miércoles, agosto 24, 2011

Strauss Kahn o la justicia del hombre apocopado

Me había yo propuesto mantener este espacio demoniaco en silencio hasta el mes de septiembre. Pero el aburrimiento y otras condiciones menos mías y más de todos me lo han impedido.
Ignorado el ínclito vaticano inquisidor y su millón y pico de figurantes, pasado por alto el ridículo de Bildu y de los que pretenden dejar a Bildu en ridículo y aparcado voluntariamente el eterno problema de un sistema económico que ha muerto asesinado por la sociedad que creó pero que no quiere que le entierren en sagrado, el culpable de esta vuelta anticipada de mi estío blogosférico tiene nombre y apellidos.
Se llama Dominique Strauss-Kahn, aunque en este mundo nuestro que lo apocopa todo se le ha dado en llamar DSK.
Quizás sea por el vicio ese nuestro de apocoparlo todo para no tener que ejercitar en exceso la memoria o quizás sea un intento artero y baladí de que cuando se habla de alguien se crea que se habla de una arcaica marca de cintas magnetofónicas de ferro cromo o de un modelo evolucionado de motocicleta de gran cilindrada.
Pero el caso es que, desde que el 14 de mayo pasado , el día en que se supo que el ex presidente del Fondo Monetario Internacional había sido detenido acusado de violación Dominique Strauss Kahn, ha sido para todos y para todo DSK. Como para intentar ocultar que se hablaba de una persona.
El caso es que ahora el fiscal de Manhattan -un tipo que siempre se ha llamado Cyrus Vance y no ha sido nunca apocopado- ha decidido que se retiren los cargos contra Strauss Kahn porque el testimonio de la víctima no es creíble.
Así que, por definición formal y material, Strauss Kahn es inocente de ese delito que supuestamente había cometido. Eso no significa que lo sea de otros o que no sea un ser humano en esencia pernicioso por cargo. Algo que es, por definición, toda persona que dirija un organismo como el Fondo Monetario Internacional
Durante tres meses se ha puesto el caso del hombre apocopado como ejemplo en todos los foros feministas, en todas las manifestaciones de género -ahora se llaman así-.
Las feministas francesas se manifestaron con barbas postizas exigiendo castigos ejemplares e investigaciones en profundidad contra el acoso sexual de los poderosos y esgrimiendo fotos de DSK que parecían demostrar que lo que decían era cierto.
Durante noventa días ministras de gobiernos europeos se han solidarizado con la víctima, han pedido toda la contundencia de la ley contra DSK y han intercalado en sus palabras -más o menos pausadas, dependiendo de las audiencias y los entornos, como siempre en política- mensajes que las colocaban "siempre del lado de la víctima".
Y ahora, que el fiscal de Manhattan dice lo contrario, el caso de Dominique Strauss Khan no ha cambiado de rol, no ha dejado de ser ejemplo.
Pero claro, ahora no lo tremolaran esas manifestaciones de barbudas que semejan las mujeres judías de los Monty Pyton disfrazadas para poder lapidar a alguien por el mero gusto de hacerlo.
Porque ahora el caso de la acusación, la falsa acusación, contra Strauss Kahn se convierte en ejemplo de lo contrario, de algo que sin ser mayoritario, es igual de pernicioso, es igual de doloroso, es igual de criminal.
Más allá del vicio reiterativo de la justicia estadounidense con los antecedentes, que en ocasiones hace del prejuicio una virtud, el caso Strauss Kahn, se ha convertido en ejemplo de algo que, según el mismo feminismo barbudo de las manifestaciones, el mismo feminismo institucional de las ministras, no existe, no puede existir.
Del engaño y la manipulación, del chantaje y la amenaza basada en la mentira.
Y no lo digo yo. Lo dice el fiscal de Manhattan. Lo dice la justicia y se supone que hay que hacer caso a la justicia ¿no?
