Veinticuatro plantas ardiendo, cientos, quizás miles de personas, atrapadas entre el fuego y la muerte en el edificio Grenfell de Londres y un solo sentimiento. Tristeza
No por las 17 personas muertas, que también por supuesto, no por los dramas sufridos y muertos esa noche de llamas, que, desde luego, también.
Pero esa es tristeza normal, quizás distante y poco vívida, dada la lejanía del suceso. La otra tristeza es abrumadora, casi desesperada por impotente ante el absurdo. Una mujer atrapada entre el humo y las llamas en el piso 23, intentando encontrar una salvación, una forma de resistir... y lo graba y transmite en Facebook Live.
Y ante eso solamente me asalta esa tristeza vacía que genera la incomprensión, que produce el no poder descubrir esa esencia de la ciencia de la vida que se llama por qué; que se traduce en la amarga pregunta que hiciera famosa el Rey de Rohan en la inacabable película: ¿Cómo hemos llegado a esto?
Tristeza por no saber qué hace que una mujer desperdicie energías y tiempo en una retransmisión inútil de su propia agonía, de su miedo, de su desesperación. Qué le hace pensar o sentir que aporta algo a su existencia en riesgo mantener el móvil con pulso firme para que un mundo lejano, irrelevante en ese momento y, sobre todo, indiferente e incapaz de ayudarle vea todo en directo.
¿Es Rania, la autora del vídeo, una mala persona? Desde luego que no. Lo demuestra, se arriesga, abre la puerta, ofrece ayuda y auxilio a sus vecinos mientras lo graba todo. Entonces ¿por qué?
Sus amigos de Facebook, la mayoría egipcios como ella, están a kilómetros y kilómetros de distancia, incluso aunque estuvieran en el edificio de al lado no pueden ayudarla, no pueden ascender una veintena larga de plantas entre llamas y humo. Entonces ¿por qué?
Y es la respuesta lo que hace que llegue la tristeza.
Rania está enferma. Enferma con una plaga que afecta a miles de millones de personas. Una plaga que nos hace confundir el mundo real con esa suerte de remedo virtual llamado Redes Sociales; infectada por un virus de desconexión personal e hiperconexión virtual que hace que se considere necesario, sino imprescindible, que el mundo conozca todos y cada uno de nuestros momentos, que los perfiles a los que identificamos como amigos sepan de nosotros en todo momento, en toda circunstancia.
Una enfermedad que afecta desde lo afectivo hasta lo trágico, desde lo profesional hasta lo lúdico, y que hace que una mujer en peligro pierda seis minutos en una retransmisión inútil antes de hacer el primer esfuerzo por acercarse al mundo real y pedir ayuda.
Un mal que hace que hoy pululen docenas de vídeos de personas descolgándose por los muros de Grenfell con sábanas, de gente agitando trapos pidiendo ayuda, de víctimas gritando.
Docenas de personas que, desde los edificios aledaños observan tras su móvil grabador de la desdicha ajena, como lo hicieran días antes en el Puente de Londres y antes, cada día, en otros tantos espacios y lugares. Y lo hacen como un acto reflejo, norma,. lógico, cuando en realidad es algo ilógico, absurdo, casi perverso.
Y aún queda lo peor. La tristeza se convertirá en rabia cuando el vídeo de Rania, de su confusión entre el mundo real e imaginario de las redes Sociales, se haga viral. Cuando millones se pongan ante sus pantallas a observar el sufrimiento y la angustia de alguien a quién ni siquiera conocen ni, desgraciadamente, tienen ya muchas posibilidades de llegar a conocer.
Y los hay que dirán que desde que se inventó el celuloide estas cosas ocurren, que la tragedia humana ha sido grabada desde que hubo la posibilidad técnica de hacerlo y que ahora solamente se han masificado por el acceso generalizado a la tecnología. Pero se equivocan de medio a medio.
Hasta ahora el sufrimiento humano se grababa con un fin, desde el más avieso al más altruista. Los torturadores lo grababan para mejorar su técnica, los policías para poder usarlo como prueba, lo periodistas para informar, los secuestradores para asustar, los cineastas para concienciar, los gobiernos para hacer propaganda... Podían ser buenos o malos motivos, perversos o beatíficos, equivocados o correctos, pero eran motivos.
Ahora en la mayoría de los casos solamente se hace para aislarse de la realidad, para situarte al margen, para poder sentirte como Gulliver, el mítico viajero de Jonathan Swift, al final de su juicio y poder decir al mundo "Yo he estado allí" en la esperanza casi siempre inconsciente de que eso aumente el numero de visitas a tus redes Sociales.
Ahora en la mayoría de los casos solamente se hace para aislarse de la realidad, para situarte al margen, para poder sentirte como Gulliver, el mítico viajero de Jonathan Swift, al final de su juicio y poder decir al mundo "Yo he estado allí" en la esperanza casi siempre inconsciente de que eso aumente el numero de visitas a tus redes Sociales.
En resumen, tristeza. Rabia y tristeza que se hacen exponenciales al recordar a Ignacio Echeverría.
Tantos, hasta los propios implicados, que se alejan con la fría neutralidad del que graba el sufrimiento humano y uno solo que hace o al menos intenta hacer algo para evitarlo. Una proporción de millones a uno que hace casi imposible la solución o el cambio
¿Cómo hemos llegado a esto?
Y la pregunta es retórica en grado sumo porque todos sabemos la respuesta.
Y la pregunta es retórica en grado sumo porque todos sabemos la respuesta.
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