miércoles, noviembre 25, 2009

El mejor fotógrafo del mundo

Mientras el mundo se disloca la opinión sobre el rutilante e intrascendente Balón de Oro concedido a Leonel Messi por el plausible motivo de conducir un balón pegado al pie; mientras otros, los más sesudos y culturales, aún discuten sobre los ecos de otros no menos rutilantes y no más tracendentes premios dorados concedidos en Hollywood, por Hollywood y a para honor y gloria de Hollywood; mientras el mundo se agota en la disquisición sobre los merecimientos para el Nobel de la Paz de alguien que lo único que ha hecho es limitarse a no trabajar para la guerra -que no es poco, tal y como está el patio-, alguien que no suele sugerime nada y que corro el riesgo de que no vuelva a sugerirme nada -quizás por la responsabilidad que conlleva el hecho de que sus sugerencias suelen ser automáticamente aceptadas por estos pagos infernales- me ha sugerido el tema de este post con una pregunta y un enlace.

El enlace es este:

Y la pregunta es esta
¿Puede un premio valer más que una vida?, ¿puede una imagen o un texto anteponerse a una muerte? ¿se puede celebrar la muerte por conseguir un reconocimiento y una foto?
Y a respuesta, autómatica y visceral, institiva y acelerada, no me ha hecho saber nada nuevo, pero me ha hecho recordar lo que sé. Eso y la fecha. Sobre todo la fecha.
Me ha hecho recordar una historia que no ha sido contada, que no ha sido publicada, que no ha sido relatada. Que no existía hasta que el encuentro en una escalera de incendios con unos ojos buscadores de felicidad cargados de vida, hasta que la ausencia de unas manos cuyas caricias son capaces de curar hasta las heridas que desconocen, le han dado fuerza a mis musculos cerebrales y cardiacos para recordar que la sabían.
Sé de alguien que, en los años en los que la vida te permite realizar aquello para lo que estás predispuesto, puso el pie en una ciudad que debería ser dorada por santa y que resultó ser roja por violenta.
Sé de alguien que en ese mismo instante, entre las acreditaciones, las explicaciones, las precauciones y los pasaportes, descubrió que Occidente, que aquellos que le habían colocado como su voz, su pluma y sus ojos en ese remoto confín de la razón, estaba loco.
Sé de alguien que descubrió que aquellos que se llaman comprometidos, arriesgados, profesionales no son otra cosa que el reflejo de la cobarde sociedad que les envía a levantar acta de aquello que no les importa pero que les despierta interés.
Sé de alguien que, en la avenida Rasham de Beirut, descubrió que hay una linea roja que nadie se atreve a traspasar; que los más reputados reporteros de guerra nunca pisan; que los más celebrados fotógrafos son incapaces siquiera de reconocer. Hay una linea, pintada con sangre y con vida, que el mundo occidental se niega a percibir.
Y sé de alguien que descubrió esa línea, no porque ninguno de los tres dioses que cobran su tributo de sangre en Jerusalem se lo revelara, no porque ninguno de los gobiernos que pugnan por el control de una tierra, tan baldía como disputada, se lo filtrara. Lo descubrió porque conoció a Kaleb y Rashid.
Kaleb y Rashid tenían nombres tan comunes y desconocidos como son sus nombres falsos, en una tierra y en una guerra en el que los nombres verdaderos son tan escasos como la piedad. Rashid y Kaleb llevaban tarjetas de plástico colgadas al cuello con una cinta de tela azul y blanca y una cámara reflex automática colgada del hombro. Eran fotógrafos, fotógrafos de guerra.
Pero ellos hicieron -junto con otros que por juventud, inexperiencia y compromiso no sabían lo que no debía hacerse- lo que estaba prohibido hacer, lo que la falsa profesionalidad, el afán de protagonismo y la cobardía heredada de siglos de indiferencia hace que ninguno haga. Ellos cruzaron la línea.
Muchos de los que leen estas diabólicas reflexiones virtuales-que no son demasiados- están en este mundo de los llamados medios de comunicación y no estarán de acuerdo conmigo, no estarán de acuerdo con que la diferencia, la línea que hay que cruzar y que no existe ninguna justificación para no atravesar, es la que separa contemplar la vida de defender la vida, comunicar la muerte de evitar la muerte.
Pero eso no se entiende.
Se dice que una imagen puede contribuir a salvar más vidas y es posible que sea cierto, pero deja de serlo cuando se percibe que en nuestras sociedades, que convierten en enemigo irreconciliable al que es más rápido que tú en coger asiento en el metro, ni siquiera se interesan por esas imágenes, por esos trozos estáticos arrancados a una realidad que les importa menos que el futuro de Messi o le vestido lucido por Scarlett Johansson.