Una mujer se inventó una violación para conseguir la residencia. Se rió del dolor de cientos de mujeres que son sistemáticamente forzadas en África, que son tratadas como premios de guerra, que son cazadas por hombres enloquecidos por la sangre, la guerra y las drogas cuando acuden a por agua a los pozos a por leña a los bosques.
Nafissatou Diallo, que así se llama la interfecta -a la que nunca se ha apocopado, por cierto. Ella sí merece tener nombre- se mofó de todo eso, lo utilizó para sus fines  y coló.
La culpabilidad de los occidentales ante situaciones de las que se saben parcial o totalmente culpables, el horror de las sociedades desarrolladas ante esos excesos de barbarie y la incapacidad de la  mente colectiva atlántica para gestionar racionalmente el sufrimiento, permitieron que colara.
Podemos argumentar que es lógico que se quiera escapar de ese infierno, se puede defender que es algo que entra dentro de lo que todos hubiéramos hecho, puede arguirse que era la forma más directa de poder empezar una nueva vida en un país que, por orgullo y soberbia, no le concede la residencia a cualquiera.
Y puede que, en parte, tengamos razón o que sea parcialmente justificable pero todas esas justificaciones desaparecen cuando pensamos algo
Diallo miente pero no dice que es una disidente política, no afirma que es una perseguida religiosa, no asegura que ha sido esclavizada por los traficantes de piedras preciosas.
Todas esas mentiras le habrían conseguido también el permiso de residencia, todas esas situaciones hubieran también activado el inconsciente colectivo culpable de los occidentales atlánticos.
Pero Diallo dice que ha sido violada, dice que han abusado sexualmente de ella, ¿por qué? La respuesta a esa pregunta es tan fría y abrumadora que hiela sangre.
Cualquier otra de las situaciones podría ser corroborada, exigiría demostrar la militancia, obligaría a probar el culto religioso, forzaría a explicitar una localización de la mina, la facción que la controlaba y un sinfín de datos.
Pero Diallo sabe que la violación no exige eso, que no hay militancia que demostrar, ni creencia que corroborar, ni ubicación que identificar. Sabe que en el inconsciente colectivo se ha impuesto como verdad una mentira nada piadosa, se ha dado como cierta un falso silogismo basado en una premisa inconsistente: "una mujer nunca mentiría en eso".
Y es cierto que la mayoría de las mujeres no lo harían, está más que probado que el sentido común se impone a la necesidad en la mayoría de los casos. Pero hay casos en los que no, hay casos en los que la acusación vengativa o interesada es un arma utilizada y arrojada sobre el rostro de aquellos que no cumplen con sus promesas, con nuestras espectativas o con nuestras esperanzas.
Lo fácil es echarle la culpa a la perversidad innata del alma y la mente de la señora Diallo, es arrojarla a la hoguera de la maldad y el interés. Pero la sociedad occidental atlántica está en donde está en todos los sentidos por seguir demasiadas veces el camino fácil.
Así que lo que toca es hacer lo difícil. Lo que toca es reconocer que esto no prodece de la perversión de una mujer artera. Proviene de nosotros mismos.
Se lo hemos puesto muy fácil.
Se lo hemos puesto muy sencillo porque desde hace mucho tiempo consentimos que la palabra de la mujer sea tratada como ley en estos casos. Porque hemos consentido que la culpabilidad por desmanes que no cometemos pero dejamos que otros comentan, que hemos acallado y que hemos permitido, giré el péndulo hacia el otro extremo de la situación, hacia el punto en el que la palabra de la supuesta víctima es ley, en la que la repulsa llega antes que el conocimiento, en el que el castigo se establece de forma previa a la definición de la realidad de la culpa.
Y como a Diallo le coló una vez, ¿por qué no intentarlo una segunda? Aunque esta vez los objetivos sean algo más espúreos, algo menos comprensibles, algo más egoístas, algo, definitivamente, más perversos.
Diallo, que mantiene una relación consesuada en espera de algún beneficio y no lo recibe -¿no era esa la definición básica de la prostitución?-, apuesta por la misma carta, por la misma mano ganadora a la que apostó para lograr un futuro mejor. Ahora también lo hace. Pero ya no necesita residencia, solamente necesita dinero.
