del tabaco o de la gasolina -¡la providencia quiera que a los fumadores no nos de ahora por hacer caso a las campañas del gobierno y dejar de fumar o que los conductores no aparquen su coche masivamente y se compren una bicicleta, a crédito, eso sí!-; deberían haber protestado airadamente porque las empresas pagaran menos impuestos por contratar mujeres, mayores o menores de determinada edad o cualquier otro colectivo social al que se quisiera potenciar -excepción hecha de minusválidos, en todo caso-. Pero no lo hicieron.
No lo hicieron porque eso permitía que Hacienda les devolviera dinero en la Declaración de La Renta para irse de vacaciones, para comprarse un televisor o incluso, a los más afortunados, para ambas cosas. Porque eso les permitía contar con dinero que no habían ganado y que no les pertenecía. Y ahora ya no pueden hacerlo.
De modo que, nuestra estentórea protesta de ahora -aparte de vicios y riesgos y de lo absurdo de un sistema en el que los beneficios del trabajo de muchos recaen en las cuentas corrientes de otros, que lo único que hacen es jugar a la ruleta con sus capitales en la bolsa- es en gran medida tan absurda como lo fue nuestra flagrante irresponsabilidad a la hora de intentar aprovecharnos de un sistema que estaba cogido con alfileres. Pero en ambos casos seguiremos haciéndolo.
Luego está eso de que el gobierno irlandés de Cowen no aumenta el impuesto de Sociedades para que las empresas también apechuguen con lo suyo. Si lo hiciera todas las empresas extranjeras -que son las que han generado el boom económico y las que mantienen una gran parte del empleo no público en su país- cerrarían y se irían a otro lado.
Pero eso es verdad que a nosotros no nos afecta -por primera vez es cierto-. Las que estaban en nuestro suelo ya se fueron hace tiempo.
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