Mientras la opinión pública española dirime en los bares y tabernas, en los pasillos y las marquesinas, en los debates y las tertulias, si el ejército español está a la altura adecuada para poder desarzonar piratas -curioso verbo, muy corsario en si mismo- , si los servicios secretos españoles están a la suficiente bajura para lograr otros fines y si el Gobierno español debe ser el único que realice sus operaciones encubiertas de forma pública y con invitaciones personalizadas para los directores de medios de comunicación, el mundo real sigue avanzando -o retrocediendo, que nunca se sabe-.
Los piratas siguen a lo suyo, o sea, intentando cazar barcos; los atuneros siguen a lu suyo, o sea, huyendo de los caladeros cuando aparecen los piratas que intentan cazarles -parece un comic de El Corsario de Hierro pero no lo es-.
La oposición sigue a lo suyo, o sea, intentando aprovechar hasta El Milagro de Petinto para desarzonar -también en su versión más corsaria- al Gobierno del andamio inestable e inseguro en el que se ha convertido el poder en España; y el Gobierno sigue a lo suyo, o sea, no hacer nada salvo inventar políticas de imagen que consigan ocultar el hecho de que no hace nada.
Y el mundo real sigue a lo suyo y, aunque a nuestros analistas de taberna, pasillo y programa televisivo les parezca increíble, lo suyo nada tiene que ver con el Alakrana, su patrón irresponsable, sus marineros inocentes y sus piratas fugados con abaogados de traje recto en los despachos de la city londinense. Tiene que ver con la supervivencia.
Todos esos nombres de sonoridad cinematográfica, de futura memoria literaria y televisiva como Alakrana, Gürtel, Pretoria o Millet se resumen en una línea, en una estrategia que ya era antigua cuando los Parthos masacraban a la infantería romana parapetada tras sus cuadrados y perfectos diseños de tortuga. Tiene un nombre: cortina de humo.
Son algo a lo que aferrarse, algo que mostrar a todos aquellos que cada mañana, cuando ponen el pie en el suelo y saltan del colchon, se enfadan y se hacen cruces -aunque sean cruces laicas, por supuesto- cuando se dan cuenta de que su supervivencia les está impidiendo vivir; cuando descubren que yo ne envidian al que llega a fin de mes, sino al que cobra al principio del mismo.
Los marineros del Alakrana están en casa. Como lo están otros muchos.
Otros a los que la pirateria cotidiana de arribistas que se agarran a la crisis para apropiarse de vidas y haciendas, a través de sueldos miserables, presiones laborales y jornadas stajanovistas, les obliga a seguir en casas en las que no quieren estar, soportando podridos afectos familiares que ya nada tienen que ver con su vida.
Otros que se ven forzados a introducir en la ecuación de los afectos y los planes de futuro la falta de vivienda, el fin del alquiler o la imposibilidad de pagar una cosa o la otra, merced a la constante necesidad de supervivencia a ultranza que impone esta crisis nuestra, que ha sido la primera y será la última en desaparecer de corazones que no deberían verse obligados a tener en cuenta el dinero para decididr sobre sus latidos.
Los piratas somalíes -suena hasta poético, no lo negemos- huyen mezclándose entre la población civil, pero los otros, los nuestros, no huyen -aunque si se camuflan entre la población civil- después de tremolar en el viento su grito de guerra, tambén tremendamente fílmico de "enseñame la pasta, Jerry".
Y así, dejan a los demás sin posibilidad de escapar de empresas bucaneras que recuperan el concepto de la condena a galeras, amparadas en la escacez de alternativas; que creen poder disponer del tiempo completo de la vida de sus empleados bajo el escudo del "es lo que hay" y la "jornada flexible"; que destruyen y anulan derechos ganados con el sudor y la sangre de generaciones de trabajadores, bajo la bandera en la que se dibuja la calavera de la crisis y las tibias del mileurismo y la falta de oportunidades.
Hacen pasar a las pequeñas empresas y los negocios tradicionales por la quilla de una mar infestada -en este caso, sí- de negativas de créditos; de ejecuciones de avales y de planes de viabilidad; disparan a la línea de flotación de buques familiares que ven como sus iniciativas se hunden por falta de apoyo económico mientras las cuentas de representación siguen subiendo, siguen navegando a toda vela por un mar en el que parece que los arrecifes de la crisis no son percibidos ni esquivados.
Enviar al fondo del mar a sesenta piratas en el Oceano Índico o hacer dar con sus huesos en la cárcel a 60 millones de piratas que descargan ilegalmente canciones o libros no tiene nada que ver con el honor de nuestro gobierno, de nuestra oposición o de nuestro país.
Podríamos ahorcar a Sir Francis Drake en el puerto de Bilbao, podríamos someter a escarnio público al Pirata Barbanegra y hacerle desfilar encadenado bajo el Arco del Triunfo del madrileño Paseo de La Moncloa y ni nuestro gobierno ni nuestra oposición tendrían derecho a levantar la mirada del suelo. Quizás el ejército español si podría, pero lo demás deberían seguir estando rojos -lo siento por algunos- de verguenza y verdes de envidia.
Ni el Caso Gürtel, ni la liberación del Alakrana tienen nada que ver con el honor y la dignidad de España y su gobierno. Hacer todo lo posible por devolverles la vida a aquellos a los que la supervivencia se la ha arrebatado es lo único que haría de nuestro gobierno y de nuestra oposición instituciones honorables.
Pero claro, eso no pasará. Porque, tras el Alakrana, el mundo, nuestro mundo, sigue a lo suyo.
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