Y me dirán que me adelanto, que hago lo mismo que denuncio. Pero en este caso es diferente. Nada se sabe de lo que el hombre apocopado que una vez dirigiera el Fondo Monetario Internacional hizo o no hizo esa noche en el hotel Sofitel, pero si sabemos lo que hizo Diallo después de la denuncia.
Sabemos que habló con alguien y le dijo que se tranquilizara, que ella sabía lo que hacía porque ese hombre tenía mucho dinero -¿de verdad es tan ingenua que se cree que nadie entendería la conversación porque hablara en Fulani?, ¿de verdad no tuvo en cuenta que está en la ciudad que es la sede de la ONU, en la ciudad del mundo en la que más traductores hay por kilómetro cuadrado?-.
Diallo esperaba un pacto, esperaba que un hombre con mucho dinero e influencia, un hombre embarcado en una carrera política por la prevalencia en el socialismo francés, pagara para ocultar sus vergüenzas, esperaba que un hombre acusado constantemente de picaflor -con razón evidente- y de acosador -sin demasiadas pruebas- no quisiera escándalos y pagara.
Pero ese mismo escudo social que usó para llegar al país y mantenerse en él, ese mismo error de hiperprotección y ultraconfianza en la veracidad incuestionable de todo victimismo -sobre todo femenino- se volvió en su contra.
Eso y el hecho de que Strauss Kahn no actuara como un culpable, no abandonara el país a escondidas o en un vuelo diplomático en el que era intocable. Que se limitara a tomar un vuelo regular.
Como se iba, aquellos que creían en la culpabilidad del político, corrieron a detenerle. No le comunicaron las acusaciones tranquilamente en su hotel, no le dieron la oportunidad de que pidiera a sus abogados un acuerdo que evitara el juicio.
La detienen, le esposan y le encierran sin fianza.
Y ¿qué hace Diallo en ese momento?, ¿se sienta, nerviosa y expectante, en espera del juicio?, ¿se alegra de que, pese al poder destilado por su agresor, la policía haya sido tan diligente y contundente en la detención?
Por supuesto que no.
Corre a un juzgado de Nueva York y presenta una demanda civil en la que solicita una indemnización millonaria contra Strauss Kahn ¿Por qué?
Porque sabe -ella y sus abogados- que ya no habrá acuerdo, que una vez detenido el político no puede haber acuerdo porque eso significaría reconocer que lo ha hecho y él se declarará inocente; porque sabe que el fiscal no pedirá un solo duro para ella, se limitará a pedir 20 años de cárcel para Strauss Kahn y luego se irá con él éxito a presentarse a las elecciones como fiscal del Estado.
Así que Diallo va a por lo que quiere, a por aquello que era su objetivo desde el principio, a por aquello para lo que aprendió que se podía utilizar el discurso y el recurso al abuso sexual. Una vida mejor.
La mayor parte de la humanidad lo ve, lo percibe, lo atisba, pero las barbudas indignadas siguen pidiendo la cabeza de Strauss Kahn, las ministras siguen con la víctima y el sistema tarda dos meses en darse cuenta de que se ha dejado engañar, de que el informe médico de Diallo que asegura su violación se basa en la presencia de ADN y en el relato de la víctima -el error de siempre-, que es el mismo relato desgarrado que ya contó cuando llegó al país, que ya se ha demostrado que es mentira.
Y esa hiperprotección a la supuesta víctima no ha conseguido nada, no ha posibilitado castigar a un culpable, no ha garantizado la libertad sexual de nadie. Solamente ha creado una víctima más.
Pero en este caso no importa. Es hombre, es poderoso, se llama Strauss Kahn.
El feminismo francés de manifestación barbuda ya no está con la víctima, la ministra económica de declaración mesurada ya no está con la víctima. No es la víctima que esperaban, no es la víctima que necesitaban. No es el delito que creían.
Ahora la víctima es un hombre apocopado y la delicuente una mujer. Hay que guardar silencio.

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