Dicen que la distancia es el olvido.
Pues va a ser que el viejo bolero se equivoca por lo menos si se intenta aplicar su siempre melosa letra a esos lares enfangados y turbios que ahora son la política española.
El Gobierno decide tomar distancia, poner tierra de por medio, entre ellos y Manuel Moix, ese fiscal que decidió ser más pro amigos del Partido Popular que anti corrupción y que se ganó la reprobación del Congreso por su intervención -de momento dejémoslo en eso- en el Caso Lezo, por el que Ignacio González ha dado con sus huesos en la cárcel, preventiva también de momento.
Y parece que con eso basta, que es como decir, "yo nada tengo que ver en esto", como volver a los tiempos arcaicos y míticos en los que, en la polvorienta Galilea, alguien se lavaba las manos mientras otros decidían quién moría y quién no.
Pero ni el Gobierno de España es el viejo Poncio, ni el Congreso es el siempre mesiánico pueblo de Israel dirigido por escribas y fariseos ni, por supuesto, Moix es el inefable nazareno.
Así que la distancia, por más que borre amores de la memoria y aparente hacer desaparecer desamores del corazón y de la mente, no sirve en este caso.
Porque no hay distancia que haga olvidar a qué partido pertenece Moix, ni que haga posible que se borre de nuestras sinapsis el hecho de a quién y por qué motivos Moix metió mano en el Caso Lezo.
Porque en esto de la corrupción, de buscar el provecho propio con los bienes de todos, por mucha distancia que se ponga no se consigue evitar que las heces hagan su recorrido trazado hasta caer justo encima de la corbata impoluta y el terno perfecto de a quien corresponda, lo único que se logra es que manchen también a todos los que intentes colocar entre su trayectoria y tu persona.
Porque todo el mundo sabe que en el mito religioso galileo, Pilatos pudo salvar al impertinente carpintero que se decía hijo del hombre.
Y valga el ejemplo evangélico para demostrar que esto no es de ahora, ni del Partido Popular, ni siquiera de la política. Que es tan viejo como lo son la cobardía, la mezquindad, el ansia de poder y la avaricia.
Porque, en nuestro Occidente Atlántico y sobre todo en España -y en Italia, en Italia también-, se ha llevado esa vieja estrategia anglosajona de Ala Oeste del la Casa Blanca de la negación plausible a limites que bordean el sainete patrio o el teatro del absurdo transalpino.
"No me cuentes lo que haces y así podré negar que sabía lo que hacías si alguien me lo pregunta", reza el adagio que marca esta política que permite tomar distancia del acusado o el reprobado cuando pintan bastos.
Pero claro, en la política, en la empresa, y hasta en las relaciones personales, está estrategia se desinfla por un simple motivo. La negación deja de ser plausible cuando se repite una y otra vez.
Políticos, jefes, responsables... todos creen que diciendo "yo no lo sabía" están cubiertos del error o de la felonía de sus subordinados, que eso impide que les afecten las consecuencias de las mismas, que les permitirá seguir en sus puestos. Por no hablar de todos aquellos que además ocultan que le han presionado para que lo haga -a esto los yankies le llaman ordenes insinuadas- o que con su actitud han forzado el error.
Como si su trabajo no fuera precisamente estar enterados de lo que hacen sus subordinados, supervisarlos, evitar sus errores y denunciar sus excesos si no han podido evitarlos.
Como si dirigir fuera solamente sentarse en sus sillones o recorrer los pasillos del poder buscando mejorar su posición; como si bastara aparecer con gesto adusto y contrariado y empezar a referirse al individuo en cuestión como "ese señor" o "esa persona" para que todos olvidaran el hecho de que era su responsabilidad que eso no ocurriera y no ha hecho su trabajo, de que se está en esos puestos para enterarse de las cosas y saber cómo se hacen y no ha hecho su trabajo. Como si bastara alejarse y susurrar en los oídos convenientes "yo no lo sabía".
Y lo peor es que basta. Al menos en este país, basta.
Moix caerá por sus errores, la distancia del Gobierno marca como una bala trazadora el final de su carrera, pero nadie asumirá que era su trabajo que esos errores -en este caso claramente malintencionados- no se produjeran.
La negación plausible llevada al sainete.
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