Tengo un amigo y maestro que me enseñó muchas cosas -parece increible que yo sea capaz de aprender, pero, de vez en cuando, lo hago-. Y una de ellas es que la empresa es, en nuestro sistema, la principal fuente de creación de riqueza. Puede que nuestro sistema económico no nos guste del todo o nos disguste plenamente, pero es el que tenemos hasta que tengamos la inteligencia, la voluntad o el arrojo de inventar uno nuevo, que funcione de manera diferente -eso no me lo enseñó él, pero seguro que está de acuerdo-.
Pues bien, teniendo en cuenta esa máxima, resultaría sencillo pensar que la mejor forma de ayudar a nuestro país de salir de la crisis es ayudar a las empresas. Ellas son las que generan riqueza y ellas son las que pueden generar empleo.
Hasta ahí vamos bien. Lo que se nos tuerce un poco es el modo en el que este Gobierno -no olvidemos su supuesta procedencia ideológica, que, para el caso, es importante- ha decidido ayudarlas, echarlas una mano o convertirlas en el motor de la salida de este crisis que ya se antoja más persistente que la pertinaz sequía franquista.
Parece ser que, de un tiempo a esta parte, la única manera de ayudar al empresario es perjudicar al trabajador. O sea que para que un empresario sea feliz y productivo -como dirían en la China comunista, ¡uy perdón!, que ya no se puede decir eso porque ahora somos amiguetes- tiene que poder despedir a destajo, de una forma flexible y barata.
Y puede que sea cierto que el despido ha de ser más sencillo en este sistema económico que vivimos y padecemos, que intentamos arreglar y parecemos estropear más. Y puede que esa sea una herramienta que el empresario debe tener a mano, no lo discuto.
Quizás el problema no esté en la herramienta, sino en quién la maneja. A lo mejor es que lo que hay en España no son empresarios.
Quizás estemos contando con que nuestros empresarios valoran al capital humano de sus empresas como uno de los elementos más importantes de la producción y por tanto de los beneficios, quizás estemos -o este pensando el Gobierno, cuando lo haga- que los empresarios lamentan perder el dinero y el tiempo invertido por sus empresas en formar a su personal, en hacerle crecer profesionalmente, en mejorar su capacitación y su rendimiento.
Quizás se piensa -en uno de esos ataques de insufrible ingenuidad que parece experimentar de vez en cuando Moncloa en estos tiempos- que por todos esos motivos y otros muchos, como la vinculación a un proyecto común, la lealtad profesional o la valoración de aquellos que nos permiten hacer lo que no podemos hacer solos, los empresarios consideren como última medida en tiempos de crisis el despido de aquellos que hacen que su empresa sea tal.
Y aquí se acaban los "quizás". Porque todo esto sirve para los empresarios, pero lo que más abunda en España hoy en día -con crisis y sin ella- son los contratadores.
Los contratadores no tienen esos baremos. Ellos son capaces de montar una regulación de empleo -que a lo mejor es necesaria- e incluir en ella no a los menos productivos, no a aquellos cuya actividad no es necesaria porque el descenso de demanda agota esa linea de producción o de servicios, sino a los que les caen mal, a los que defienden los derechos sindicales, a los que no les hacen el rendibú o simplemente a los que, por motivos personales o de salud, han tenido un mal año.
El contratador se convierte en una especie de enfermedad degenerativa de la actividad empresarial cuando recurre al despido como primera medida, mucho antes de desblindar los sueldos de sus ejecutivos, mucho antes de reducir el margen de beneficio personal y de sus accionistas para dedicar ese dinero a las inversiones y mejoras que serían precisas para que su empresa se modernice y pueda competir y sobrevivir en estos tiempos de vacas flacas.
El contratador ejerce de involución perniciosa del empresario cuando se reune con su Consejos de Administracion o con su Junta General y decide mantener las remuneraciones por beneficios, aprobar unas cuentas en las que se mantiene gastos de representación millonarios, agujeros del tamaño de un país pequeño en los saldos de las tarjetas de crédito empresariales a las que cargan sus regalos prohibidos, sus borracheras secretas y sus desmanes nocturnos, al tiempo que propone el despido de unos cuantos trabajadores, porque la crisis así lo permite -no lo impone, simplemente le concede un movil plausible-.
Este pobre remedo de empresario, que ha perdido todo lo que hace a un empresario un auténtico motor social , no tiene el más mínimo pudor en renunciar a la experiencia, la preparación o el buen hacer de trabajadores por ahorrarse un sueldo, cuyo coste mensual desperdicia en una sola cena con sus colegas, sus socios o sus amantes.
El contratador, la especie más abundante en nuestros días, ha sustituido sin prisa pero sin pausa al empresario, al que demuestra no sólo capacidad de gestión y comercial, sino la intelegencia y la empatía necesarias para colocar al capital humano de su empresa en el justo punto que le corresponde por derecho y por compromiso.
Y es a estos individuos a los que no se les debería dar la herramienta de un despido barato, de un despido sencillo. Es a estos contratadores, que despiden por ahorrarse un mes de sueldo, que despiden por llevarles la contraria, que amenazan con la crisis y la pérdida del empleo para lograr las más abyectas de las sumisiones, a quienes el Gobierno -volvemos a recordar de donde dicen venir y a donde dicen que quieren llegar- entrega la guadaña del despido objetivo.
Si un empresario despide por "la existencia de pérdidas en las empresas" - primer motivo de despido objetivo- casi podríamos estar seguros de que el motivo será que ha gastado en inversión lo necesario y esto no ha revertido en mejora; si lo hace un contratador no estaremos nunca seguros de que no sea porque decisiones arbitrarias han llevado a su empresa al desastre.
Si un empresario despide por "la falta persistente de liquidez" -segundo motivo de despido objetivo que presenta el Gobierno- podremos estar casi seguros de que se debe a que sus deudores -probablemente incluidos en el orden zoológico recien estrenado de los contratadores- se escudan en la crisis para no pagarle; si lo hace un contratador nunca estaremos seguros de que no es porque haya metido mano en la caja empresarial para sus devengos privados o porque haya sacado a pasear la tarjeta empresarial cargando gasto tras gasto de representación cuando la situación no está para tales excesos.
Si el motivo del despido es "la disminución relevante de los beneficios de las compañías", tanto empresario como contratador están demostrando que no son dignos de crédito. Si nos apretamos el cinturón ante la crisis no lo apretamos todos. Incluidos los que viven de los beneficios empresariales. Aún así, es posible que un empresario nunca llegara a hacerlo y un contratador lo haga a las primeras de cambio.
Así que, a lo mejor habría que asegurarse de conocer los motivos por los cuales la empresa ha llegado a esas situaciones antes de permitir alegremente que los sustitutos de segunda de los auténticos empresarios empleen tales herramientas a su libre albedrío. Y a lo mejor habría que abaratar el empleo y no el desempleo, asumiendo desde el estado una parte del coste de la Seguridad Social, reduciendo los impuesotos o cualquier otra medida que las mentes pensantes de la economia patria puedan pergeñar para que las empresas tengan una menor presión fiscal.
Así las cosas, mi amigo diría que el despido flexible es un arma imprescindible para las empresas, pero yo me veo en la obligación de contestarle que, hoy por hoy, se está poniendo en manos de muchos que no lo utilizaran ni responsable ni adecuadamente.
Claro que él no lo entenderá del todo. El siempre ha tenido espíritu de empresario. No de contratador.