Ochenta personas muertas y doscientas treinta y una heridas mientras se manifestaban pacíficamente por las calles de Kabul, la eternamente golpeada por la guerra y la locura capital de Afganistán, lo digo para que conste.
La inmensa mayoría de ellos eran hazares. Pero no estaban en la calle por su rama, su culto, su tendencia o su interpretación religiosa del Islam. No gritaban Allahu Akbar, Allah Yafashla ni nada por el estilo, lo digo para que conste.
Se manifestaban para pedir algo tan básico y que nosotros no solemos pedir porque ya lo tenemos como es un suministro continuado de electricidad para sus casas y sus tiendas, lo digo para que conste.
Más de trescientas personas que han visto sus vidas quebradas o directamente eliminadas de la ecuación de la historia que eran y son padres de alguien, hermanos de alguien, hijos de alguien, sobrinos o nietos de alguien, lo digo para conste.
Tres centenares de seres humanos que ocupan un módulo en portada y una noticia de media página, no titulares a cinco columnas, no editoriales en páginas interiores, no sesudos debates de análisis en las ondas occidentales, no eternas conexiones en directo, mantenidas en nuestras pantallas de forma artificial con las mismas imágenes corriendo en bucle una y otra vez, sin datos, alimentando solamente el miedo y el morbo. Lo digo para que conste.
Ochenta muertos que ayer estaban vivos que no tienen a todas las agencias de seguridad mundiales buscando a sus asesinos, esculcando las redes buscando comunicaciones, revisando casas, promulgando leyes internacionales para detener a los autores, instigadores e ideológos de esta matanza; que no son prioridad de la Interpol, de la NSA, de la Sedece, del MI-6, del CNI ni de ninguna de las agencias de investigación o de inteligencia que hemos convertido en nuestras armas favoritas contra el yihadismo. Lo digo para que conste.
Centenares de viudas, huérfanos y deudos que no recibirán la solidaridad internacional con campañas mediáticas, concentraciones espontáneas o millonarias viralizaciones en las redes sociales con un #JeSuiHazar, #PrayForKabul o el sempiterno lazo negro en una bandera que muchos ni siquiera conocen. Lo digo para que conste.
Ocho decenas de familias que no recibirán en sus funerales la visita de políticos venidos de otros países, de legaciones diplomáticas de naciones amigas, que no verán las condolencias de candidatos a presidente del gobierno, monarcas y ministros subidas a toda prisa a las redes sociales, ni serán mencionados en discursos que hablan de la lucha contra el terrorismo, de valentía y de fortaleza. Lo digo para que conste.
Trescientas personas que no vivían ni han muerto en París, Niza, Munich o Bruselas pero que son la explicación más sangrienta de porqué estamos perdiendo esta guerra, de porqué ya la hemos perdido. Lo digo aunque no constará en ninguna parte.
Porque ellos no nos importan, porque creemos que los únicos importantes somos nosotros, que solo es relevante nuestro miedo, nuestra sangre y nuestra muerte. Porque hemos reaccionado tarde, mal y por los motivos equivocados.
Porque no estamos en guerra contra el terrorismo, contra el yihadismo, contra la locura o contra la injusticia y la barbarie. Solo estamos en guerra contra los que nos matan y si no nos matan no nos importa lo que hagan, donde lo hagan ni a quien se lo hagan.
Porque ya no somos lo que queríamos ser. Ya no somos los ingleses en Dunkerque, muriendo de espaldas al mar para que los franceses tuvieran una remota posibilidad de evacuación; ya no somos los estadounidenses cayendo como moscas del cielo un día de calor al poner el pie en las playas de Omaha o Gold para dar a Europa una posibilidad; ya no somos los 40 millones de rusos que inmolaron su grano y sus casas para atraer al ejercito de Von Paulus a una trampa blanca y helada y dar una oportunidad a un desembarco que sin su muerte no tenía la más mínima opción de éxito.
El Occidente Atlántico, atrapado en su egoísmo, su miedo y su incapacidad para asumir sus propias injusticias contra el mundo, ya no solo no pelea por otros, sino que simplemente ni siquiera se preocupa por ellos.
Hemos hecho real algo que se escribió para otro tiempo y otra situación: "ahora vienen a por nosotros y ya es demasiado tarde", como dijera el reverendo Martin Niemüller, que no Bertolt Brecht. Lo digo para que conste.
El falso califato mata a ochenta personas y hiere a doscientas treinta y una en Kabul con dos guerreros suicidas y esa es la principal batalla que hemos perdido, no la de Munich y un tirador de origen iraní inspirado en su locura por Internet y un libro que nunca debió llegar a caer en sus manos.
Y es nuestra peor derrota porque no nos importa haberla sufrido y ni siquiera la percibimos como una derrota.
Lo digo para que conste.
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