La tierra no es nada, las piedras no
son nada, los restos de la historia, los ecos del pasado y las luces y las
sombras del presente no son nada. Los sitios no son nada.
La vieja Philadelphia, que ya era
vieja antes de que los ingenuos habitantes de la Norteamérica atlántica
renombraran medio continente con los nombres de todos los demás, no se despide
de mí cuando recojo mis cosas, mis instintos, mis deseos y mis trabajos, los
uno a mi recuperada curva abdominal de falafel, leche condensada y té de canela
y la abandono.
El agua que moja las calles de Amman
-la vieja Philadelphia, la original- no se despide de mí. Sigue haciendo su
trabajo para arrancar el polvo del desierto del aire y fijarlo en el suelo y me
ve partir indiferente.
Las ruinas de cinco de las diez
ciudades más antiguas del mundo, viejas antes de que fuéramos un sueño febril
en las mentes de los más antiguos dioses únicos que La Tierra conoce y sufre
desde entonces, no saludan mi marcha.
Jerash me ve alejarme sin congoja con
los ojos cansados de soportar turistas que no comprenden que pudo ser Damasco, Jerusalén
o Bagdad hace milenios pero renunció a ello por la paz que ansiaban sus
habitantes; Gadara, Pella, Irbid, y todas las perdidas visiones de Plinio el
Viejo siguen su lucha contra el desierto y el olvido mientras me alejo de
ellas. No pueden mirarme porque no tienen ojos, no pueden llorarme porque no
tienen lágrimas. No pueden añorarme porque no tienen alma.
Y el Jordán, el bendito y sucio por
siempre Jordán, sigue su implacable curso sin mirar hacia atrás cuando me
aparto de él. Sigue regando el Creciente para permitir a aquellos a los que
otros ríos más al oriente trajeron a la vida extenderse por sus valles y
meandros. Sigue haciendo de frontera que intenta en balde separar la paz de la
guerra, la vida de la muerte.
No puede despedirse porque no
tiene labios, no puede escuchar mi adiós porque no tiene oídos. No puede sentir
mi marcha porque no tiene corazón. Puede que bañara a un par de dioses o
profetas, pero no tiene corazón.
Y las cabras, las sempiternas cabras
de Al-Urdunn, de Philadelphia, de Jordania, tampoco me saludan cuando marcho,
cuando emprendo el camino que me aleja de ellas. Ni cabras, ni camellos, ni
asnos ni caballos tienen el tiempo o el impulso suficiente para salir de sus
instintos, sus comidas, sus trabajos o sus supervivencias para decir adiós a un
viajero semanal que se aleja de ellos.
Así que Jordania no se para a
despedirme cuando me voy y por eso yo no la digo adiós cuando me marcho.
Y por eso, sentado en el aeropuerto de
El Cairo, tan raído como cualquier otro aeropuerto oriental, tan triste como
cualquier otro aeropuerto occidental, ya no recuerdo las tierras, los
edificios, las ruinas, las calles ni las cabras de Jordania.
Solo recuerdo decenas in chaa'
Allah.
Apretones de manos de funcionarios
asustados pero que asumen sus riesgos, manos de los niños sacudiéndose en medio
del polvo que tres 4x4 levantan del asfalto, el roce contra el rostro del
tejido del chador de mujeres que ocultan su cabello y enseñan su valor.
Recuerdo la absurda despedida militar
de un policía en un control, el incongruente dedo pulgar alzado al aire de un
pastor que nos ve pasar junto a su macilento rebaño, la mano que intenta
sacudirnos de su vida como moscas de una anciana israelí que cruza el Jordán
cada mañana para discutir el precio de las cabras con un pastor jordano, como
hicieran su padre y su madre antes que ella.
Recuerdo su sonrisa cuando nos vamos
después de verla acusar a sus propios soldados de ser peor que los ingleses -Y
los ingleses abandonaron Transjordania en 1946. No quiero ni calcular la edad
de esa anciana hebrea-.
Eso es lo que recuerdo. Sentado en un
aeropuerto egipcio, eso es lo que recuerdo.
No somos piedras ni arena, así que no
tiene sentido que volvamos a las piedras o a la arena. No somos aves
migratorias que siguen sus instintos, ni rebaños trashumantes que repiten sus
caminos para lograr alimento y supervivencia, así que no tiene sentido que
volvamos a las tierras, los valles o los pastos.
Somos personas y no volvemos a
los lugares. Si alguna vez vuelvo a Al-Urdunn o a Amman, no volveré a Jordania
-y mucho menos a sus cabras-. Volveré a sus personas.
Viajar a un lugar solamente merece la
pena si, cuando te vas, dejas en él alguna persona a la que alguna vez ansíes
regresar.
Y más si has hecho lo que viniste a hacer
Que ¿qué vine a hacer a la vieja
tierra del Jordán?
Muy sencillo. Vine a robar niños.
Hoy, 8 de Shawwal de 1433, escribo mi
confesión criminal en este teclado minúsculo en espera de un vuelo que me
devuelva a la cada vez más absurda realidad occidental atlántica.
Acudí a Jordania para contribuir a crear
la infraestructura necesaria para robar niños. Robar cuantos fuera posible,
cuantos fuera necesario, cuantos caigan en nuestras manos. Para robárselos a
aquellos a los que la historia y las circunstancias han transformado en sus
padres adoptivos.
Sin enajenación por mi parte, con
completa premeditación y alevosía, confieso haber acudido a una de las cunas
del mundo para arrebatar a niños de las garras de su actual padre putativo: el
odio y de las zarpas de su actual madre adoptiva: la guerra.
En mi defensa sólo puedo decir que lo
intentaré hacer de nuevo en cuanto tenga ocasión.
Estos son los hechos del caso. Y son
irrefutables.
En El Cairo, a 25 de agosto de 2012.
In chaa' Allah.
1 comentario:
Grande.
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