Se dice que los profesionales de la comunicación deben mantenerse alejados para informar correctamente, deben evitar implicarse, pero eso resulta cuando menos llamativo en sociedades que consideran un esfuerzo baldío saludar al conductor del autobús en el que se motan y cuya vida ponen en sus manos, en un mundo en el que se puede demandar a los bomberos por dislocarte un hombro mientras te rescataban de un incendio.
A Occidente, a sus gentes, a sus sociedades y a sus medios de comunicación no les importa lo que hay detrás de esa imagen obtenida en mitad del sufrimiento y de la sinrazón, lo que está detrás de esa columna de texto escrita tras el dolor, alrededor de la locura. Sólo les importa el espectáculo.
Y lo sé porque sé de alguien que acompañó a Kaleb mientras, con su silbido de pastor de cabras de las montañas sirias, alertaba a un miembro de la Legión de Hebrón de su presencia y la de su cámara y conseguía, con tan simple gesto, evitar que el asustado soldado siguiera apuntando con su arma automática a un muchacho que le tiraba terrones de arena que se desmenuzban contra su armadura de kepblar.
Y lo sé porque sé de alguien que vio, desde un balcón, como Rashid se situaba entre una miserable barraca de Shabra y un bulldocer militar, renunciando a una imagen impactante pero amenazando con ella, para mantener en pie la miserrima vivienda que alguien en ese campo maldito de llanto y refugio llamaba hogar.
Pero todo eso no lo sabe Occidente, no lo saben aquellos que pagaban a Rashid y Kaleb -y a otros de sus compañeros- por obtener imágenes de un conflicto que alimentaran el espectáculo mediático que les hacían vender más periódicos u obtener más ingresos publicitarios.
No lo saben aquellos que aún no han descubierto que, cuando se aprieta el disparador de una cámara mientras otro aprieta el gatillo de un arma, te conviertes en miembro del mismo pelotón de ejecución, cuando aprietas el botón de una grabadora o la caña de una pluma mientras otro empuña un látigo o un arama asesina te conviertes en colaborador necesario de esa muerte, de lo que ocurre, te trasformas en alguien que no ha hecho nada por evitar la locura y que se ha limitado a formar parte de ella para que otros se sientan a gusto allende los mares y allende la sangre, meneando la cabeza con desaprobación y premiando a aquellos que retroalimentan su propia visión del mundo.
Así que, desgraciadamente sí, en nuestros dias y en nuestros mundos, un premio, un reportaje y una foto son más importantes que una vida.
Lo son porque nadie está dispuesto a dar el paso que dieron Kaleb y Rashid; porque nos escudamos en una profesión para no intervenir, para no hacer nada, para no sentirnos responsables ni implicados en la barbarie que contemplamos.
Y lo sé porque sé de alguien que sujetó las cámaras de Kaleb y de Rashid mientras ellos pretendían salvar la vida de la mujer a la que no habían fotografiado y que había cometido el absurdo error de amar contra su dios
Y lo sé porque sé de alguien que les vio caer a dos manzanas de distancia, cuando ni siquiera sus nombres ni sus tarjetas azules y blancas les libraron del odio que los señores de la oración han desatado sobre la tierra que un día fue santa e intocable.
Y lo sé porque sé de alguien que tuvo que soltar esas cámaras para sujetar a otro de los suyos, a otro de los que habían traspasado la linea roja de la vida, mientras perdia la suya entre sus brazos. De alguien que desde entonces no puede soportar perder a nadie de los suyos, no puede saber que aquellos que le quieren no están a salvo.
Puedo escuchar todas las explicaciones que se puedan dar a que la puerta cerrada de una iglesia permanezca cerrada mientras dos personas que se aman mas allá de sus dioses y todos aquellos que han cometido el error, el mágnifico y orgulloso error, de ayudarlas son heridos o muertos a su alrededor; puedo leer todas las explicaciones éticas y estéticas sobre los motivos que llevan al que hace la fotografía a no evitar que esa fotagrafía se produzca y con ella su publicación, su éxito y quizás su premio.
Pero puedo ignorarlas, puedo reirme de ellas y puedo cuestionarlas porque, como el Gulliver de Swift hay una frase que siempre resuena en mis oídos: "No teneís nada que contarme, podeís creerme o no, no me importa: yo estaba allí". O al menos, sé de alguien que estaba allí. Aunque, por desgracia, no consigo recordar del todo su nombre.
Así que sí, en este mundo un premio, una publicación y una fotografía valen más que una vida humana. Es lo que hay. Es lo que no debería haber.
Pero nadie se llevara mi premio al mejor fotógrafo por una foto. Ese se lo llevó hace tiempo alguien que no hizo la foto e hizo lo que tenía que hacer, aunque de él ya sólo nos quede la memoria.






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